Llegó un momento en que tuve la impresión de que las clases no terminarían nunca, ni mamá se marcharía lo bastante pronto.
Ya no llevaba el anillo de boda que papá le puso en el dedo, sino un llamativo anillo de diamantes que lucía en la mesa y en uno u otro de los salones, cuando no en el porche, como si todos los huéspedes fuesen fracasados galanes o ex maridos a los que recordarles su condición. Por si tal cosa no fuera lo bastante nauseabunda, siempre que Tom Beddoes hacía acto de presencia, lo cogía del brazo como si temiera que pudiera escapársele. Ambos cuchicheaban y se arrullaban en público.
Entre tanto, me había subido a la habitación el volumen correspondiente al atlas de la enciclopedia, que guardaba bajo la cama por si necesitaba consultar el mapa de Alabama para cuando tomaba notas, formulaba dudas y tramaba toda suerte de planes en mi libreta lunar.
Aprovechaba la menor ocasión en que me quedaba a solas con un teléfono. Al cabo de un tiempo, la señora Verlow repararía en las conferencias que figurarían en la factura, pero me había propuesto sobrellevar la bronca con entereza y ofrecerme a devolverle el dinero.
Como castigo a aquel hurto sin importancia, todos los esfuerzos que hice de establecer un contacto rápido con cualquiera de mis tíos que pudiese conocer el paradero de Ford fueron del todo infructuosos, pues ninguno de ellos figuraba en los listines telefónicos de Birmingham, Montgomery o Mobile, ni en los correspondientes a los condados donde se ubicaban dichas poblaciones. En éstas, los concesionarios de la Ford, que ya no se conocían por el nombre de Agencia Ford—Lincoln—Mercury de Joe Cane Dakin, no tenían a nadie en nómina apellidado Dakin, y nadie capaz de comprobar los archivos que pudieran haber existido desde que se efectuó el traspaso de los concesionarios, aunque alguien se ofreció a ponerse en contacto conmigo cuando tuvieran ocasión de hacerlo.
No figuraba nadie en Montgomery o Tallassee registrada bajo el nombre de Adele Starret o Fennie Verlow. Ni la consulta ni la residencia del doctor Evarts aparecían en el listín de Tallassee, y tampoco el número de la oficina del señor Weems, tan sólo el de su residencia. Supuse que el doctor Evarts habría quitado el número de la consulta que tenía en casa, porque quizá había abierto una nueva junto a otros médicos, pero la señorita que me atendió fue incapaz de decirme si ése era el caso. Respecto al abogado Weems, que ya era viejo la última vez que lo vi, probablemente se habría retirado.
Terminaron las clases y, unos días más tarde, el coronel Beddoes llevó a mamá al aeropuerto. Cinco minutos después de ver desaparecer la parte posterior del MG en la carretera, me encerré en el cuarto de mamá y repasé hasta el último centímetro del lugar, así como todos los escondrijos que tenía. Hacía tiempo que no me había molestado en hacer un registro completo de sus cosas. Pensé que lo conocía todo muy bien, que sería aburrido.
La única agenda de direcciones que encontré, en el fondo de un cajón, se la había regalado yo en la Navidad de 1962: seguía en blanco, todas y cada una de las páginas; ni siquiera había escrito su nombre en la cubierta. En el orinal que había bajo la mesilla de noche amontonaba toda la documentación relacionada con la impugnación del testamento de Mamadee de la que se encargaba Adele Starret, incluida una copia del propio documento. A medida que leí esos papeles, comprendí que su verdadero propósito había sido el de engañar a la tonta de mi madre hasta hacerle creer que el proceso estaba en marcha. Emocionada, tomé nota de la dirección que figuraba en el remite y el número de teléfono de la oficina. Cuando leí el testamento, el hecho de que Mamadee se hiciera llamar Deirdre Carroll se me antojó raro, y me sorprendió que de pequeña se me hubiera pasado por alto ese detalle. Su apellido de soltera no era Carroll. Debió incluir al menos el apellido de soltera entre el nombre de pila y el apellido de su difunto marido. A menos que fuese una Carroll con un parentesco lo bastante lejano para evitar el incesto. O no. Puede que el incesto no afectase a los Carroll, como a los faraones egipcios. Seguí registrándolo todo y encontré el certificado de matrimonio de papá y mamá, así como mi certificado de nacimiento. No encontré el de Ford. ¿Lo habría destruido mamá en un arranque de ira o frustración? Probablemente se hallaba junto a la documentación relativa a la custodia legal.
No había nada más relacionado con papá: no había certificado de defunción, ni copias de la necrológica, ni documentación personal ni cartas de amor. Y tampoco había ninguna otra prueba que hiciese referencia a la existencia de algún otro miembro de la familia Dakin.
Mamá se había llevado de Ramparts únicamente dos fotografías: una foto que le sacaron a Ford en el colegio a la edad de once años, y otra de sí misma, sentada en un pasamanos, vestida con pantalón corto. No había fotos de la boda, ni fotos de bebés, ni fotografías familiares.
Con la satisfacción de saber que no había nada más que rascar en la habitación de mamá, lo limpié todo, aunque no puse el menor empeño en dejar las cosas en el mismo sitio, como si nadie las hubiera tocado. Mamá creería que Cleonie había limpiado. Si veía algo fuera de su sitio, le echaría la culpa a Cleonie. Los remordimientos que sentí porque Cleonie pudiera cargar con la culpa, los compensó mi convicción de que, teniendo en cuenta el caos en que vivía mamá, lo más probable era que no se diera cuenta de nada.
Además, Cleonie era perfectamente capaz de defenderse. Mamá había culpado casi a diario a Cleonie por cualquier motivo desde que llegamos a Merrymeeting. Cleonie se enfrentaba a mamá sin titubear, mirándola a los ojos con una calma imperturbable, hasta que la acusación del día se volvía insostenible. La mayor venganza que Cleonie se había tomado jamás, y que yo pudiera identificar, consistía en ponerme la mejor porción de todo cuanto servía y en tratarme mejor de lo que me trataba mi madre.
Roger me contó que su madre consideraba a la mía como el ejemplar de una raza aparte, y a los insultos y las idioteces de mamá como las mezquindades propias de los de su clase. Un gato arañaba una silla de mimbre. Aparte de echarle un chorro de agua para apartarlo de la silla, poco podía hacerse, sino aceptar la naturaleza traviesa del minino. Mamá y los gatos pertenecían a una de esas vías misteriosas por las cuales manifestaba su obra el dios cristiano de la Iglesia metodista episcopaliana africana de Cleonie. Me complació pensar que Cleonie no permitía que mamá fuera en su vida más que una irritación pasajera y sin importancia.
Una tarde, la señora Verlow fue al dentista en Pensacola a hacerse un empaste. Tomé la llave del desván de su oficina.
Seguía empeñada en encontrar una antigua agenda de direcciones, una Biblia familiar, un álbum de fotografías, una cajita de cartón llena de documentos personales. El cartel enmarcado. Mientras andaba a tientas entre pilas y pilas de objetos, muchos de los cuales estaban envueltos, empecé a pensar en lo improbable que era que encontrase algo que mamá se hubiese llevado consigo de Ramparts.
Algo revoloteó. Me detuve brevemente y el revoloteo se repitió, salido de la oscuridad, una untosa y alada oscuridad que se fundió con un cuervo, posado en un objeto cercano. Me quedé inmóvil, tanto para evitar asustarlo como por mi habitual precaución ante situaciones nuevas.
El cuervo permaneció allí posado, pestañeando. Nos observamos mutuamente unos instantes, y luego empezó a arreglarse las plumas con el pico, buscando lo que fuera que le producía picores.
De pronto, el cuervo se alzó en el aire lanzando un uhhhk bien alto. Rozó una de las bombillas al pasar por su lado, y durante unos segundos, la luz tembló confundida, mostrando una cosa y luego otra. Alcancé a ver una colección de paragüeros: los mangos y las empuñaduras asomaban de ellos como si alguien hubiera embutido a una docena de flamencos, garzas e ibis boca abajo en los paragüeros.
En otra dirección, la luz iluminó las cuentas y pendientes polvorientos de una araña de luces, ladeada, colgada de una viga sobre la recia armazón de un piano de cola. La sábana que lo cubría le proporcionaba de algún modo la apariencia de un fantasma. Encima del piano había una serie de velas, candelabros y palmatorias, algunos de los cuales mostraban los restos de velas fundidos no sólo por la acción del fuego, sino por el calor que reinaba en el desván.
Al iluminar la bombilla otro rincón, vi una confusa reunión de esferas de reloj. Todos estaban parados, eso lo supe por el silencio que había, a pesar de que me agaché, y el suelo me crujió bajo los pies, para evitar que la bombilla pudiera darme en la cara, o pudiera iluminarme a mí a ojos de cualquiera.
La luz se volvió más uniforme, a pesar de lo escasa que era y de lo sucia que estaba la bombilla. Extendí la mano para aferrarme a algo con tal de poder levantarme, y entonces toqué unos remaches metálicos. Me sobresalté, perdí el equilibrio y caí de espaldas en los secos tablones astillados del suelo del desván.
Lo que había tocado era un baúl de metal. A medida que se me acostumbró la vista a la penumbra, reparé en que era de color verdinegro. Se me cerró la garganta de puro pánico. Me moví hacia atrás como un cangrejo, las manos y los talones en el suelo, el trasero levantado lo justo para evitar tocar el suelo. De la oscuridad surgió un ¡uuuhhk! burlón.
Habría lanzado un grito de no haber tenido tan seca la garganta, pero era como si no tuviera saliva.
Me puse en cuclillas. Me rodeé el cuerpo con los brazos y contemplé de hito en hito el baúl. El cierre deslucido asomaba a través de la lengua del pestillo, aunque no había candado. Me sentí como hipnotizada por aquella pieza de metal colgante atravesada por el cierre; parecía la viva imagen de la tortura, de una tortura inhumana. También me sobrevino un ligero mareo: tortura. Tortura homicida. No inhumana; parecía una bobada pensar siquiera que pudiese existir una tortura humana. Los gritos serían de risa. Inhumana. El gato que acecha a un pájaro, el niño agachado que le mete un petardo por el trasero a una rana.
Se oyó otro uhhk y el aleteo me despertó del trance. No alcanzaba a distinguir al cuervo en la oscuridad, pero sabía que estaba allí, sus ojos clavados en mí, burlones. No se me permitiría abandonar el desván hasta que hubiese abierto el baúl.
Me acerqué a cuatro patas lenta y trabajosamente, pero quise sentir el suelo para distraer parte del temor, del terror que me causaba aquello que me había propuesto hacer. Creo que llegué demasiado rápido al baúl. Toqué a cámara lenta el cierre suelto, la lengua que colgaba. Estaba fresco… No, estaba frío al tacto, bajo los aleros de ese horno que era aquel desván en Florida a la altura del mes de mayo. Yo estaba arrodillada junto a él. Las bisagras gimieron al levantar la tapa, y la aversión que sentía se me hizo un nudo en la boca del estómago. La tapa se levantó, escra—ckety escrack.
No había más que vacío en el interior del baúl, pero no tenía fondo. Puede que en lugar de tratarse de un baúl fuera una especie de escotilla a otro lugar. Me pareció que había manchas en las paredes del interior, y que éstas desprendían un antiguo olor a carne podrida. El primer ataúd de papá, el que dejamos en el hotel Osceola, en Elba, Alabama, estaba ahora aquí, y lo había estado todos los años que llevábamos viviendo bajo ese techo, bajo ese desván. Había estado allí encima de nosotras, esperando a que yo lo encontrara.
Deslicé con cuidado los dedos por el borde superior, y luego sobre el parte abierta del baúl. Los bajé lentamente, moviéndolos de un lado a otro, tanteando el vacío del baúl. Aquel vacío era inmensamente gélido. Los dedos parecieron oscurecerse y luego desaparecer en la oscuridad glacial que reinaba en el interior del baúl. Intenté sacar la mano, pero no me respondió. De nuevo el pánico se me acumuló en la garganta y el corazón emprendió un violento galope, aunque mientras tiraba inútilmente de la mano volví a sentirla, volví a sentir que me respondía.
Perdí de nuevo el equilibrio, caí de culo otra vez, y mi mano derecha fue lo último que tocó el suelo. Por un instante tuve la impresión de que me había dislocado el brazo, pero en seguida pasó y sentí que cerraba la mano alrededor de algo desagradable que había logrado arrancar del baúl. La tapa cayó como una boca llena de dientes que acabase de dar un mordisco tremendo.
Tumbada en los tablones, levanté la vista para ver qué era lo que acababa de sacar del baúl. Tenía el tamaño de una muñeca, no de las pequeñas como mi Betsy Caen McCall, sino tamaño muñeca normal, lo bastante grande para abrazarla y mecerla cuando se es una niña. Ida Mae, la muñeca que nunca había tenido. Estaba medio envuelta en andrajos amarillos, y tenía el rostro de cera, cera clara, amarilla, sucia que daba forma a un rostro que se antojaba desencajado, precario, como en proceso de descomposición. Alrededor del cráneo deformado había una maraña de pelo incoloro recogido en dos coletas, sobre unas protuberancias de cera como alas que muy bien podían haber correspondido a unas orejas muy grandes, antes de que se fundiese la cera. Tras las gafas de montura rosa, toscamente pegados sobre la nariz con cinta, relucían metálicos dos botones que correspondían a los ojos.
Me levanté temblando y tanteé aquella cosa con la suela de la sandalia. Estaba blanda. Rellena. Era una extraña muñeca de trapo, el cuerpo y las extremidades cosidas a retazos de algodón. Reconocí los retales, pues tuve un peto y una blusa muy parecidos. Le di una ligera patada a la muñeca, que se cayó con la cabeza inclinada hacia adelante, como si tuviera miedo. Una vez en el suelo, la cara, si es que era tal cosa, contemplaba las vigas del techo. Las gafas no se le cayeron; parecían pegadas al puente de la nariz.
Como si alguien hubiera tirado de una cuerda para soltarlos, los brazos de la muñeca se separaron del torso. Las piernas sufrieron una única sacudida, extendiéndose con cierta torpeza mientras el torso se hundía entre ambas. Cuando la muñeca de trapo se desplomó en los pedazos que la componían, también cayeron los andrajos amarillos, formando una especie de nido para las piezas. Pero lo más peculiar se encontraba entre las piernas extendidas de la muñeca de trapo: era Betsy Cane McCall. Casi desnuda, rapada la cabeza, y con aspecto de… en fin, de encontrarse más allá del punto de cocción. Su desnudez se veía recalcada por el conjunto de tiras que tenía alrededor del torso. Parecía un viejo cinto de trencilla con sus correspondientes tirantes, muy parecido al arnés del pájaro que había encontrado en el cajón de la cómoda alta aquel día con Grady y Roger, pero sin el huevo. Y lo más extraño era que estaba como plegada, la cabeza gacha, brazos y manos cruzados al pecho, las rodillas dobladas a la altura del estómago. Como el dibujo de la enciclopedia de la biblioteca pública. Como un feto.