Capítulo 44

Estuve a punto de caerme de la silla tras el primer mecánico ding dong de la puerta. El gesto brusco hizo temblar la llama, momento en que la inquietud me clavó a la silla. No pude volver a respirar hasta que la llama se elevó recta de nuevo. La única vez que había oído antes el timbre de la puerta fue cuando jugaba con él. Era una de esas campanillas de estaño que producían un encantador ding dong metálico cuando el badajo golpeaba las paredes interiores. Debido a la exposición constante a la sal, aquella campana en particular estaba algo ronca. Recuerdo perfectamente el sabor a agua marina que tenía. Estuve experimentando con el mecanismo toda una mañana, y mamá me sorprendió lamiendo la campana. Me advirtió que no volviera a tocar el timbre jamás, bajo amenaza de cortarme las manos, y menos aún a lamerlo, o de otro modo también me cortaría la lengua. La señora Verlow, Cleonie y Perdita no se quejaron; de hecho, pensé que les divertía, al menos hasta que mamá me amenazó con cortarme la lengua.

La campana de la puerta volvió a pronunciar su salado ding dong. Arriba, los durmientes se agitaron en sueños.

Con el dedo quemado, encontrar un modo de coger el candelabro con la mano diestra me supuso un esfuerzo de atención y precaución. El modo en que cogía el candelabro no hizo sino aumentar la sensación de dolor. Por suerte, tan sólo unos pasos me separaban de la puerta.

Giré la llave en la cerradura con la otra mano. El mecanismo interno de la puerta cedió; intenté tirar del tirador, que cedió poco a poco. Pensé que volverían a llamar al timbre, y estaba furiosa por el dolor que me laceraba la punta del dedo. Los goznes de la puerta cedieron con un gemido y eché un vistazo a la primera visita del día.

En el viento frío que soplaba procedente del golfo había una mujer encogida, temblorosa, con las manos hundidas en los bolsillos de una cazadora fina. Tenía la cara helada, como esculpida en plástico semitransparente, como el fulgor en la oscuridad que desprendía la Virgen María que el señor Quigley tenía en el salpicadero del Bel Air. A través de las gruesas gafas con montura de hielo, sus ojos, incapaces de pestañear, parecían congelados, convertidos en sendos cubitos, en lugar de los de alguien vivo. El brillo intenso del lápiz de labios le confería a la boca cierto aspecto caricaturesco. Una bonita bufanda con lentejuelas le rodeaba la garganta. Calzaba unas sucias deportivas de loneta blanca con suela de goma.

Abrí la puerta y le ofrecí la vela.

Sacó la mano izquierda del bolsillo y la asió. Al instante, la llama de la vela goteó y se extinguió. Me miró fijamente e inclinó un poco la cabeza hacia adelante. Tenía los nudillos enrojecidos y agrietados por el frío, y las uñas azuladas. Al igual que el rostro, sus manos podían estar hechas del mismo plástico que la figura de la santa madre.

—Feliz Navidad —balbuceé.

En un cacareo grave que tan sólo alcancé a entender debido a que hablaba lentamente, dijo:

Ah, ¿ya he llegado? ¿Es esto… Merrymeeting?

Asentí aturdida. Mi bisabuela me había anunciado su llegada. Al igual que Mamadee, no estaba segura de dónde se encontraba. Sin embargo, apenas necesitaba deducir que era una especie de fantasma, tal como había reconocido por la voz. Después de todo, había estado escuchando las voces de los muertos desde mi nacimiento, y sería raro que no se me aguzara el sentido para distinguir a diario esas voces de las voces de los vivos.

Soy Tallulah Jordán —se presentó.

Me hice a un lado y entró. Cerré la puerta para resguardarnos del viento.

—Soy la única que está despierta —le conté—. Voy a preparar café.

Estaría bien —dijo.

O se trataba de un fantasma aficionado al café o le parecía adecuado que preparase uno.

En la cocina, señalé mediante un gesto la mesita donde se sentaban Cleonie y Perdita. Tallulah Jordán depositó el candelabro en la superficie de la mesa. Apartó una silla y la colocó al revés, para sentarse con el respaldo delante y observarme mientras preparaba el café.

—Puedo preparar un té si lo prefieres —dije.

No, no, lo mío es el café.

Se quitó las gafas y las limpió para pasarles después una servilleta de hilo. Al cabo, volvió a ponérselas.

Preparé el café con una mano bajo la axila. Por incómodo que fuera, era menos probable que tirase algo si no utilizaba la mano del dedo quemado. Mientras hervía el café, tosté y unté de mantequilla un poco de pan. Cuando puse el plato en la mesa, ante ella, cogió una tostada como si no hubiera comido en una semana. O en años. Se humedeció los labios. Le serví un vaso de zumo de naranja para que tragara mejor la tostada, y cuando le ofrecí la taza de café extendió la mano ansiosa.

Aproveché la ocasión para observarla atentamente mientras pudiera. A juzgar por los ruidos que oía en el piso de arriba, era consciente de que no tardarían mucho en interrumpirnos.

Tenía las muñecas y los dedos nudosos, el rostro anguloso, y los pantalones anchos atados con un cinturón desgastado de cuero entretejido. Parecía la muerte en uno de sus peores días. Tallulah Jordán no estaba sólo poco alimentada, sino demacrada. Frágil. Tenía el pelo tieso por la sal que soplaba en el golfo. Tenía el pelo negro, de un sólido tono negro que delataba el uso del tinte.

Le serví una segunda taza, consciente de que también ella me observaba como yo la había observado a ella.

¿Cómo te llamas? —preguntó—. ¿Qué te pasa en la mano?

—Calliope Carroll Dakin. Tengo más de Dakin que de Carroll. —No respondí a la segunda pregunta.

Casi sonrió. Me tendió la mano y apoyé mi propia mano, la del dedo quemado, en su palma. Me besó el dedo. De pronto, el dolor desapareció. Me soltó la mano y me aparté de ella lentamente, contemplándome el dedo y luego a ella, y de nuevo el dedo. La quemadura seguía allí, pero el dolor había desaparecido por completo.

Cuando volví a levantar la mirada, la llama de la vela ardía de nuevo.

Oí los pasos de la señora Verlow en la escalera trasera. Dirigí la mirada a la puerta por la que entraría y me puse tensa como el alambre.

Una mano huesuda y fría me asió de la muñeca. Estuve a punto de dar un brinco del susto. De haber estado sentada en la silla, junto a la ventana, me habría caído de ella.

Tallulah Jordán me miró a los ojos mientras me cogía de la muñeca.

Escucha al libro —me dijo con su voz de papel de lija.

Se abrió la puerta que daba al descansillo de la escalera de servicio en el preciso instante en que logré soltar la mano.

La señora Verlow se detuvo de pronto en la puerta. Se puso lívida y husmeó en el aire como si oliera humo.

—He hecho una tostada —admití.

La señora Verlow me miró desconfiada.

Me acerqué a ella con la intención de retirarme al piso de arriba tan rápido como pudiera. Me cogió de la muñeca al pasar por su lado, y me soltó y se miró la palma de la mano como si se hubiera quemado al tocarme.

—El timbre de la puerta —dijo.

No hubo ni asomo de duda en su voz, pero respondí como si lo hubiera.

—Fui yo —confesé—. Lo siento.

Sabía que la estaba mintiendo. No quería descubrir qué más sabía. O qué no sabía. La señora Verlow se debatía entre la ira y, lo que me pareció más interesante, el miedo.

—Dejaste que la vela se apagara —dijo.

—No, señora.

El trato respetuoso no la apaciguó lo más mínimo.

—¿Quién más había aquí, Calley?

Bostecé sin dejar de rebullir inquieta.

—Nadie.

Me miró enfadada, y no me cupo duda alguna de que sabía que cuando empleaba la palabra «nadie», tan sólo la utilizaba en el sentido técnico, literal.

—Fuera de mi vista, Calley Dakin —ordenó la señora Verlow—, y la próxima vez que te vea, quiero la verdad.

Me fui pitando a la escalera de servicio.

¿Qué libro? ¿Cuál?

Volví la vista para asegurarme de que la señora Verlow no me estuviera vigilando, y me introduje en el armario de la ropa. Cerré la puerta al entrar con tanto sigilo como fui capaz, por si acaso la señora Verlow me estaba escuchando.

Al cabo, los ojos se me acostumbraron a la oscuridad y pude distinguir la oscura silueta de la cadenita con el tirador de cerámica en el extremo que servía para encender la luz dentro del armario. Tiré de ella. Tanto el tirador como la cadena estaban terriblemente fríos al tacto, más de lo que deberían haberlo estado. Solía disfrutar tirando de la cadenita, sintiendo la tensión en el extremo inferior, y luego al soltarla en el instante preciso en que se encendía la bombilla, o en que se apagaba. En ese instante de luz eléctrica, veía dónde estaba y dónde quería ir, y tiraba una segunda vez de la cadena para sumir el interior del armario en la oscuridad. No se dibujaría una línea de luz en el extremo inferior de la puerta del armario.

Me senté de rodillas y me arrastré hasta el estante donde guardaba los libros.

¿Cómo podía estar tan segura de que Tallulah Jordán se había referido a uno de ésos cuando me dijo aquello de escucha al libro? Algunos llamaban «El Libro» a la Biblia. Ella me había dicho que lo escuchara, no que lo leyera.

Deslicé los dedos en la hilera que formaban los lomos. Al tocar el que se titulaba Guía de campo Audubon de las aves se reavivó el dolor en el dedo que me había quemado al acercarlo a la llama. Me dolió tanto como cuando me lo quemé. Por un acto reflejo aparté el dedo. Y dejó de dolerme. Dejó de quemarme. Me mentalicé antes de acercar de nuevo el dedo al lomo de la guía de pájaros. En esa ocasión no sentí dolor.

Y dijo una voz:

Este.

No era la voz de Tallulah Jordán, ni la de mi bisabuela o la de Mamadee. Era la voz de Ida Mae Oakes, la voz meliflua y reconfortante de Ida Mae Oakes. Se me cubrieron los ojos de lágrimas, y estuve a punto de romper a llorar. Saqué el libro de la estantería y lo abracé con fuerza.

Había pasado la noche en vela. Me encaramé a mi estantería favorita y me acomodé en el confortable nido de toallas y almohadas de plumas; allí puse el libro bajo la almohada en la que apoyé la cabeza. No pensé en pijamas, ni en lavarme los dientes, ni en las habituales rutinas diarias. Me vino a la mente la extraña oración de la doctora Keeling. Oí de nuevo la voz de mi bisabuela Cosima:

Y despierto al alba,

que sobre mí rompe como ardiente rayo,

si vivir debiera hasta mediodía

una vela a la luna encendería.

Si vivir debiera todo el día

Al sol cantaría una preciosa melodía.

Alcancé a oír claramente el agua, yendo, viniendo y suspirando como el aleteo de unas imponentes alas

shusharush, shusharush, shusharush

a mi alrededor.