Capítulo 48

La señora Verlow me estaba esperando. Se llevó el dedo índice a los labios cuando pasé junto a ella, en la puerta de su cuarto.

—Señaló a mamá algunas estrellas —la informé sin aliento—; no me pareció que mamá pudiera verlas, pero fingió hacerlo.

La señora Verlow me señaló el termo de café y un par de tazas que había en una mesita lateral, situada entre la mecedora y una silla de respaldo alto. Tomé la silla de respaldo alto y ella se sentó en la mecedora.

—Cree que mamá es inocente y que le arrebataron el dinero de papá.

La señora Verlow lanzó un suspiro.

—Ella le cree —dije.

—Pero tú no.

—Mamá cree lo que quiere creer. Yo no le creo, eso es verdad. Creo que ella es inocente o no tendría la necesidad de creerle.

La señora Verlow recostó la espalda y apoyó los brazos en la mecedora.

—Vaya, vaya —murmuró.

—No tiene pruebas —continué con desdén, para que la señora Verlow no me creyera decepcionada.

Se meció lentamente.

—No puede probar algo que no sucedió —dijo, pensativa.

Era un modo interesante de exponerlo, aunque tendría que esperar a más tarde para pensarlo detenidamente.

—Mamá le preguntó si sabía algo acerca de Ford. Él evitó el tema. Creo que sí sabe algo.

—¿Qué querrá, exactamente? —preguntó la señora Verlow.

—Dice que quiere restituirle el buen nombre y que le devuelvan la custodia de Ford para verla tan feliz como debería sentirse.

La señora Verlow rió.

—El caballero de la brillante armadura. —Al verme un tanto confundida, se apresuró a aclararme—: Quiere llevársela a lomos de un caballo blanco, como a una princesa de cuento de hadas.

Supuse que era un modo como cualquier otro de decir que el señor O’Hare se había enamorado de mamá.

—Es un memo —lo despreció la señora Verlow.

Me sirvió media taza de café y nos sentamos juntas a disfrutar de un silencio contemplativo.

—Nunca quiero sorprenderte escuchándome a escondidas —dijo finalmente.

—A veces no puedo evitarlo, señora Verlow —confesé después de dejar la taza.

—Repetiré lo que he dicho, pero lo diré de otra forma. No quiero enterarme de que me has escuchado a escondidas y le has repetido a alguien lo que pueda haber dicho.

Me pregunté de inmediato por qué, y si lo hacía, qué podía ella hacer al respecto.

—No me pongas a prueba, Calley —me advirtió como si pudiera leerme los pensamientos—. Y ahora vete a la cama.

Mamá no estaba en nuestra habitación. La encontré en el saloncito, acompañada del señor O’Hare. Se habían servido una copa de bourbon con hielo, y ambos compartían una especie de resplandor. Fingí haber bajado a darle a mamá un beso de buenas noches.

Yo estaba en pijama, preparada para masajearle los pies, cuando mamá entró en el dormitorio. Se quitó los zapatos y se sentó en el tocador para desabrocharse las ligas, lo que me permitió enrollarle las medias cuidadosamente hasta los pies.

—Gus O’Hare —dijo, como si oír aquel nombre la hiciera sentirse mejor—. Qué hombre más agradable. Claro que ya lo sabía… Pero olvidémoslo, no quiero ni pensar en esa horrible época.

Por la mañana me acerqué a la playa antes del amanecer, en compañía de los Llewelyn, el señor O’Hare y otros dos huéspedes que querían observar a las aves.

La señora Llewelyn me había regalado una de sus antiguas guías de pájaros, y aquella mañana la llevaba en el bolsillo del peto. Ella sabía que yo había tenido una guía incluso más antigua, la Audubon, pero que la había extraviado. Al menos, eso fue lo que dedujo equivocadamente, así que esperó a que fuera lo bastante mayor para no andar por ahí perdiendo las cosas para regalármela. Tenía otras guías que se habían dejado otros huéspedes, pero no iba a decírselo y permitir que se sintiera como una tonta. De hecho, aún conservaba la antigua, aunque había llegado a la extraña conclusión de que era tan vieja que sólo con tocarla, por no mencionar la posibilidad de abrirla, bastaría para que se convirtiera en polvo.

Mientras avanzábamos lenta y silenciosamente entre la hierba alta en dirección a la cresta de la primera duna, caminé a la altura del señor O’Hare.

—A mamá le gusta —le dije en voz tan baja como pude.

Al volverse hacia mí, el gozo de aquella noticia le había iluminado la cara.

—Y a mí me gusta ella. Y me gustas tú, Calley.

—No me conoce —repliqué—. Puede que no le gustara tanto si llegara a conocerme mejor.

Hizo una pausa para dedicarme una mirada inquisitiva.

—¿Dónde está mi hermano Ford, señor O’Hare? ¿A qué se dedica?

El señor O’Hare cogió los prismáticos que le colgaban del cuello y levantó la mirada al cielo para inspeccionarlo.

—Se fue a estudiar a una escuela. Una escuela muy buena.

—¿Es que mamá no le importa nada?

El señor O’Hare me miró de nuevo.

—Tu hermano ha llegado a creer que tu madre no sólo fue responsable de la muerte de tu padre, sino también de la muerte de tu abuela, la señora Carroll —me dijo—. No sé si perdonará alguna vez a tu madre.

Entonces se llevó los prismáticos a los ojos.

No le conté a la señora Verlow que el señor O’Hare estaba informado acerca de la situación de mi hermano Ford. Tenía demasiadas preguntas propias para las que esperaba hallar una respuesta.

¿Por qué culpaba Ford a mamá por la muerte de Mamadee? Aunque mamá hubiese matado a Mamadee, dudaba de que Ford pudiese considerarlo algo imperdonable. Nunca le demostró más amor a Mamadee del que yo le pude demostrar. Fue Mamadee quien le dio la herencia, y todo cuanto hizo él fue tirar de los hilos para obtener cuanto quiso.

Por supuesto, si mamá tenía algo que ver con la muerte de papá, eso sí era imperdonable, aunque para creer tal cosa Ford debía saber algo que yo ignoraba. Supuse que eso era posible. Por otro lado, Ford era un Carroll y, por tanto, no era de fiar.

El señor O’Hare permaneció dos semanas en Merrymeeting, cortejando a mamá. La llevó a cenar a Martine y al Driftwood, a las carreras de galgos y al cine. Mamá no se mostraba muy entusiasta cuando se le mencionaba la posibilidad de que yo los acompañara, pero el señor O’Hare nos llevó a ambas al Goofy Golf y al Famous Diner. Bastó con eso para que pensara que Gus O’Hare era Jesucristo clavado en el palo de un polo. Mamá me hubiera dado una bofetada de haberme escuchado utilizar esa expresión. La había descubierto en el patio del colegio, y me había hechizado tanto que ansiaba buscarle una utilidad. A Gus O’Hare le sentaba como un guante.