Al cabo de unos días, justo antes del amanecer, desenrosqué el cuello del aplique de la bombilla que había en mi armario y tanteé a ciegas en busca de la cajita.
Mis dedos me informaron de la presencia del polvo, la pelusa y la arenilla, y de pronto… Fue un instante, el brazo se me quedó tieso y fue como si un sinfín de agujas me exploraran en los ojos. La electricidad me alcanzó con la fuerza suficiente para empujarme contra el rincón opuesto del armario, y en el proceso mi mano perdió el contacto que había establecido con el cable de la corriente.
Estuve aturdida unos instantes. Sentía que la cabeza me iba a explotar. Mi primera reacción coherente fue el miedo de que los pinchazos que había sentido los hubiera causado un cristal. Pero podía ver. Me las apañé para levantar la mano izquierda y frotarme la cara. Suciedad, polvo y arenilla. Encima de mí alcancé a oír un crepitar similar al del fuego lento, pero bajo, muy bajo, como si un ratón estuviera mordisqueando algo.
Me dolían todas las articulaciones del brazo derecho; lo tenía cruzado en el torso. No podía levantarlo. Sentía los músculos caídos como polvo. Me había orinado encima. El armario no sólo estaba a oscuras porque se hubiera quemado el aplique de la luz; sino que había humo dentro. Tosí.
Salí con cierta dificultad tan rápidamente como pude. En aquel momento predominaba en mí el enfado ante aquella muestra de estupidez; si no bastaba con lo sucedido para demostrar que no había nadie en la faz de la tierra tan idiota como Calley Dakin, no sabía qué lo haría. Una nube de humo colgaba bajo el techo de la habitación. Tenía la ventana abierta; puse en marcha el ventilador para que circulase el humo y se airease un poco el cuarto.
Tomé la linterna del cajón inferior y entré con torpeza en el armario. Me alivió enormemente ver que no había prendido nada. Ya no oía el fuego; por lo visto, se había extinguido.
Aspiré con fuerza. Encantador. Un bouquet de aromático orín, ceniza y olor a ozono impregnaba el aire. El haz de la linterna me iluminó un cable eléctrico y la parte superior del aplique de la bombilla. El punto donde el cable se unía al aplique estaba pelado. Supe de inmediato que había tocado un cable pelado, y la linterna me mostró dónde estaba lo que andaba buscando. La cajita de hojalata estaba abierta, y en su interior había una montaña de ceniza y billetes quemados.
Tanto esfuerzo acumulando un tesoro para nada. Me tumbé en la cama, me puse una almohada en la cara y me reí hasta que el estómago me dolió y pensé que iba a ahogarme.
Tenía que limpiar todo aquel desastre. Guardaba un suministro de bolsitas de papel encerado para sándwich, por medio de las cuales me deshacía de los tampones usados. Con un par de ellas en las manos, procurando no hacer ruido y cuidando de no tocar de nuevo el cable pelado, recogí la cajita de hojalata y las cenizas que contenía. Luego encendí de nuevo la linterna para asegurarme de no haber olvidado nada en el interior que fuese remotamente inflamable. La luz iluminó la esquina oscura de algo. Me serví de la propia linterna a modo de garfio para acercarme el objeto. Era un libro.
Antes incluso de enfocarlo con la linterna, reconocí el formato y las dimensiones habituales de una guía de pájaros. Me invadió un pensamiento extraño: «No lo veo. No está ahí». Pero estaba, ya lo creo que sí. Ahí. Con tanta cautela como si estuviera electrificado, lo toqué con el dedo índice.
«Sólo es una guía de pájaros. Olvídala.»
Una sustancia blanda tapizaba el libro, y había algo dorado pegado a los cortes. Se trataba del arnés para pájaro y el guardapelo en forma de huevo.
Me acerqué el libro con una mano y recogí las tiras de seda y el guardapelo con la otra.
El libro me encajaba perfectamente en la mano. Parecía esa clase de libros diseñados para adecuarse a la mano. Sentía que la emoción iba creciendo en mí; era incapaz de explicarla o resistirme a ella. Una sacudida, una explosión. Era como me sentía cuando escuché por primera vez a Haydn, o a Little Richard.
Entonces me acordé. Yo misma había dejado allí el libro cuando me trasladé al cuarto. «No lo necesitaba. Tenía guías más actualizadas. Mamá, alguien, podría haber caído en la cuenta de que era robado, de que el nombre de mi tío Robert Júnior figuraba en la guarda», pensé.
Sin embargo, no había escondido los otros libros que me había llevado de Ramparts y, de hecho, mamá nunca se había molestado en hojearlos. Todos mis libros tenían el nombre de alguien escrito en la guarda.
Escucha al libro.
De pronto, sentí como si mi corazón se encontrara en el extremo de una de esas cadenas que rematan un tirador blanco. Algo tiró de la cadena, y fue como si mi interior se encendiese de pronto como una bombilla. Me dolió la punta de un dedo como si me lo hubiera quemado. Era el dedo en el que tenía la cicatriz.
Y sueños que eran como recuerdos se me abrieron como un libro en la mente.
«Hace mucho tiempo, me habló el fantasma de mi bisabuela Cosima; me preparó para conocer a un fantasma llamado Tallulah Jordán, que desapareció antes de que nadie pudiera verla. Y Tallulah Jordán me había dicho que escuchase al libro. La quemadura de la punta del dedo había revelado que aquél era el libro, mi primera guía de pájaros, objeto que le había robado a mi difunto tío.»
El guardapelo en forma de huevo que reposaba en la palma de mi mano tenía mi nombre en su interior, frente al retrato de una mujer que yo creía que era mi bisabuela. Ella había fallecido antes de mi nacimiento. ¿Por qué había escrito mi nombre dentro de aquel guardapelo?
La casa apenas había despegado los ojos. El Benz deportivo de la señora Mank se hallaba aparcado junto al Lincoln de la señora Verlow frente a la puerta trasera de la cocina. La estaban esperando; yo misma había ayudado a Cleonie y Roger a prepararle la suite, y luego la había oído llegar poco después de irme a la cama. Salí de la casa descalza, con las perneras del peto remangadas hasta las rodillas, Llevaba el gorro en el bolsillo del peto. Necesitaba luz, sol, e incluso la tímida luz del alba me pareció refrescante. Tal como había hecho habitualmente desde que era una niña, corrí descalza por la orilla, al norte, lejos de Merrymeeting.
Los pájaros hacían sus cosas, y también las criaturas que moraban en la arena, húmeda o seca, así como las que preferían la vegetación que crecía a la sombra de la primera duna. Los ratones de playa cavaban para protegerse del sol. No se veía un ser humano en aquel mar de arena blanca.
El golpeteo del libro en el bolsillo del peto aumentó a medida que corrí más y más, hasta que fue como si me azotara, como si yo fuera el caballo que necesitaba de unos azotes para apretar el paso en una carrera. Sin embargo, el resto de los caballos que participaban me resultaban invisibles, y además era incapaz de distinguir la línea de meta. Reduje el paso y finalmente acabé andando, alejándome de la orilla rumbo a las dunas. Por lo visto, la línea de meta era mi refugio de hierba alta, y ahí estaba.
No había dejado de jadear debido a la carrera cuando saqué el libro del bolsillo; me senté en un rincón que a esas alturas ya había hecho mío. La hierba alta parecía apartarse cuando Grady me hacía compañía, pero cuando estaba sola era como si me envolviera para hacerme sentir bienvenida.
La guía de pájaros me resultaba familiar al tacto. Era grueso para tratarse de un libro de ese tamaño, el papel era muy fino y la letra diminuta. La mayor parte del polvo había desaparecido al meterlo en el bolsillo, pero la cubierta seguía un poco polvorienta. Me limpié el libro en el muslo, la contracubierta y la cubierta, y luego también froté el lomo.
Al ver el lomo, se me emborronó la vista como si se me hubiera metido una mota de polvo en el ojo. Pestañee rápidamente para aclarármelo, y en seguida me lagrimeó. Las lágrimas me humedecieron las pestañas antes de desaparecer.
En el lomo del libro, donde debía leerse…
Guía de campo de la Sociedad Nacional Audubon de las aves de las Tierras Orientales
… Figuraban las palabras:
Estrambósea pajarería del respondón nulograznar
De nuevo, intenté despejarme la vista pestañeando rápidamente, pero seguí leyendo lo mismo. Era tan absurdo que me eché a reír. No recordaba haberlo cambiado, y no se me ocurría cómo podía hacerse tal cosa. Hice el esfuerzo de apartarme el lomo de la palma de la mano izquierda y mirar la cubierta vacía. A continuación, hojeé el libro y contemplé de nuevo el lomo, como si quisiera sorprenderlo en el instante en que se transformaba de nuevo en lo que debería ser. Seguía rezando:
Estrambósea pajarería del respondón nulograznar
Lo volví página a página: la primera página estaba en blanco, la segunda estaba en blanco, la guarda, y en lugar de encontrar el nombre de Bobby Carroll, la inscripción rezaba:
Hope Carroll
Y el título en la portada también rezaba:
Estrambósea pajarería del respondón nulograznar
Cuando son nuevas, las guías tienen una encuadernación tan firme que no hay manera de que se abran solas, pero la encuadernación de aquel libro, y el tiempo que había pasado en el polvoriento rincón situado sobre el armario, la había aflojado. Al dejarlo en mi regazo se abrió por una página repleta de ilustraciones. Había una caricatura de un colimbo que no me quitaba la vista de encima y que tenía una mirada bobalicona, aunque no sólo era bobalicona la mirada, sino el modo en que estaba coloreado, ya que, en lugar del blanco y negro correspondiente al macho, lucía una cresta roja (no es que los colimbos tengan cresta, aunque sí la tienen los carpinteros). Al igual que muchas aves, el colimbo tiene los ojos rojos. El carpintero estaba colgado de un árbol dibujado. Al pie de la ilustración figuraba el nombre del pájaro:
¡Carpintero real Bill Marfil!
Carpinterus casiextinctus
El carpintero me guiñó un ojo, picoteó un par de veces el tronco del árbol y luego lanzó un graznido que sonó así
¡Ja ja, ja ja ja! ¡Ja ja, ja ja ja!
Solté el libro como si de pronto se hubiera envuelto en llamas. El graznido del carpintero concluyó de pronto con un graznido ofendido. Los sonidos se parecían muchos a los del Pájaro Loco, el pájaro carpintero de los dibujos animados, aunque eran más ásperos y más lúgubres.
Escucha al libro.
No sin cierta cautela, recogí el libro y dejé que se abriera.
El dibujo de un kakarikis miraba de frente al lector. El ilustrador había convertido las plumas amarillas de la corona del kakarikis en un pañuelo envuelto alrededor de la cabeza, y le había puesto un parche de pirata en un ojo. Las plumas verdosas de las patas se hinchaban para simular los anchos pantalones pirata, atados mediante una cuerda alrededor de la cintura. Al pie figuraba el nombre
Papaya Kakariki
Conuropsis inhallabilus
El loro cacareó
¡Kii—ho! ¡Kik—kik—kii!
Cerré el libro con fuerza y lo aplasté entre las palmas de las manos. Tal como había sucedido con el carpintero, el cacareo concluyó con un graznido agraviado, en un tono mucho más alto.
Estaba escuchando al libro, pero era tan absurdo que apenas podía pararme a pensar en lo que estaba oyendo.
Lo abrí una tercera vez. En esa ocasión, apareció el dibujo de una paloma, vestida con un andrajoso chaqué con faldón y un hatillo de mendigo bajo el ala. El nombre que le atribuían era
Néstor Pichón
Ectopistes idobyebye
No fue un canto, sino que se agitó y sacudió inquieto.
¿Dóndedóndedóndedónde?
Le saqué la lengua a la caricatura del pichón. Se mordió el pico (un pájaro dibujado es capaz de hacer tal cosa) y me hizo un feo con la lengua.
Cerré el libro y volví a abrirlo rápidamente, como si me hubiera propuesto sorprender el cambio de contenido.
El dibujo que me devolvió la mirada correspondía a una guacamaya bandera, también llamada lapa roja. Llevaba los restos de un arnés.
Calley la Lapa Roja
Ara macao calliope
Cosima, dijo ronca. Cosima, Calley quiere una galleta. Calley quiere una galleta.
La voz de aquel pájaro, pensé, correspondía a la voz de un ave de verdad. Cerré suavemente el libro, como si estuviera cubriendo la jaula con una tela.
El libro encajaba en la sudorosa palma de mi frustrada mano. Si tenía algo más que decirme, no estaba del todo segura de querer escucharlo. Después de sopesar la situación un rato, volví a abrirlo.
Yo era el objeto del dibujo de aquella página. Me habían exagerado las orejas hasta convertirlas en un par de alas.
Calliope Carroll Dakin
Calliope clairaudientius
Calliope (Kalliope) es una palabra griega; clairaudientius es una voz medio francesa medio latina. No me costaba comprenderla. Había tomado clases de latín (tanto por su uso en la taxonomía, como por la base que te proporcionaba a la hora de aprender todas las lenguas romances), así como de lengua inglesa, y tenía intención de aprender griego en cuanto pudiera acceder a esos conocimientos. Sin embargo, no necesitaba de una etiqueta grecofrancolatina para identificarme ni a mí ni a mi naturaleza.
Aguardé. El ave separó el pico y ahí surgieron, susurradas con la voz de mi padre, las palabras:
Eres mi rayo de sol
Me eché a llorar y sollocé.
Cerré de nuevo el libro, puse el pulgar en el lomo y sostuve la contracubierta con la mano izquierda, para luego abanicarme pasando las páginas ante mi rostro. Esperaba el leve aliento de las páginas en mi cara. En lugar de ello, oí un acorde de órgano.
Y procedente del libro cerrado, con las voces de los pájaros que estaban dibujados en sus páginas, me llegó el canto fúnebre:
Tras la dulce espera,
nos reuniremos en esa maravillosa playa;
tras la dulce espera,
nos reuniremos en esa maravillosa playa.
Cantaremos en esa maravillosa playa
las melódicas canciones de los bienaventurados,
y nuestros espíritus ya no se afligirán,
ni un suspiro habrá por la bendición del reposo.
A la oscuridad de la luna
nos levantaremos en esa maravillosa playa
de las cenizas y ruinas
sobre enormes alas remontaremos el vuelo.
¡Squawwwwk!
Así terminó la interpretación, o la audición.
Todo era tan absolutamente absurdo que tuve que hacer un esfuerzo para no levantarme y arrojar el libro a las aguas del golfo.
No obstante, tenía las piezas del rompecabezas en la cabeza y no podía evitar combinarlas mentalmente.
Hope Carroll era el nombre de una de las hermanas de mamá, mis tías, las que Mamadee había confiado a mi bisabuela. Sabía tanto de ella como de su hermana Faith. Vamos, que no sabía nada.
¿Qué se suponía que debía extraer de todo aquel sinsentido? Las caricaturas de las aves eran las de un carpintero real, un kakarikis carolino y una paloma migratoria, especies cuya extinción era segura o estaba próxima. Los versos alterados del canto desalentaban al principio, aunque luego aludían a la resurrección o al renacimiento. El fénix, que se alzaba de sus propias cenizas. ¿Cuál me había dicho exactamente qué? Nada que mi pobre cerebrito de ave pudiera ordenar. ¿Qué yo era uno de los últimos ejemplares de la especie? Las lapas rojas no estaban próximas a la extinción. Tampoco eran aves propias de Norteamérica.
No entendía absolutamente nada, así que metí el libro en el bolsillo del peto y rocé con las yemas de los dedos el guardapelo en forma de huevo que había en el fondo.
Calley la Lapa Roja
Ara macao calliope
La lapa roja se llamaba Calliope, abreviado como Calley. Así se llamaba el pajarillo de mi bisabuela. Mamá me había puesto el nombre de la mascota de su abuela.
En ese momento podría haberme echado a reír, de no haberme estado frotando los ojos empañados en lágrimas.
Al menos Cosima había amado a su Calliope, o no le hubiera puesto el guardapelo al arnés de Calliope.
Al asomar de la hierba alta, una mancha oscura en la distancia se convirtió poco a poco en la silueta de un ser humano. Descendí la pared de la duna hasta la playa. Tras dar unos pasos, mis sospechas se vieron confirmadas: la señora Mank paseaba por la orilla en dirección sur. A pesar de lo extensa que era la playa, éramos las únicas dos personas que había en ella, así que no veía cómo iba a poder evitarla.
Al cabo de unos años de no saber exactamente qué sentía, comprendí entonces que no me gustaba la señora Mank, aunque quería la educación que ella podía proporcionarme y no sabía cómo obtenerla por mi cuenta.
La señora Mank vestía de manera informal, tanto que nunca la había visto vestir así, ni volvería a hacerlo hasta el momento de su muerte. Calzaba sandalias, pantalón pirata y una blusa corta. En un claro y contradictorio desafío a su propósito principal, el bajo de los pantalones pirata tenía un dobladillo enorme. Toda la ropa de la señora Mank era de sastre, estaba hecha a medida y se notaba. No supe decir qué animal nonato había sido sacrificado para emplear su piel en las sandalias, pero era probable que se tratase del último ejemplar de su especie. Llevaba gafas de sol, pero no se tocaba con un sombrero y el sol naciente le realzaba el cabello, que no era ni más ni menos plateado de lo que había sido siempre.
Cuando me alcanzó, me puso la mano directamente en el antebrazo derecho, que seguía más o menos dormido después de la descarga eléctrica. El sol, bajo en el horizonte y a su espalda, le dibujó en torno una especie de halo, lo bastante brillante para obligarme a entornar los ojos.
—Demos un paseo, Calley.
Yo tenía las piernas más largas que ella, y era unos centímetros más alta, así que tuve que acompasar el paso para mantenerme a su altura.
—Dentro de poco medirás metro ochenta —dijo como si yo fuera un ficus de exhibición. Me miró con ambas cejas enarcadas y añadió—: Si sigues aquí mucho tiempo, me temo que crecerás demasiado para esta maceta.
—Eso es una metáfora.
—Veo que has aprendido algo en la escuela.
—Eso espero, señora.
—¿Qué es eso que te abulta tanto en el bolsillo? ¿Un libro?
—Una guía de pájaros.
—¿Cuál? Déjame verla.
Se la ofrecí, algo a regañadientes.
En el lomo podía leerse:
Guía de campo
de la Sociedad Nacional Audubon
de las aves de las Tierras Orientales
—Es muy antigua —comentó—. ¿No tienes una edición más reciente?
—Sí, señora. Pero si ésta se moja o se llena de arena no importa.
Había en su rostro una nota de escepticismo. Mangoneó la cubierta con las uñas cuidadas, pero el libro se resistió. La señora Mank enarcó ambas cejas sorprendida.
—Se ha mojado tantas veces, que las páginas están pegadas —dije, intentando no delatar el pavor que me provocaba pensar en la posibilidad de que pudiera abrir el libro o arrojarlo a las aguas del golfo.
—Pegadas como con cola, diría yo. —Me pareció percibir un atisbo de ansiedad en el tono de la señora Mank—. No veo cómo te las apañas para separar una página de otra sin romper ambas.
Saqué el cuchillo de las ostras y ella me dio a entender con un ruido que podía guardarlo de nuevo. Me devolvió el libro y lo guardé en seguida en el bolsillo.
—Merry Verlow te ha informado del colegio mayor al que irás y de que vivirás conmigo —dijo, recuperando el hilo de sus anteriores comentarios—. Sé que te gustaría terminar aquí el instituto, pero eso es imposible. Para tener éxito en un colegio mayor del calibre del que estamos hablando, tienes que pasar un año en una escuela preparatoria de primer orden.
Al pensar que iba a abandonar Merrymeeting e Isla Santa Rosa me puse a temblar de puro pánico. No estaba tan preparada como creía.
La señora Mank me apretó el antebrazo para infundirme firmeza.
—Es el momento adecuado, Calley. Tu madre se ha prometido con el coronel Beddoes. Va a emprender una nueva vida. No querrás que viva sola el resto de sus días.
—Claro que no. No es mamá lo que me hace titubear, señora Mank. Me estaba preparando para irme, pero no pensaba que sería tan pronto.
No dijo nada durante el resto del tiempo que pasamos juntas paseando. A mí los pensamientos me discurrían a toda velocidad, y pasaba de la emoción al pánico en un abrir y cerrar de ojos. Todo mi cuerpo temblaba y tenía la piel de gallina.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Dentro de poco —respondió—. Dentro de poco.
Nos encontrábamos a la vista de Merrymeeting.
—No hay nada como la brisa marina para que a una le entre el apetito —comentó la señora Mank—. Tengo un hambre voraz y ansío hincarle el diente a las salchichas que Perdita preparará para el desayuno. No le digas nada a Roberta Dakin cuando vuelva, Calliope. Déjala disfrutar de sus planes de boda sin mayores preocupaciones.
Nos separamos en el vestíbulo. La señora Mank se dirigió al comedor, y yo a la cocina.
Pensé que no se lo contaría a mamá. No se lo contaría a nadie, ni siquiera a Grady. Y no me refería solamente a mi partida.