Merry Verlow empezó a vigilar de cerca la llave del desván. Cuando yo tenía que subir a llevar o a recuperar algo, ella siempre procuraba estar presente. No me permitió disponer del tiempo necesario para buscar de nuevo el cartel enmarcado. Siempre había alguna tarea urgente que hacer a continuación. Me propuse esforzarme para recuperar su confianza, así que me hice la promesa de que lo buscaría más adelante, y que ese más adelante fuese al cabo de mucho tiempo.
El instituto al que acudí era un lugar bastante raro. Para empezar, era de construcción reciente, así que le faltaba historia y cohesión. Al menos la mitad de los estudiantes eran hijos de militares, lo que suponía que buena parte de los efectivos estudiantiles se veía sometida a un flujo constante. De los lugareños, ninguno de nosotros tenía una posición económica tan boyante, había conocido tanto mundo ni hablaba tan bien como los hijos de los militares. Nuestro principal foco de atención no solía residir en la escuela, sino en la familia, en las tareas que desempeñábamos por la mañana antes de que empezasen las primeras clases, o en las tareas que tendríamos que atender en cuanto éstas terminaran por la tarde.
Mis cursos y clases fueron distribuidas de tal modo que cada día pudiese acabar a las dos. Grady también se marchaba a las dos; antes de entrar y al salir de la escuela hacía una jornada entera como plomero.
Grady vivía con su padre; tenía al abuelo en la casa contigua, y justo detrás a sus cinco tíos. Su padre y los tíos compartían un par de embarcaciones que padecían diversos problemas, pero con las que eventualmente sacaban un dinero extra. Cada uno de ellos tenía una furgoneta que de vez en cuando se averiaba (igual que las embarcaciones), gracias a las cuales vendían modestas cantidades de pescado o marisco junto a la carretera, a gente que no los conocía o que sería incapaz de dar con su paradero si el pescado estaba en malas condiciones. Todos ellos o se habían divorciado, habían enviudado, habían sido abandonados por su pareja o habían sufrido una combinación de estas cosas.
Después del tiempo que llevaba viviendo en una casa regentada por una mujer, lo poco que sabía de cómo pensaban los hombres, de cómo reaccionaban y se comportaban, fue lo que aprendí del comportamiento de los huéspedes masculinos. Grady y su familia eran harina de otro costal. Me recordaban en cierto modo a mis casi olvidados tíos Dakin. No podía recordar que ninguno de ellos se hubiera divorciado o que hubiera enviudado, pero todos ellos bebían, se metían en líos, acababan arrestados, tenían accidentes de coche, acababan arruinados, pasaban de vez en cuando un tiempo a la sombra en la cárcel del condado, y admitían haber visto a Jesús en las reuniones de cristianos a las que acudían. El poder de sus mujeres, todas ellas desdentadas y fuertes, se había revelado tan genuino como el que ejercía Cleonie sobre Nathan Huggins, o Perdita sobre su Joe Mooney.
Un sábado por la noche, en el verano que separó a los cursos segundo y tercero del instituto, a Grady y a mí se nos subieron las seis Straight Eight que bebimos. La playa era el lugar perfecto para reír, gritar y cacarear. De las bromas, los jueguecitos y de cogernos de la mano pasamos a meternos mano y, a partir de ahí, la cosa fue cuesta abajo. Fuimos, por supuesto, torpes e ignorantes, y la primera vez salió fatal, pero nuestra lujuria compensó las carencias, como suele suceder, y lo superamos.
Fuimos mutuamente comprensivos, vaya si lo fuimos: Grady debido a su exagerada timidez, y yo porque era demasiado joven para comprender que ser fea no constituía una barrera para la actividad sexual. La señora Verlow tenía razón. Nuestra amistad nos permitió la candidez de admitir que el amor verdadero no desempeñaba ningún papel en nuestra relación. Yo no era la novia de Grady, tan sólo tenía el equipamiento adecuado, y tampoco él era mi novio, tan sólo tenía el equipamiento… etc. Estábamos cachondos y sentíamos curiosidad, y con eso nos bastó a ambos.
Aquella primera vez, por ser tan críos e idiotas como éramos, nos la jugamos y, como consecuencia, sufrimos lo nuestro, lo que sin duda constituyó toda una lección, aunque no hubo complicaciones. A partir de entonces, Grady pispó condones a su padre y a sus tíos, así que no tuvimos que preocuparnos por ese detalle, exceptuando las veces en que uno se resbaló y otro se rompió, y tuvimos que ponernos a rezar de nuevo, como le sucede a cualquiera que dependa de lo que por entonces únicamente conocíamos por el nombre de preservativo.
Mamá y yo éramos incapaces de dejarnos mutuamente en paz durante más de unas pocas horas. La única razón que impidió que acabáramos matándonos la una a la otra fue el hecho de que la evité todo cuanto pude. Al principio, no cayó en la cuenta, pero cuando lo hizo se mostró arrogante y me trató aún con más desprecio. Al cabo de un tiempo, intentó hacerse la mártir. Ni una cosa ni la otra le sirvieron de nada conmigo. A esas alturas, mi corazón estaba enterrado y coronado por una lápida de mármol de Alabama.
Mamá fingía más a menudo que yo no era su hija cuando me venía el periodo, aunque cuando se interesaba por un hombre la cosa podía durar más. Después de Gus O’Hare, recuerdo que se citó con un fotógrafo de la fauna, después con un antiguo aviador de la Armada que había regresado a Pensacola a revivir sus tiempos de gloria, y luego con un ingeniero de radio llamado Ray Pinette. Aprendí algo de todos ellos, sobre todo de Ray. También me esforcé por encontrar algo que me gustase, e intenté mantenerme alejada de mi madre.
Mamá iba a las carreras de galgos, al cine, salía a cenar o a dar largos paseos en los coches de sus novios. Fumaba cuanto quería, y tomaba un montón de licores caros. Sólo era infeliz cuando no se salía con la suya, lo cual iba a sucederle con o sin novio. Tarde o temprano, la auténtica Roberta Ann Carroll Dakin asomaba para dar una real bofetada ante la menor muestra de apasionamiento y hundir el tacón de aguja en el pie del incauto de turno.
Cuando empecé el tercer curso en el instituto, se estaba trabajando bien a un posible candidato a segundo marido. Se trataba de un oficial destinado en Eglin, nada menos que un coronel. Tom Beddoes se había divorciado dos veces, debido a sus esfuerzos por mantenerse a la altura de los mínimos de infidelidad que se le suponían a un piloto de las fuerzas aéreas. Aseguró a mamá que había aprendido la lección, y que sólo quería encontrar a una mujer decente y cristiana capaz de perdonarle, una mujer con la que pasar el resto de la vida. Mamá empezó a llevar una cadena de oro alrededor del cuello.
Pero se echó atrás.
La paga del coronel Beddoes era excelente, disfrutaba de montones de ventajas y oportunidades para ascender, e incluso después de aceptar un retiro prematuro tendría ante sí un futuro indudablemente brillante en la industria militar. La palabra «coronel» era como un helado doble de chocolate y nata en boca de mamá, igual que la palabra «capitán» lo había sido para su madre. Pero… Las fuerzas armadas no eran segregacionistas, y tampoco la fuerza aérea lo era, así que había incluso oficiales de color. Si se convertía en la esposa de un oficial, se vería obligada a relacionarse con ellos.
La integración había llegado poco a poco a Pensacola, de puntillas y conteniendo el aliento, desde que Harry Truman ordenó la integración de las fuerzas armadas. Los segregacionistas se apresuraron entonces a abrir escuelas privadas para blancos, por supuesto, normalmente bajo la égida de un Jesús rubio y de ojos azules, y no sólo en el sur, sino también en las ciudades del norte. No obstante, dado que en la zona de Pensacola abundaban los militares en activo, las escuelas públicas no pudieron resistir la demanda de escuelas integradas a las que también pudieran acudir los hijos de militares.
Cuando mamá se enteró de que Roger Huggins iba a trasladarse de su escuela para negros a la mía, se mostró horrorizada. Casi tan terrible como el hecho de la integración era el hecho de que su dependencia de los servicios de Cleonie y Perdita la obligaran a morderse la lengua y no expresar abiertamente su indignación.
Se quedó sin habla cuando Nathan Huggins llegó una tarde a Merrymeeting conduciendo nuestro viejo Edsel. Había cambiado la capota y los tapacubos, y eran de colores distintos (azul y rojo) del original, pero era el mismo vehículo que nos había pertenecido en tiempos. El señor Huggins lo había visto de oferta junto a un camino de tierra en Blackwater. No lo había visto nunca, de modo que no tenía ni idea de que había pertenecido a mamá hasta que yo lancé un grito de alegría al verlo. Mamá insistió en que nunca había tenido un Edsel. La señora Verlow caminó en torno al vehículo y negó con la cabeza, como si aquello no le agradara, pero no dijo palabra.
El señor Huggins no discutió el rechazo de mamá, ni la obvia desaprobación de la señora Verlow. Recogió a Cleonie y Perdita y las llevó a casa al terminar la jornada laboral, y a partir de entonces se dedicó a llevarlas y traerlas. En resumidas cuentas, dejaron de vivir en Merrymeeting durante la semana: más cambios.
Mamá se alegró al saber que Roger no estaba precisamente contento en la escuela. Echaba de menos a su novia, una chica muy buena e inteligente que se llamaba Eleanor, quien no se trasladó con él. Su antigua escuela quedaba más cerca de su casa. Yo sólo tenía que mirar a Roger para comprender que se sentía solo y vulnerable frente a la deliberada y pétrea indiferencia de la mayoría, y de la absurda persecución a la que lo sometía un puñado de zopencos que se resistían al cambio. A pesar de las advertencias específicas de la señora Verlow de que lo mejor que podía hacer era mantenerme bien lejos de Roger, hice el intento de ofrecerle mi apoyo. Roger me lo agradeció, y me dijo que lo mejor que podía hacer por él era dejarlo en paz, para que pudiera intentar hacerse con la situación.
Al cabo de diez semanas regresó a su antiguo centro. Me enteré de que había llegado a ese acuerdo con sus padres. Rara vez me he sentido más impotente o frustrada que entonces. Llegué al punto de acusar a Grady, que era totalmente inocente de tal cosa, por fracasar en sus esfuerzos de ayudar a Roger a integrarse. Después de disculparme con él por lo mal que me había portado, Grady permaneció sentado un largo rato en la playa, a mi lado.
—Roger no tiene por qué sentirse mal por nada. Eres tú quien está haciendo que se sienta mal. Quieres que sea desgraciado por ello. Eres tú —dijo al poco rato.
Quise acusar a Grady de comportarse como aquellos zopencos, pero no pude.
Me rodeó los hombros con el brazo y me acarició con afecto el pelo greñudo.
—El predicador dice que hay un momento para cada cosa —continuó Grady—. Los problemas se solucionan, o no. La pequeña Calley no puede hacerlo todo por su cuenta.
Mamá apenas pudo contener la sensación de triunfo, aunque no había hecho nada a favor o en contra del desenlace.
—Bueno, cierra la boca, mamá —dije por primera vez en la vida.
Y ella se quedó boquiabierta.
Yo ya no tenía edad para que me levantara la mano. Además, podía devolverla los golpes.
Puesto que el final de mis estudios medios se perfilaba en el horizonte, y tenía claramente más de Dakin que de Carroll, fue aumentando en mamá la necesidad de lavarse las manos en lo que a mí respectaba.
Apenas faltaban unos meses para el vigésimo primer cumpleaños de Ford.
Mamá era incapaz de mantener la boca cerrada respecto a la fortuna que estaba a punto de caerle en gracia a su hijo, así que Tom Beddoes lo sabía todo al respecto. Eso no le hizo a mamá perder un ápice de su atractivo. Estaba lo bastante interesado para interrogarla con todo lujo de detalles, y para interesarse por el asesoramiento legal que no recibía de Adele Starret.
No me preocupaba lo más mínimo que mamá pudiera quedarse o no, y tampoco me preocupaba quedarme sola, aunque no había olvidado la advertencia de que si alguna vez abandonaba la isla, quedaría desprotegida. El hecho de que se me hubiera acabado la paciencia para soportar las constantes quejas de esa mujer, el hedor a tabaco y su presunción, no significaba que quisiera verla sufrir. Deseaba de todo corazón que se casara de nuevo y se fuera a vivir a Eglin, que no sólo estaba en la isla, sino que además contaba con guardias armados en las puertas.
Eso sin mencionar que probablemente heredaría su habitación, que era mucho mejor que el agujero que me habían cedido en una esquina. La pintaría de un color claro y la decoraría de nuevo con muebles que no pareciera que provenían de Tara. Pensaba en todo ello al mismo tiempo que era consciente de que yo tenía planeado abandonar la isla; quería ir a la universidad, por ejemplo, y quería ver mundo. Pensaba volver, por supuesto; en ningún momento dejé de considerar Merrymeeting e Isla Santa Rosa como algo distinto a mi hogar.
Una mañana de sábado encontré a Merry Verlow en la oficina, con la puerta abierta. Me senté en la única silla vacía. Ella levantó la vista y luego volvió a dirigirla al libro de cuentas.
—¿Se te ofrece algo, Calley? —preguntó en tono ausente.
—Sí, señora. Quiero ir a la universidad…
Levantó de nuevo la mirada y me interrumpió.
—Pues claro que sí. Harás el curso de estudiante no graduado en Wellesley y luego irás a Harvard a licenciarte en filosofía y letras. Te alojarás en la casa de la señora Mank, en Brookline, la cual, si consultas un mapa de Massachusetts, se encuentra en un barrio muy bien ubicado respecto a ambas instituciones. La señora Mank considera que tienes un gran potencial.
Rara vez había tenido algo que ver con la señora Mank, aparte de servirla, aunque de vez en cuando había expresado su intención de dar un paseo por la playa, justo antes de la cena, o justo después, y me pedía que la acompañara para enseñarme un poco de astronomía.
Y eso era exactamente lo que hacía. La señora Mank se sentaba en la playa, en una vieja silla de jardín; yo lo hacía a sus pies. Luego me señalaba una estrella, una constelación, un planeta, u observaba el estado de la luna. Aprendí a ubicar a Polaris con la ayuda de la Cuchara, y, desde allí, a Betelgeuse y Rigel, y a localizar a Spica siguiendo el pico del Cuervo. Aprendí lo bastante para saber ubicarme en el cielo nocturno, y también en el diurno, donde la fría luna colgaba pálida y extenuada en el cielo azul o Venus centelleaba en el fin del mundo.
Tardé un minuto en recuperar el aliento. La señora Verlow había vuelto a volcar la atención en el libro de contabilidad.
—¿Y todo eso de abandonar la isla?
—¿Qué pasa con eso? —Anotó algo con el bolígrafo en uno de los papeles.
—¿Es seguro?
Resopló.
—Pues claro que es seguro. Se encuentra dentro de las fronteras de Estados Unidos y todo el mundo habla inglés o algo parecido. Si te mantienes al margen de los altercados por cuestiones de raza, todo irá bien.
—¿Y los enemigos de mamá?
La señora Verlow trazó con el bolígrafo un tirabuzón en el aire.
—Ah, esté donde esté, tu madre siempre se creará nuevos enemigos.
Permanecí sentada un rato, reuniendo el coraje necesario para insistir en lugar de quedar como una tonta.
—Mi padre fue asesinado —dije en tono grave; a pesar de lo mucho que me esforcé por hablar con calma, como una adulta, la garganta me jugó una mala pasada.
La señora Verlow levantó de nuevo la vista y dejó el bolígrafo. Luego se llevó la mano al bolsillo del suéter. Sacó un pañuelo limpio, que me tendió en silencio.
Me soné la nariz.
—Ese dolor te acompañará siempre, Calley. Lo único que puedo decirte es que el paso del tiempo lo amortiguará. El destino de Roberta Carroll Dakin está en sus manos, y así ha sido siempre. Si es lo bastante estúpida y él también lo es, se casará con el coronel Beddoes sin que yo ponga un sólo pero. Me gustaría recuperar la habitación. Sin embargo, puede que tu hermano tenga algo que decir al respecto.
Mi hermano. Hacia meses que no pensaba en él; era la obsesión de mamá.
—¿Cómo lo sabe? —balbuceé.
La señora Verlow no respondió a la pregunta. En lugar de ello, centró la atención en el papeleo.
—Vete, Calley. Tienes cosas que hacer, y ya ves que yo también.
—¿Por qué no me responde? Tengo muchas otras preguntas —dije.
—Lástima —dijo ella—. Pero voy a darte algo en qué pensar.
Unos días después, al volver a casa después de las clases, subí la escalera corriendo para dejar los libros en mi habitación, donde encontré a mamá revolviendo uno de los cajones de mi armario.
—¿Qué coño estás haciendo?
—Necesito un tampón —respondió contrariada—. Me he quedado sin, inesperadamente.
Mentía, y lo peor era que sabía perfectamente que yo lo sabía. Me costó horrores no echarla de la habitación a golpes.
—¿Por qué no sacas tu trasero de aquí y te acercas caminando a la tienda a por más?
—No pienso responder a esa pregunta insolente.
Pasó por mi lado.
—No encontrarás ni un centavo por mucho que lo busques —le advertí.
Tenía un escondrijo en el techo del armario esquinero de mi cuarto, un lugar al que podía llegar de puntillas. El aplique de la luz del armario consistía en una bombilla pelada que colgaba del techo. Lo único que tuve que hacer fue desenroscarla, tirar un poco del cable y limpiar la arenilla y la mierda de ratón que había alrededor del agujero. En aquel espacio cabía una cajita diminuta con el dinero que tenía, sólo billetes obtenidos principalmente gracias a las propinas de los huéspedes, razón por la que no acababa sumado a la cuenta que me había abierto la señora Verlow. Después de tirar del cable, encajar de nuevo el cuello y mantener sucia la bombilla, no había forma de dar con el escondite. Mamá jamás hubiera tocado una bombilla, ni hubiera acercado los dedos a un cable por temor a electrocutarse. Si alguna vez mamá se hubiera visto obligada a cambiar una bombilla, sin duda habría preferido sentarse a oscuras.
Mamá apretó la mandíbula, y el lápiz de labios se agrietó hasta dibujar líneas en las comisuras de su labio superior. No era ni mucho menos una mujer mayor, pero pasaba mucho tiempo bronceándose, convencida de que eso hacía que su piel tuviese un aspecto más lozano. Por supuesto, no era la única que pensaba así; transcurrieron años hasta que los médicos empezaron a advertir a la población de los peligros de tomar el sol en exceso. Cualquier tonto podría haber reparado en la piel de aquellas personas que trabajaban a la intemperie para ver los efectos del sol, aunque nadie se ha arruinado menospreciando la capacidad de la especie humana para engañarse a sí misma.
—¡Cómo te atreves a acusarme de ladrona!
—¡Me has quitado hasta la última moneda de veinticinco centavos! —repliqué—. ¡Cómo te atreves a registrarme los cajones!
—¡No es verdad! —protestó mamá, con unos lagrimones de cocodrilo a punto de resbalarle de los ojos. Echó a correr hacia su cuarto.
Cerré la puerta con fuerza y arrojé los libros a la cama.
¿Deseaba el futuro que Merry Verlow y la señora Mank habían acordado procurarme? ¿Wellesley? ¿Harvard? Había visto aquellos nombres en la prensa. ¿Me permitirían tomar mis propias decisiones, o habrían decidido ya en qué debía convertirme? Aquellos lugares lejanos me atraían, claro que sí, y mis únicas alternativas consistían en matricularme en una universidad estatal o no continuar con los estudios. No tenía respuestas acerca de mi propio futuro, sólo un sinfín de preguntas.
¿Cómo estaba la luna esa noche? ¿En cuarto creciente? Comprobé el calendario lunar que tenía en el cajón de la mesilla de noche, donde guardaba el cuaderno de notas.
Encontré abierto el cajón de en medio. No había nada dentro, exceptuando un par de pijamas de algodón de Sears. La mayor parte de la ropa que había en mi armario llevaba la etiqueta de Sears. A veces compraba ropa en una tienda de segunda mano, y la ropa que compraba casi siempre llevaba la etiqueta de Sears. O una de Montgomery Ward, o Monty Ward, como la llamaba Grady. La señora Llewelyn aún me enviaba un suéter de punto de vez en cuando, aunque a esas alturas ya era más dada a adjuntar dinero junto a la tarjeta de Navidad o cumpleaños. Se disculpaba diciendo que no tenia forma de saber qué ropa me gustaba, pues me había convertido en una adolescente y las modas cambiaban de la noche a la mañana. El doctor Llewelyn no dejó de enviarme cepillos y pasta de dientes. E hilo dental también.
Mi padre había sido asesinado: Ni siquiera tenía una foto suya. Iba a marcharme a Wellesley y a Harvard, viviría con la señora Mank, y mamá se casaría con el coronel Beddoes, y puede que mi hermano tuviese algo que decir al respecto.
Se me ocurrió que tenía que llamarle. Quería oír lo que tuviera que decir, no sólo por el hecho de que mamá volviese a casarse, sino acerca de todo. Ya era prácticamente un adulto, y yo también. Puede que el agujero que había en mi vida no fuese tanto la ausencia de papá como la de Ford. Y ni siquiera sabía cómo ponerme en contacto con él.