Atraída por los gruñidos y estampidos del motor, eché a correr hacia la cresta de la duna para verlo: era un Corvette blanco y negro que se dirigía a gran velocidad hacia Merrymeeting. Puede que la señora Mank hubiera cambiado el Porsche. No ardía en deseos de ver a la señora Mank, pero el Corvette me llamaba la atención. Cuando llegué al aparcamiento, el motor hacía tictac. El conductor se quitaba las gafas de sol junto al vehículo. Me miró sonriente, con los ojos entornados.
Era uno de los agentes del FBI que habían entrevistado a mamá una y otra vez en Ramparts. Tenía bastante menos pelo que entonces, a pesar de lo cual lo reconocí en seguida, y lo hubiera hecho de todos modos en cuanto habló.
—Buenas, señorita Dakin —me saludó—. ¿Por qué te escondes bajo ese enorme sombrero?
No respondí. Tenía cosas más importantes en mente.
—Te conozco.
Rió.
—Tienes buena memoria. Creo que tenías siete años la última vez que te vi. Has crecido.
—No vas vestido de agente del FBI.
Negó con la cabeza.
—Incluso los agentes del FBI tenemos vacaciones, cariño. ¿Está tu madre en casa?
No quería responderle. ¿Y si había venido a arrestarnos, y esa camisa hawaiana y los pantalones de algodón anchos no eran sino un disfraz para hacerme creer que estaba de vacaciones?
—Si no dices nada, cariño, será como si dijeras que sí —me dijo.
Decidí incordiarlo un poco.
—Eres listo para ser agente del FBI.
Me guiñó un ojo.
—Soy demasiado grande para recibir azotes. Pero tú no; al menos, aún no.
—Tengo once años y medio —le informé—. Y también yo soy demasiado grande para que me den azotes.
—¿Está en casa la señora Verlow? —preguntó después de reír entre dientes.
No me pareció peligroso satisfacer aquella duda.
—Sí, señor.
—Muéstrame el camino —me pidió con una leve inclinación.
Yo respondí a la inclinación y señalé con la mano la fachada de la casa.
Me siguió al doblar la esquina y enfilar el porche hasta la escalera que había al cruzar la puerta principal.
La señora Verlow se hallaba en la modesta oficina, cuya puerta encontramos abierta. Se levantó al oír los pasos en el porche, y acto seguido se asomó al vestíbulo.
—¿Es usted el señor O’Hare? —preguntó.
—Día sí, día también —respondió.
La señora Verlow le tendió la mano y él la estrechó.
—Bienvenido.
—Es un placer, señora.
—Es agente del FBI —informé a la señora Verlow.
Ésta inclinó la cabeza, burlona.
—Es mi profesión —dijo el señor O’Hare—. La señorita Dakin y yo somos viejos conocidos.
A la señora Verlow se le borró la sonrisa de los labios.
—Tenía entendido que era usted un huésped —dijo en tono distante, como a la defensiva.
—Y así es. Estoy de vacaciones, señora.
—No permitiré ninguna intromisión, señor O’Hare.
—No habrá tal —aseguró—. Me han traído aquí motivos personales. Sabrá usted que la investigación del caso Dakin se cerró hace mucho tiempo.
—Por supuesto. No obstante, debo pedirle su palabra de que no incomodará usted a ningún miembro de este hogar.
—Se lo prometo —aceptó el señor O’Hare—. Llámame Gus.
—Me preguntó si mamá estaba en casa.
La señora Verlow nos miró a ambos, primero a uno y luego al otro.
—Sí, así fue —admitió sin mayores problemas—. No negaré que deseo ver de nuevo a la señora Dakin.
La señora Verlow volvió a mirarme.
—Calley, ve a buscar a mamá y tráela aquí, por favor.
Salí disparada hacia el saloncito. Aunque no hubiera sido capaz de oír la televisión, sabía que mamá la estaba viendo. Era la hora a la que emitían Reina por un día.
A mamá no le hizo gracia que la llamaran.
—Es importante —le aseguré.
Masculló e hizo gestos de disgusto, encendió un cigarrillo y me siguió al vestíbulo.
La señora Verlow y el señor O’Hare se hallaban justo en el lugar donde los había dejado, y en seguida comprendí que no habían cruzado palabra mientras me había ausentado en busca de mamá.
—Señora Dakin —se presentó el señor O’Hare.
Mamá se quedó petrificada. Abrió los ojos como platos y se llevó una mano a la garganta.
—Gus O’Hare —insistió éste—. Nos conocimos en circunstancias desafortunadas.
Mamá asintió. Seguía rígida, y era evidente que le estaba costando lo suyo no salir corriendo de allí.
—Discúlpeme, señora Dakin, nunca pensé nada malo de usted y, de hecho, la he tenido en mis pensamientos desde entonces. Resultó que me enteré de que estaba usted aquí. Tenía unos días de vacaciones y quería volver a verla… Para decirle que nunca pensé mal de usted.
La señora Verlow produjo un ruido raro con la garganta.
Mamá sonrió un poco.
—No he venido aquí a molestarla —continuó el señor O’Hare—. Me gustaría pasar estos días de permiso en este lugar encantador y tener el placer de conversar un poco con usted, tanto o tan poco como crea usted conveniente, señora Dakin. Si quiere que me vaya, lo haré.
Mamá sonrió lentamente.
—Me parece justo.
—Muy bien, pues —se apresuró a decir la señora Verlow—. Permítame mostrarle su habitación, señor O’Hare.
Gus O’Hare se inclinó ante mamá y me hizo un gesto de despedida, antes de seguir la estela de la señora Verlow.
Mamá puso los ojos en blanco. Me tapé la boca. Ambas fuimos de puntillas a la sala de la televisión, donde mamá encendió de nuevo la tele antes de hurgar en el paquete de cigarrillos.
—He hecho una conquista —me susurró antes de echarse a reír. No pude evitar reírme también.
—Conduce un Corvette —le conté.
—¡Dios mío! Admítelo, es muy mono —añadió.
No fue lo que dijo mamá, ni cómo lo dijo, sino el simple hecho de que ya era lo bastante mayor lo que me hizo pensar que mamá podía volver a casarse algún día.
Mamá siempre había atraído a los hombres. Era de esperar que muchos de los huéspedes masculinos de la señora Verlow la mirasen con buenos ojos. No obstante, la mayoría de los huéspedes de la señora Verlow eran parejas. Los pocos solteros que acudían a Merrymeeting eran del tipo que mi madre no solía considerar aceptable.
Para alivio mío, mamá había demostrado tener mucho tacto tanto con sus admiradores casados como con los solteros. No era cuestión de alarmar a la esposa de nadie, y la señora Verlow tampoco estaría dispuesta a tolerar un escándalo. De modo que mamá no aceptó nunca un cumplido por parte de un hombre casado sin ingeniárselas para reflejarlo en la esposa de éste, y sus flirteos con los solteros fueron tan castos como los de Doris Day, al menos bajo el techo de la señora Verlow y mientras estuvo cerca de Merrymeeting. La señora Verlow era demasiado cínica para esperar que mi madre se comportase como un alma virtuosa; tan sólo quería respetar las convenciones y alimentar una hipocresía decente.
Por supuesto, a mí se me escapaban la tensión y el comportamiento sexual, y aún me quedaban años para disfrutar de la absurda charada que representan. Sin embargo, no era tan joven como para no haber visto a mamá en acción, convenciendo a hombres y a mujeres para que hicieran su voluntad. Era demasiado joven para sentirme amenazada o para mostrar interés en los dos primeros solteros que se interesaron por mamá. Tampoco se me olvidó en ningún momento que estábamos ligadas a la isla. Tarde o temprano, los huéspedes se marcharían. De cualquier modo, los primeros galanteos fueron breves.
El señor O’Hare continuó comportándose con inequívoca cortesía hacia mamá. Le apartaba la silla en la comida, y se sentaba a su lado. No forzaba la conversación, pero según la costumbre sureña hablaba mucho con la señora Llewelyn, sentada a su otro lado, tanto como hablaba con mamá, y también con el señor Llewelyn, sentado enfrente de él. Su interés por los pájaros no parecía una treta, aunque no era un gran experto, lo que agradaba mucho a los Llewelyn. Intentó involucrar a mamá en la conversación sobre los pájaros, durante la cual describió varios que había visto, todos ellos bastante comunes y reconocibles para ella, y que hacían cosas que le parecieron dignas de mención: los cuervos capaces de desatarse, y las golondrinas purpúreas que superaban a las ardillas en sagacidad; ese tipo de cosas.
Mamá se mostró cortés, por supuesto. Sin embargo, mientras comía estuvo calibrando al señor O’Hare. Éste era consciente de que ella lo observaba, pero mantuvo la calma y en ningún momento descuidó los modales. Fingió no reparar en la atención que le prestaba mi madre, pues otra cosa hubiera resultado ridícula, y tampoco se refirió en ningún momento a la relación que habían mantenido en el pasado. La señora Verlow los observaba con aprobación.
De vez en cuando, el señor O’Hare se volvía hacía mí. Me llamaba señorita Calley, y me hablaba con la calidez de un viejo amigo de la familia. Me preguntaba por la escuela y mis aficiones, y expresó su alegría al enterarse de mi interés por las aves. Mi cautela cedió.
Pidió a mamá que lo acompañara a contemplar la puesta de sol en la playa. Al verlos levantarse de las sillas que ocupaban en el porche, la señora Verlow se dirigió a la cocina, donde yo estaba fregando los platos.
—Calley, el señor O’Hare va a llevarse a tu madre a ver la puesta de sol —me murmuró—. Será mejor que te acerques, te ocultes tras la hierba alta y escuches qué se dicen. Cuando vuelvas te estaré esperando en mi cuarto para que me informes.
La señora Verlow jamás me había pedido que espiase a nadie. Sin embargo, no titubeé; mamá iba a desaparecer de nuestra vista acompañada por un hombre que tenía autoridad para arrestar a la gente.