La gestión y el mantenimiento de Merrymeeting exigían una enorme cantidad de trabajo que la señora Verlow se esforzaba al máximo por ocultar. Nada distrae más a un huésped que unas cañerías poco fiables, aunque también es cierto que las mejores tuberías e instalaciones del mundo se verán puestas a prueba y tendrán que rendir al máximo al paso de los sucesivos huéspedes. Tras perder a un fontanero de confianza, a quien fulminó un rayo durante una merienda campestre organizada por su parroquia, la señora Verlow tanteó a diversos fontaneros de las inmediaciones. No estuvo satisfecha con ninguno hasta que encontró a Grady Driver.
Antes, sin embargo, despidió a su padre. Durante su primera visita a Merrymeeting, Heck Driver se las apañó para reventar una cañería y echar a perder una pared, no por incompetencia, sino porque las Coca—Colas que bebía una tras otra mientras se quejaba del calor estaban medio llenas de ron de garrafa. Los destrozos del papel de pared de uno de los cuartos de los huéspedes debidos al reventón de la cañería del baño contiguo fueron una consecuencia predecible. La señora Verlow puso a Heck Driver de vuelta y media; él la maldijo, y ella no sólo lo despidió y se negó a pagarle, sino que, además, prometió enviarle la factura de las reparaciones.
Una hora después de que Heck saliera tambaleándose de la casa, abandonando las herramientas donde las había dejado, y alejándose en coche sin saber muy bien adonde iba, regresó su destartalada camioneta con un crío al volante. Yo lo conocía de la escuela. Era Grady Driver, el hijo de Heck, tímido a más no poder y aquejado de guarrería crónica. Lo habían enviado castigado a casa repetidas veces por piojos, y había repetido un par de cursos, de modo que, a pesar de que era dos años mayor que yo, íbamos a la misma clase.
Grady llamó a la puerta de la cocina y solicitó hablar con la señora Verlow. Cuando llegó ella, Grady se disculpó por el error de su padre, empleando una fórmula que se sabia de memoria.
—Mi papá me ha enviado a pedirle perdón, señora Verlow, y a pedirle que no le tenga en cuenta que haya acudido tan enfermo al trabajo por haber cenado anoche un pescado en mal estado, porque no quería dejarla tirada. Quizá yo pueda limpiar un poco los desperfectos y recogerle las herramientas.
La señora Verlow lo escuchó bajo el dintel de la puerta, con los brazos cruzados a la altura del pecho.
—Voy a perdonarte esa mentira porque entiendo que lo haces para defender a tu padre. Sin embargo, el señor Driver estaba borracho. Llegas demasiado tarde para limpiar nada; ya se ha encargado la doncella, y para arreglar una cañería rota es necesario contar con un fontanero competente. Pero puedes recoger las herramientas, si quieres.
—Fue un incidente, señora Verlow —insistió Grady.
—Ese vocabulario, jovencito —reprobó la señora Verlow tras poner los ojos en blanco—. ¡Querrás decir que fue un accidente! Que fue un accidente.
Grady tragó saliva y repitió aquellas palabras.
—Fue un accidente.
—No fue un accidente —aseguró entonces la señora Verlow.
Grady parecía confundido. Tenía la misma constitución que Roger, las extremidades largas y desgarbadas, delgaducho, dotado de una expresión imperturbable que la gente solía confundir con vacuidad o un intelecto pantanoso.
—Los accidentes de verdad son sorprendentemente excepcionales. La mayoría de los sucesos que la gente acostumbra a denominar «accidente» son totalmente predecibles. Una y otra vez, un examen atento de los llamados «accidentes» revela que la causa real se debe a la incompetencia, el fraude, la embriaguez o a una mezcla de estos factores. El único aspecto «accidental» del desastre que ha causado tu padre fue el hecho de que sucediera aquí, y se debe a que yo tuve la mala suerte de contratarlo hoy.
Grady había pasado de estar confuso a aturdido, y de nuevo volvía a estar confuso más que otra cosa.
—¡Ve a recoger las herramientas de tu padre! —exclamó la señora Verlow, levantando ambos brazos.
Yo estaba escondida en la cocina para ver cuanto pudiera ver y escuchar cuanto pudiera escuchar. Cuando la señora Verlow se apartó del dintel y Grady siguió ahí de pinote, sin saber qué hacer, tiré de él.
—Te mostraré el camino —le dije.
Me siguió a la escalera de servicio y, luego, por el vestíbulo. Cleonie y yo habíamos recogido y limpiado, incluso ordenado, las herramientas en la caja del señor Driver, aunque no habíamos podido reparar la cañería. La señora Verlow había cortado el agua del baño, de modo que no era posible utilizarlo.
Para mi sorpresa, Grady hizo un examen concienzudo del lugar. Luego, tomó algunas de las herramientas de su padre y puso manos a la obra. Huelga decir que estaba fascinada, no sólo por la valentía con la que Grady había afrontado el problema, sino por lo que hizo. En un cuarto de hora, había reparado la retorcida cañería y me había pedido que le mostrara dónde podía abrir la llave de paso. En cuanto abrió la llave, el baño volvió a estar en condiciones.
Entonces le pedí a la señora Verlow que se tapara los ojos y me dejara guiarla al lugar de los hechos; una vez allí, abrió los ojos a un cuarto de baño limpio y funcional, y también a un sonriente y lamentablemente desaseado Grady Driver.
—Puedo arreglarle esa pared, señora Verlow —aseguró Grady—. Necesitaré yeso.
La señora Verlow sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad.
—Me dejas de piedra, jovencito. Mañana tendrás que volver a arreglar la pared. Te lo tendremos todo preparado.
Grady recogió las herramientas de su padre.
La señora Verlow lo estuvo mirando unos instantes, lanzó un suspiro y se marchó.
La seguí hasta la oficina. Una vez allí, me miró con curiosidad.
—Ha hecho buen trabajo —le recordé.
—Sabes hablar mucho mejor, Calley Dakin —dijo tras morderse los labios.
—Sí, señora, decía que ha hecho un buen trabajo —me corregí.
Abrió un cajón del escritorio, donde solía guardar la calderilla. La vi titubear entre las monedas, pero finalmente pellizcó un billete y me lo tendió.
Eché a correr con él y alcancé a Grady en la camioneta, donde introducía la caja de herramientas de su padre. Del mismo modo que la señora Verlow me había ofrecido el billete, yo se lo ofrecí a Grady.
Contempló asombrado el billete de cinco dólares, se rascó la cabeza y lo aceptó.
—Pos gracias —dijo recurriendo a toda la dignidad que tenía.
—Eh, ¿tienes piojos? —le pregunté.
De inmediato volvió a comportarse como un crío enfurruñado.
—Eh —dijo—, ¿puedes volar con esas dumbas?
—Vaya, qué original, ¿cuántas veces dirías que he oído esa broma? Al menos nací con estas orejas; tú tienes bichos por no lavarte.
—¡No son bichos! —Subió a la furgoneta y dio un portazo al cerrar—. ¡No tengo bichos!
Como para recalcar mi superioridad, me crucé de brazos cuando arrancó y se alejó en coche. Probablemente volvía a tener bichos en la cabeza, a juzgar por el modo en que se la rascaba.
Me fui derecha al baño y me lavé el pelo a conciencia.