El reloj pareció haberse detenido aquella Navidad, porque cuando volví a bajar la escalera a primera hora de la tarde, después de la comida, los calcetines seguían colgando de los ganchos de la repisa, y no habían abierto ninguno de los paquetes que había bajo el árbol artificial. Fue la primera vez que comprendí que los adultos no tenían que esforzarse por posponer el momento de abrir sus regalos. Me conmocionó un poco aquella indiferencia ante el hecho de que fuera el día de Navidad; es más, hizo que sintiera un poco de lástima por ellos, por el hecho de que significara mucho menos para ellos de lo que significaba para mí. Pensé en ese instante de lucidez que aquélla era la clara línea divisoria entre ser un niño y ser un adulto. Los adultos eran personas que habían perdido la inocente alegría de ver llegar la mañana de Navidad.
Llevaba puesta la ropa del día anterior, estoy segura de que tenía aspecto de cama deshecha, pero por suerte no estaba de humor para lamentar mi futuro, gracias al hambre saludable de niña en edad de crecer que hubiera tenido cualquiera que no hubiera probado bocado desde la noche anterior. Me las apañé para llenarme el estómago en la cocina, y luego me acerqué al salón, donde se encontraba el árbol, solitario y abandonado, con los extraños frutos que colgaban exiguos de sus ramas.
El padre Valentine se encontraba sentado en su sillón favorito, con las gafas ahumadas puestas, sin hacer nada. Me oyó entrar, por supuesto, y sonrió.
—¿Eres Rip Van Calley? —preguntó burlón—. Al bajar esta mañana a desayunar, creí que te encontraría aquí sentada con todos los paquetes abiertos.
—Feliz Navidad.
—Lo mismo te deseo —respondió—. Tendría que ser más feliz en casa de Merry Verlow. Creo que me gusta el aroma del humo que emana de esa leña, tanto como el calor que desprende. Nostalgia.
—¿Nostalgia? ¿Qué es eso? —zarandeó un poco el calcetín que colgaba del gancho en la repisa.
—Viene a significar que te gustaría que las cosas fueran como antes, a pesar de que no tengas una idea clara de cómo eran. Acércame el calcetín, Calley. Estoy harto de tanto esperar.
El padre Valentine nunca titubeaba a la hora de mostrarse pueril, y cuando lo hacía se producía un estremecimiento en el tono de su voz que era tan agradable como un guiño. Constituía todo un alivio ver que al menos había un adulto dispuesto a fingir que se sentía tan emocionado como un niño el día de Navidad.
Me serví de un almohadón y un taburete para alcanzarlo. Lo descolgué de la repisa. El calcetín del padre Valentine abultaba bastante, y a pesar de que la tela estaba tensa hasta resultar casi transparente, fui incapaz de distinguir qué había en el interior.
Lo cogió en seguida y lo palpó con cierta teatralidad.
—Espléndido —dijo—. Justo lo que quería. Qué atento.
Como si les hubiera dado el pie, el resto de los huéspedes empezaron a entrar en el salón, deseándome una feliz Navidad y bromeando acerca del hecho de que el padre Valentine y yo no los hubiéramos esperado para abrir los regalos.
La doctora Keeling se detuvo junto al sillón del padre Valentine.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó.
—Es para mí, y sólo para mí —dijo burlón el padre Valentine, aferrando el calcetín—. Es mío y no te lo dejaré.
—No lo quiero —replicó la doctora Keeling—, aunque lo cogería si quisiera.
—Eh, que hoy no es día para discutir —advirtió el señor Quigley. Descolgó mi calcetín y me lo ofreció.
La señora Verlow y mamá fueron las últimas en llegar, después de los Slater.
Me senté en cuclillas en la alfombra turca con el calcetín a mis pies. Había en su interior una cajita rectangular, cuyas esquinas estaban trabadas en el tejido, así que me entretuve un rato destrabándolas. Sostenía la cajita entre el pulgar y el índice cuando entró la señora Verlow. Se dirigió al interruptor y las luces del árbol se iluminaron como las llamas de una docena de velas. Las grullas del árbol temblaron levemente como acariciadas por una corriente de aire, aunque pudo ser el fruto de una ilusión causada por las repentinas fuentes de luz reflejadas en el árbol artificial.
El calcetín colgaba de la cajita rectangular, la cual era del tamaño de un paquete de tabaco. La señora Verlow se inclinó para tirar del calcetín, y la caja acabó por descansar en la palma de mi mano.
La señora Verlow me sonreía. Si antes se había mostrado enfadada o suspicaz, lo cierto era que ya no había ni rastro de ambos sentimientos.
—Feliz Navidad —dijo al tiempo que abrió el puño crispado.
Tenía dos pilas en la palma de la mano.
Me apresuré a desenvolver la cajita y abrirla. Se trataba de una radio que necesitaba de las pilas para funcionar.
Los huéspedes rieron y aplaudieron, todos sin excepción.
—No pienso escuchar esa gaita todo el santo día, ¿me oyes, Calley? —preguntó mamá.
Con absoluta claridad, en algún lugar del oído interno, igual que si me lo hubiera atravesado con un alfiler.
La señora Verlow me guiñó un ojo.
No recuerdo haber recibido más regalos aquella Navidad, exceptuando el suéter y el gorro de lana que me envió la señora Llewelyn. Creo recordar que no hubo juguetes de verdad; me refiero a juguetes propios de mi edad. Nada de muñecas, libros infantiles, grabaciones de canciones para niños, ni nada extravagante como una bicicleta. No obstante, los recuerdos que tengo de posteriores navidades con los mismos huéspedes parecen indicar que lo que recibí siempre de ellos fueron cosas prácticas, cosas que podría comprarle un padre a su hijo en el quiosco de un aeropuerto, tras volver a casa después de un largo viaje, un poco a modo de disculpa por haber olvidado comprar un recuerdo de verdad en el lugar que había visitado: una baraja sin desprecintar por parte de los Slater, que probablemente habían traído consigo a la casa; una novela de ciencia—ficción de la doctora Keeling; una acuarela enmarcada del señor Quigley, un Santa Claus de chocolate del padre Valentine…
Mamá siempre me dijo que no podíamos permitirnos regalos de Navidad. Cada año le hacía algo en la escuela: una alhaja de papel, un ángel de papel, una bolsita hecha de retales sueltos, llena de las agujas de pino y el romero que abundaban en la isla, o una escultura con papel de periódico y cola, pintada con colores primarios, cuya pintura se desconchaba nada más secarse.
Siempre era la señora Verlow quien me daba algo que quería, y también otros regalos que necesitaba. A veces me daba la impresión de que quería más a la señora Verlow que a mamá, o incluso deseaba que ella fuera mi madre, en lugar de Roberta Ann Carroll Dakin. Por supuesto, siempre me sentía culpable de quererla más que a mamá, y también me sentía culpable por desear lo que deseaba. También la temía más que a mamá, puesto que a medida que fui creciendo, comprendí que mamá era un perro ladrador, poco mordedor.
Aquella Navidad, aquella primera Navidad, descolgué las grullas de papel del árbol artificial y las guardé a escondidas en el armario de la ropa, donde, en un rincón muy alto y difícil de alcanzar, en un rincón al que ya me las había ingeniado para trepar, las guardé en la misma caja en que había guardado el gorro y el suéter de la señora Llewelyn. Si conservaba aquellas grullas que antes fueron naipes, si tenía la vela adecuada, quizá podría hacerle más preguntas a mi bisabuela Cosima. Siempre y cuando reuniese el valor necesario. Pensé que ojalá pudiera dirigirse a mí sin toda aquella parafernalia, igual que todas las demás voces y los susurros que oía. Por supuesto, me esforzaba para no oírlas, aunque ahora que sabía cómo era su voz y tenía un nombre que darle, la reconocería. Claro que sí. ¿Cómo podía ser tan tonta? La primera vez me había hablado a modo de presentación. Podría comprobarlo cuando volviera a oír su voz y la reconociera.
Entonces, qué extraño, o puede que no sea tan extraño teniendo en cuenta lo que había descubierto, que la visita de mi bisabuela la vigilia, la visita que me hizo aquella Navidad y lo que me contó entonces, se borrase de mi memoria. Lo recordé sólo en sueños. Cuando soñaba, me prometía a mí misma que no lo olvidaría, pero al despertar lo olvidaba. Necesité soñarlo muchas veces antes de recuperar aquel recuerdo concreto. Antes de recordar que tenía que escuchar al libro.