Capítulo 59

El día en que emprendimos el viaje, Grady y yo llegamos a Tallassee a la hora de comer, aunque por supuesto no tomamos la excéntrica ruta que había tomado mamá y que pasaba por Elba. No le había contado a nadie que iba a marcharme. A Grady siempre se le había dado muy bien mantener la boca cerrada, de modo que acordamos un día, tomamos prestado el Edsel de Roger y nos pusimos en marcha en cuanto hubo suficiente luz para ver.

A mis ojos, Tallassee había empequeñecido. Ésa fue la impresión que me dio, aunque por supuesto era consciente de que era Calley Dakin quien había crecido.

Lo primero que hicimos fue entrar en un restaurante que servía desayunos de día y de noche. Después de llenarnos el estómago, fuimos a buscar una gasolinera para llenar el depósito del Edsel. Al ver el herrumbroso letrero de Pegasus se me aceleró el corazón. Lo consideré una señal de buena suerte, y eso demostró ser: en la gasolinera encontramos una cabina telefónica con un listín encadenado en su interior.

Comparé el número de teléfono del señor Weems con el que había anotado en el cuaderno lunar, y copié la dirección de su casa. Los nombres del listín saltaban de Ethroe a Everlake sin detenerse en un Evarts. Un estudio atento de la página en la que aparecían listados los médicos me informó de que en Tallassee había muchos más doctores que cuando yo era pequeña, pero que el doctor Evarts no se contaba entre ellos.

En las listas de los abogados no encontré a ninguna Adele Starret, ni siquiera a una A. Starret.

—Escribiré al tribunal de Alabama —aseguré a Grady—. Adele Starret tiene que trabajar allí.

—Si es que existe.

Cuando lo dijo, por un instante sentí como si Grady acabara de darse cuenta de que me la había inventado. Pero la obstinación me dio alas.

Comprobé el listín telefónico en busca de Verlow y Dakin, por si aparecían nuevas entradas o habían cometido un error al atenderme por teléfono. No encontré nada. No esperaba encontrar el nombre de Fanny Verlow, pero me pareció extraño que una familia tan amplia como los Dakin no aparecieran listados. Alguno de ellos debía tener línea de teléfono en alguna parte.

Grady se dedicó a mirar boquiabierto Tallassee. Nunca se había alejado más de cincuenta y cinco kilómetros de Pensacola, y le parecía raro haber llegado tan al norte. No estaba seguro de si le gustaba o no, debido a lo lejos que estaba del golfo o de cualquier masa de agua salada, por no mencionar el hecho de que no comprendiera ni la mitad de lo que le decía la gente.

Sin mapa, dependiendo de los recuerdos de la niñez, tuve más problemas de los que había esperado para dar con Ramparts. No dejábamos de ir a dar todo el rato con el mismo bloque de edificios de nueva construcción.

Grady condujo el coche hasta el centro, donde entré en la antigua farmacia. Para mi alivio, la señora Boyer se encontraba tras la caja registradora, y alcancé a ver en la trastienda al señor Boyer, cumpliendo con los deberes de un farmacéutico. Ambos eran mayores de como los recordaba, pero no tanto como había esperado que fueran.

—Señora Boyer —dije.

Por un instante, me miró con los ojos entornados porque no estaba segura de quién era yo.

—Soy Calley Dakin —le dije.

El señor Boyer levantó la cabeza y se volvió hacia mí desde la trastienda.

Lo saludé con la mano.

—Cuánto has crecido —dijo asombrada la señora Boyer.

—Sí, señora. —Y reí como si crecer hubiera sido precisamente lo que había pedido por Navidad—. Hace tanto desde la última vez que estuve aquí, señora Boyer, ¡que ni siquiera encuentro el camino a Ramparts!

—Ah, querida. —La sonrisa de la señora Boyer se desvaneció, y su dueña adoptó una mirada de tristeza.

El señor Boyer se me acercó, procedente de la trastienda.

—Calley Dakin —dijo, sacudiendo la cabeza—. Cariño, Ramparts se consumió en un incendio hará… Bueno, hará unos cuantos años. En su lugar, edificaron casas nuevas. También talaron los viejos robles.

Enterarme de que Ramparts ya no existía me proporcionó una inesperada sensación de alivio, aunque lamenté oír lo de los árboles.

—Ah. —Me eché el gorro hacia atrás y aflojé un poco los extremos del pañuelo—. Ah, bueno.

—No lo sabía —le dijo la señora Boyer al señor Boyer en tono compasivo.

—No lo sabía —repitió él, sacudiendo la cabeza.

—Gracias. —Y me dirigí a la salida, donde me aguardaba el Edsel, caminando con torpeza. Los Boyer no me habían quitado el ojo de encima cuando subí al vehículo.

—Ramparts ha desaparecido —informé a Grady—. Se incendió.

Grady miró de reojo a los Boyer, que nos observaban desde detrás del escaparate de la farmacia. Acto seguido, puso en marcha el coche.

—Mierda —exclamó con evidente alegría—. Con las ganas que tenía de ver todos esos paraguas.

Al menos, la residencia de los Weems aún seguía en el mismo lugar, aunque tuvimos que dar tres vueltas al vecindario antes de encontrarla.

En aquella ocasión, Grady me acompañó hasta la puerta.

Una mujer de color respondió al timbre.

Abrí la boca con la intención de preguntar educadamente si se encontraba en casa el señor Weems, pero en lugar de ello no pude evitar preguntar:

—¿Tansy?

Ella me observó a través de sus gafas de culo de botella y cruzó los brazos sobre el estómago. Con el paso de los años se le había vuelto el pelo cano.

Me quité el sombrero.

Ella pestañeó.

—Si es Calley Dakin —dijo en fingido tono de asombro.

—La misma. —Hice dar un paso al frente a Grady, hasta situarlo a mi altura—. Éste es mi amigo Grady Driver.

Le dedicó una mirada superficial de arriba abajo con la que dejó bien claro que mi criterio a la hora de escoger a las amistades no le parecía gran cosa.

Entonces logré preguntar si se hallaba en casa el señor Weems.

—El señor Weems siempre está en casa —respondió Tansy—. Tuvo un infarto hará cosa de tres años, por Navidad. —Y añadió con considerable satisfacción—: No puede hablar, ni caminar, ni levantarse de la cama. Está muy pachucho.

—En ese caso, quizá pueda saludar a la señora Weems.

Tansy me dedicó una sonrisa torcida.

—La señora Weems falleció. Perdió la cabeza y Doc Evarts le dio unas pastillas para que se sintiera mejor, pero ella se las tomó todas de golpe.

—Y ¿sabe algo del doctor Evarts?

—Ya no vive aquí —respondió; de nuevo me pareció complacida—. Se divorció de la señora Evarts y se marchó. Ella se casó de nuevo con un tipo de Montgomery.

—Vaya, y ¿dónde está mi hermano Ford?

—El doctor Evarts se lo llevó.

Aunque Tansy me estaba contando lo que quería saber, era como pedir galletas y que te las fueran dando de una en una.

—¿Adonde, Tansy?

Tansy extendió la mano y me tocó la punta de la nariz.

—¿Qué te has hecho en el pelo, chica? —Luego hizo ademán de cerrarme la puerta en las narices. Pero antes, me dijo—: Nueva Orleans. Los oí comentar que iban al barrio Francés.

Entonces cerró la puerta.

—¿No dejarían una dirección? —preguntó Grady en voz alta.

La voz de Tansy nos llegó a través de la puerta, como si estuviera justo detrás de ella.

—¿El blanquito quiere saberlo? Ah, algún día se sabrá adonde van —continuó—, allí donde están todos los demás Carroll, en la calle del Fuego del Infierno, haciendo compañía al mismísimo Satanás.

Golpeé la puerta.

—Tansy, no he terminado de hablar contigo. Abre la puerta ahora mismo.

Me sorprendió que abriese la puerta lo justo para asomar la cabeza.

—¿Cómo se apellida Rosetta? ¿Dónde está?

—Está en el cementerio de los negros. Sus niñas le compraron una lápida en la que grabaron «Rosetta Branch Shaw», junto a las fechas, seguido de «Mamá». Qué detalle.

No cruzamos palabra hasta que volvimos a subir al Edsel.

—Agua —dijo Grady.

—Sí, agua. La tumba de Tansy tendrá una lápida en la que pondrá «Callejón sin salida».

Al principio se rió, pero acto seguido dijo con seriedad:

—No puedo fumarme otro día, ni siquiera aunque no nos hubiera mentido y pudiéramos encontrarlos en un lugar tan grande como Nueva Orleans.

—Quiero ver las tumbas de papá y de Mamadee. Aún tenemos tiempo para ir a Montgomery y, quizá, encontrar a Fennie, la hermana de la señora Verlow.

Grady se encogió de hombros.

—Después podríamos hacer un giro de ciento ochenta grados en dirección a Pensacola, ¿vale? A esas alturas, habré visto más de Alabama de lo que nunca hubiera pensado.

—Volvamos a echarle un vistazo a ese listín telefónico.

—¿Para qué?

—Para comprobar los servicios de pompas fúnebres. Los empleados estarán al tanto de la ubicación de las tumbas del lugar.

—Chica lista.

—No tanto. De haberlo pensado antes, habría llamado antes de emprender el viaje.

Grady sonrió.

—Pues a mover el esqueleto, señorita Calley.

Me pareció importante mantener el letrero de Pegasus a la vista desde la cabina telefónica, mientras llamaba al servicio de pompas fúnebres del anuncio más llamativo del listín.

Respondió alguien sin aliento que tenía voz de persona mayor. Tuve que repetir la pregunta dos veces, y luego mi interlocutor me la repitió a su vez.

Después aguardé mientras el teléfono me transmitía los sonidos de la persona anciana moviéndose en lo que parecía ser una oficina bastante pequeña, intentando abrir el cajón de un archivador, lo que consiguió finalmente, y luego revolver entre los papeles, todo ello mientras canturreaba y parloteaba consigo mismo, o eso me pareció.

Tras recoger el teléfono, se aclaró la garganta, proceso que le llevó fácilmente unos tres minutos, y que hizo que Grady se partiera de risa cuando se acercó a preguntar qué me entretenía tanto y le puse el auricular en la oreja.

—Sepa que se trata de una información parcial por necesidad —dijo el anciano cuando recuperó el don del habla—. Sabrá que la gente del campo entierra a los suyos en cualquier parte, y a esos lugares luego los llama cementerios. —A continuación me leyó una lista, con voz titubeante y repitiéndome las cosas siempre que le pedía que me deletreara los datos y direcciones, todo ello mientras sus ojos extraviaban y recuperaban las entradas en el listado que estaba consultando.

Contaba con recordar el nombre del cementerio donde habían enterrado a papá si lo oía nombrar, pero cuando el anciano terminó, no hubo nada que me estimulara la memoria. Lo único que había conseguido, y no estaba segura de para qué iba a servirme, era saber cómo llegar al cementerio de la Iglesia del Fin de los Días, donde se suponía que Mamadee había sido enterrada. Tampoco estaba muy segura de querer ir a ese lugar.

—Te habrás dado cuenta de que ese carcamal ha tosido un pulmón entero con la llamada —le dije a Grady—. Volvamos a llamarlo y veamos si podemos hacerle escupir el otro.

Al menos, no me pareció que Grady se estuviera aburriendo. Echó un vistazo a las direcciones que había anotado.

—¿Te suena de algo todo esto?

Sacudí la cabeza.

—No he estado nunca allí, al menos que yo sepa.

Tuvimos que preguntarle a un ayudante del alguacil, pero al final lo encontramos.

Mamadee había caído muy bajo, eso seguro. El cementerio de la Iglesia del Fin de los Días Upon Us me recordó al lugar donde enterramos a papá; estaba más descuidado, si cabe. Algún tipo de mineral pestañeaba en el suelo polvoriento, entre los dientes de león y algunos matojos secos, que era lo único verde que al parecer podía crecer en ese lugar. En la mayoría de los cementerios existe una disposición, un orden. No existía tal cosa en el cementerio del Fin de los Días. Era un centón, los rectángulos de las tumbas desordenados, dispersos como un rompecabezas y superpuestos. Constituía un raro contraste con la arboleda de los altos pinos que había tras el cementerio, ya que estos árboles, los cuales se hacían un hueco acidulando el terreno con sus mortíferas raíces, estaban perfectamente dispuestos, como tachuelas en una ferretería.

Grady y yo paseamos por el caótico cementerio durante unos cuarenta minutos antes de dar con la tumba. La lápida ni siquiera era de mármol. Era de cemento, estaba torcida en el suelo y ya se estaba resquebrajando.

DEIRDRE DEXTER CAROLL

1899—1958

Grady torció el gesto y se estremeció.

—Brrr. Qué frío. ¿Ni siquiera le pusieron un verso de la Biblia o un RIP?

—Carroll tiene dos erres —dije—. Me extraña que no haya salido de la tumba para arreglarlo.

—Pues ahora no vayas tú a darle ideas a su difunta cabeza. —Grady no bromeaba—. No veo en qué iba a ayudarte eso para dar con tu hermano Ford.

—Tampoco yo. Vamonos de aquí. Quiero ir a Banks.

—¿A Banks?

—Banks, Alabama. Está de camino a Pensacola.

—¿Qué hay en Banks? Me contaste que la casa de tu bisabuela se quemó hace años.

—Quizá haya un cementerio.

Grady volvió al sedán, se sentó al volante y desplegó el viejo mapa de carreteras que le había prestado un conocido en una gasolinera de Isla Santa Rosa.

Yo me acuclillé apresuradamente, me humedecí la punta del dedo y toqué la tierra y el polvo que cubrían la tumba de Mamadee. Luego me llevé el dedo a los labios. Me supo a sal.

—Banks. —Grady añadió—: Bingo. Ahí está. Aunque yo no diría que esté justo de camino.

—Sólo está a un par de horas de Pensacola.

Eso sí era cierto, por supuesto.

—Allí no hay nada, Calley. La vía del tren y un par de calles. Probablemente no haya ni cementerio, ya que todos lo que vivieron allí han muerto. Probablemente, todos los que pasen la noche allí caigan fulminados, debido a que no hay absolutamente nada en Banks, Alabama; ni siquiera hay aire que respirar.

Tenía parte de razón. Encontrar una casa que se había incendiado hacia una más de una década era probablemente absurdo, por no mencionar la tumba de mi bisabuela por parte materna, con la esperanza de poder averiguar algo de ella.

—Tienes razón —admití—. Volvamos a casa.

—Lo siento, Calley —dijo después de reír entre dientes—. Me gustaría haber encontrado a tu hermano.