Encontré a mamá echada en la tumbona como una estrella de mar coja. Se había desatado los tirantes del traje de baño verde de una pieza con escote en la espalda, para broncearse los hombros al sol. Terminé de ponerle crema en la espalda y me desplacé hacia sus piernas.
—Mamá, ¿volverá a visitarnos el señor O’Hare?
—A nosotras, no, Calley —respondió con un matiz de maliciosa satisfacción de sí misma—. El señor O’Hare volverá para verme a mí. Los adultos no se interesan por las chicas de tu edad. Cuando vuelva, será mejor que no te vea revolotear constantemente a su alrededor.
—Yo jamás… —murmuré al trasero de mamá enfundado en la tela verde.
—No me respondas.
—No, señora. Mamá, ¿alguna vez echas de menos a papá?
Hubo un largo silencio, tan largo que pensé que había decidido no responder. Extendió la mano para alcanzar el cenicero, un encendedor y el paquete de Kool que había dejado bajo la tumbona. Encendió un cigarrillo, e introdujo la boquilla en el tejido de la tumbona para sostenerla.
—Muñeca, apenas recuerdo su cara. Todo aquello es como una pesadilla que le hubiera sucedido a otra persona.
El diálogo de una película, una novela o una serie de televisión; incluso es posible que yo la hubiera visto. Quizá algo de Loretta Young.
—Yo recuerdo cómo era papá —dije—, y el sonido de su voz. ¿Quieres oírla?
—No —respondió en seguida mamá—. No quiero. No sé qué he hecho para que seas tan cruel conmigo. No he tenido una vida regalada, ¿sabes?
Eso también podía discutírselo. Podría haberle dicho que desde la muerte de papá no había pasado hambre ni había ido a trabajar un sólo día, tampoco había tenido que levantar el dedo meñique, ni había tenido que llevar un par de zapatos prestados, rotos, ni mucho menos había tenido que caminar descalza, como Grady Driver.
—¿Alguna vez ha mencionado el señor O’Hare a pa…?
—No —me interrumpió—. ¿Por qué iba a querer hablar de todas esas desgracias?
Dejé caer la crema solar en la arena, junto a ella.
—No tengo ni idea —dije con la voz de mamá.
Mamá se dio la vuelta y se incorporó; a punto estuvo de caérsele el cigarrillo.
Di un paso atrás para ponerme fuera de su alcance.
—¡Si pudiera te daría una bofetada en la boca!
Era demasiado indolente para hacer el esfuerzo. Le di la espalda y me alejé caminando, dejándola con la quemazón de una naturaleza u otra.
Gus O’Hare regresó para el puente del Día del Trabajador. Mamá se aseguró de que no se presentaran ocasiones para que me incluyera en sus salidas. Entonces, Gus propuso que fuéramos al cine al aire libre. Mamá puso pegas al principio, pero por miedo a parecer intransigente, finalmente cedió. Por supuesto, una dama del Sur nunca debía parecer poco razonable ante su pretendiente.
El señor O’Hare tomó prestado el Lincoln negro de la señora Verlow. A mí me destinaron al asiento trasero, con una almohada y una manta, para que pudiera dormirme cuando estuviese cansada. La primera película, La bahía del tigre, no pudo empezar hasta que anocheció, lo que no sucedió hasta pasadas las nueve. Me las apañé para permanecer despierta toda la película, aunque la recuerdo muy poco. Recuerdo a Hayley Mills y recuerdo haber deseado que Hayley fuese mi nombre en lugar de Calley. La siguiente película fue El profesor chiflado. Me quedé dormida.
Sus voces me arrastraron a la superficie de un duermevela.
Gus dijo:
—Tienes que preocuparte por Calley.
Mamá hizo un ruido evasivo.
—Debe de ser duro para ella tener esas orejas. Creo que le quedan bien, pero estoy seguro de que los críos deben meterse con ella constantemente.
—El mundo es un lugar muy duro. Tendrá que superarlo.
—Eso no es verdad. Es lo que me gusta de ti, Roberta Ann. Eres de las que miran al mundo a los ojos, ¿verdad?
Mamá murmuró algo.
—Pero eres su madre y la quieres tanto que quieres pensar que estarás siempre a su lado, dispuesta a protegerla. Va a crecer, Roberta Ann. Algún día no estarás ahí y tendrá que cuidar de sí misma. Sería una pena no hacer todo lo posible para proporcionarle una oportunidad.
—¿Qué te propones?
—Por favor, no te ofendas por lo que voy a decirte. Tengo algo de dinero ahorrado. Me encantaría de verdad que lo emplearas en Calley, en que le arreglen las orejas. Cariño, va a resultarle sencillamente imposible conseguir un buen empleo con esas orejas. Hacen que la gente la considere una retrasada mental, y no lo es, ya sabes que no lo es. De hecho, es bastante inteligente.
—Alto ahí —dijo mamá—. Nunca he aceptado caridad, Gus O’Hare, ni tomado dinero prestado, y nunca lo haré.
Por supuesto, lo había hecho, y lo haría.
Fue necesario un tira y afloja, pero al final Gus O’Hare le puso en la mano un cheque al portador por valor de dos mil dólares. El argumento ganador, o eso creía él, fue que la devoción que sentía mamá hacia mí podía hacerle perder la oportunidad de alcanzar su propia felicidad, a la que tenía todo el derecho del mundo después de todo por lo que había pasado. Mamá apreció el hecho de verse dibujada como la víctima de sus propias virtudes. En cuanto tuvo el dinero, inventó un sinfín de mentiras acerca de los doctores que me visitaban.
Mamá nunca perdió la ocasión de tomar prestada o, en caso de apuro, comprar cualquier revista que incluyera un artículo relacionado con la cirugía plástica. Yo las leí tan a menudo como pudo hacerlo ella, y al final me hice una idea muy aproximada de lo que era posible y de lo que no. No quería que me arreglaran las orejas. Lo máximo que un cirujano podría hacer sería fijarlas atrás, y eso haría que luego me resultase imposible moverlas. Seguirían siendo igual de grandes que siempre. Gus O’Hare confundía sus deseos con la realidad cuando creía que algún doctor iba a reducirles mágicamente el tamaño. Puesto que se suponía que yo no estaba al corriente de que mamá hubiese aceptado dinero de Gus, no pude poner objeciones al respecto.
Durante el invierno y la primavera siguientes, Gus O’Hare nos visitó durante una semana en cada período vacacional. Intentó darle a mamá en Nochebuena el anillo de compromiso que había pertenecido a su difunta madre. Mamá se lo puso y fingió admirarlo. Cualquiera se hubiera dado cuenta de que el valor del anillo de oro con un diminuto diamante engarzado era puramente sentimental. Mamá nunca apreció demasiado las piedras preciosas y, por supuesto, jamás valoró todo aquello que cualquier persona habría visto que tenía un valor más sentimental que real.
Abatida por una trágica viudedad, mamá estaba tan desconsolada que nunca había considerado abrir el corazón a otro hombre. Fue tal la conmoción… En fin, que necesitaba más tiempo. Cuando Gus le pidió que aceptase el anillo como prenda de su amistad, se sonrojó y pestañeó rápidamente. Al cabo, se las ingenió para evitar aceptarlo.
Gus era un hombre valiente, el muy necio, y admiró la supuesta fidelidad de mi madre a un hombre muerto, de igual modo que admiraba los sacrificios maternos de los que yo era la causa. Quería a mamá para sí, por supuesto, y a esas alturas, que yo supiera, ella ya se había abierto a él.
Regresó el sábado anterior a Pascua. Lo enredé para que me acompañase a dar una vuelta por la playa para ver un posible nido de águila pescadora, y dejé caer que los críos de la escuela me incordiaban por tener las orejas así. De algún modo, salió a colación que no había visitado a ningún médico por causa de las orejas y que mamá no había movido un dedo para que lo hiciera.
Mi traición precipitó la primera de varias conversaciones tensas entre ellos. Por supuesto, mamá se sintió destrozada por el hecho de que él ya no confiase en ella, e insultada y asombrada porque su fidelidad hacia ella fuese tan voluble. Se las apañó para darle la vuelta a la tortilla hasta erigirse en víctima, así que él le escribió una larga y patética carta en la que le rogó que lo perdonara. Sentí pena por Gus, pero también era consciente de que tarde o temprano habría terminado descubriéndolo, así que le había ahorrado algunos meses de engaño.
Mamá lo perdonó, por supuesto, pero el perdón no incluyó la clemencia. Lo desterró de su lado, y él se alejó con el corazón roto, culpándose por haber perdido a una mujer maravillosa. Yo lo sentí más de lo que pude admitir. De haber tenido un día un padrastro, Gus habría sido tan bueno como cualquiera. Supongo que mamá sí se mostró clemente con él; al fin y al cabo, tan sólo le privó de dos mil dólares. No se casó con él.
Jamás pregunté a mamá qué hizo con el dinero.