Calliope —dijo una voz de mujer, diferente a las voces de las mujeres que se encontraban presentes en la estancia. Era una voz grave, entre divertida y afectuosa.
Mamá se puso en pie de un respingo al tiempo que lanzaba un gritito. Miró en torno, intentando ver más allá de la oscuridad.
Soy una voz de otro mundo —se oyó proveniente del árbol artificial—. Sosiégate, Roberta Ann. No quiero tener que pedirle a nadie que te dé una bofetada para refrescarte la memoria. ¿Recuerdas nuestra conversación acerca de la falta de delicadeza de Shakespeare? Ya ves que soy yo. Nadie más podría haberte mencionado eso.
—¿Abuela? —susurró mamá, dirigiéndose más o menos al árbol.
Calliope —repitió la voz—, mucho me temo que lo tuyo no es la papiroflexia. A pesar de todo, has logrado darle un delicioso aire excéntrico al árbol.
—¿Qué quieres, abuela? —preguntó mamá—. ¿Por qué estás aquí?
Para representar el papel —respondió la voz. Una encantadora risa como el glissando de un piano estremeció el ambiente—. El fantasma de las Navidades pasadas, querida niña.
—¡Deja de hablar enigmáticamente! —protestó mamá, frustrada.
Puede que tú lo consideres así —admitió la voz—. Dejad que la niña se quede despierta esta noche para vigilar que no se apague la vela de la ventana. En el caso de que la luz se apague, no me importará ser responsable de las consecuencias.
—Como desee —dijo la señora Verlow, cuya voz surgió de pronto de la oscuridad.
A juzgar por el tono de voz, me pareció asustada.
Gracias —dijo la voz—. Calliope, el batir de un ala, un aliento pasajero o la corriente de aire de una puerta que se cierra podrían traer más que la oscuridad. ¿Acaso existe algo más temible que una vela extinguida? ¿Unas gotas de viscosa cera que se enfría, sazonada con los restos de hollín de una llama desvanecida? Prométemelo.
Titubeé antes de responder.
—Lo prometo —susurré.
Las luces del árbol de Navidad pestañearon de nuevo. La señora Verlow se apresuró a encender la luz cenital. Al verlo con claridad, el árbol me pareció más falso y desastroso que nunca.
La señora Verlow miró en torno.
—Bien, creo que ha llegado el momento de tomarse una sidra con especias —dijo tranquilamente.
—Ahí, ahí —aplaudió el padre Valentine—. Nada como una sidra con especias para poner en camino a un espíritu. Nunca había visto a una mujer tan preciosa, tenga la edad que tenga. ¿Quién era esa mujer extraordinaria? Y ¿cuándo murió?
—¿La ha visto? —pregunté al padre Valentine.
—Pues claro que sí. —Rió—. ¿Qué sentido tendría ser ciego si no pudiese ver lo que los demás no ven?
Mamá se llevó las manos a la cabeza.
—Están todos locos.
El señor Quigley y el señor Slater se levantaron para acercar una silla a la ventana del salón donde ardía la vela.
—Calley no va a quedarse de pinote toda la noche para vigilar esa estúpida vela —advirtió mamá.
—Sí, sí lo hará —dijo la señora Verlow, cuyo comportamiento contagió una visible sensación de alivio a todos los presentes, exceptuando a mamá.
—Yo soy su madre y…
—Señora Dakin —interrumpió la señora Verlow—. No soy tonta. Por favor, ahórrese usted la molestia de constatar lo obvio.
—Yo decidiré cuándo se va a la cama.
La señora Verlow no dijo nada. Nadie más habló. Inquieta, mamá miró en derredor. Todos la observaban con aire solemne y desaprobatorio, excepto yo, que estaba a punto de mearme encima.
—Discúlpenme —dije con cierta nota de pánico en la voz. Con ésas, eché a correr hacia el baño de invitados que había bajo la escalera.
El padre Valentine rompió a reír a mi espalda, y la tensión que había entre los adultos volvió a disiparse.
A mi regreso, ninguno de los invitados me dijo una palabra acerca de lo que acababa de suceder. Me ignoraron casi con fervor religioso, como si yo fuera el fantasma de la casa. Dieron buena cuenta de la sidra con especias, y de las delicias que la señora Verlow y yo servimos al mismo tiempo. Toda la conversación me sonó a matraca, un desapacible dicclic—esnicesnic.
Cuando llegó la hora de irse a la cama, mamá subió a la primera planta sin decir palabra, y sin que yo la acompañara.
La señora Verlow me trajo un termo de café y un orinal.
—Calley Dakin, si notas que se te cierran los párpados, date una bofetada en la mejilla. Pellízcate entre los dedos. —Me deslizó un alfiler en la solapa del pijama—. Si todo lo demás falla, clávatelo entre los dedos, entre los dedos de los pies o en cualquier lugar que sea sensible.
La puerta doble que daba al salón principal permanecía abierta, así que seguía viendo el falso árbol de Navidad. La señora Verlow apagó las luces del salón, pero dejó encendidas las del árbol. No era precisamente una postal navideña, dado que de los ganchos de la chimenea colgaban calcetines, sí, pero calcetines de verdad, no de adorno. Uno de los calcetines de nailon negros, una de las medias de seda de mamá, uno de los calcetines largos y marrones de algodón del señor Quigley, uno de los calcetines azul marino del señor Slater, una de las medias de nailon de la señora Slater, uno de los desastrados calcetines blancos de lana de la doctora Keeling, uno de los calcetines altos de la señora Verlow, y uno de mis calcetines de algodón rosa. Todo aquello era culpa mía; le había preguntado a la señora Verlow si colgaríamos los calcetines. No era muy común desconcertar a la señora Verlow, pero aquella pregunta pareció inquietarla, a pesar de lo cual hizo un esfuerzo por disimularlo con un rápido «por supuesto». Hizo que me preguntara si la señora Verlow había celebrado la Navidad alguna vez, e incluso si de pequeña había creído en Santa Claus.
Permanecer despierta fue más duro de lo que había imaginado. Después de que todo el mundo se retirase a dormir, me aburrí mucho. No podía leer ni hacer nada que me apartase la mirada de la vela que ardía en la ventana. Sorbí el café muy azucarado, y escuché a la casa y a la gente que había en ella.
Mamá tosió, apagó el último Kool del día y habló sola.
—Mierda, ¿dónde está Calley cuando me duelen tanto los pies? Vigilando una estúpida vela. —Al cabo de un rato, se dijo—: Al menos sé que la abuela está muerta.
Las oraciones murmuradas por el padre Valentine se veían interrumpidas por las flatulencias.
Los ronquidos del señor Quigley eran audibles para cualquiera que tuviese un oído normal.
La señora Verlow volvió las páginas de un libro durante algo más de una hora, antes de que alcanzase a oír el sonido metálico del interruptor de la lámpara y el suspiro que hizo al recostar la cabeza en la almohada, entre el suave frufrú de las sábanas.
La señora Slater besó al señor Slater y ambos se dieron la espalda en la cama, apartados uno del otro, para después tirar de los respectivos extremos de la manta.
Las uñas de los pies de la doctora Keeling cedieron bajo la presión del cortaúñas. Los restos producían un ruido seco como de tictac al caer en un platillo de vidrio. Cuando terminó, oí cómo se las limaba. Al cabo, echó el contenido del platillo en un trozo de papel que dobló cuidadosamente, para después guardarlo en el cajón de la mesilla de noche. A la mañana siguiente, lo quemaría. Luego se arrodilló junto a la cama y rezó.
Ahora-que-me-voy-a-la-cama-ruego-al-perro-que-cuide-de-mi-alma-y-si-muriera-antes-de-despertar-ruego-al-perro-que-los-huesos-se-me-lleve.
En cuanto se hubo metido bajo las sábanas, se quedó inmediatamente dormida.
Mientras veía arder la llama me entró el sueño. Me pinché con el alfiler. La llama se alzó un poco sobre la cera fundida, retorciéndose y temblando, y la columna gris de humo que desprendía oscilaba ante mi aliento.
Calliope —dijo desde la llama la voz de la abuela de mi madre, que suspiró antes de añadir—: Lo que hay que hacer para mantener una conversación privada.
—¿Bisabuela?
Cuantas eses y bes tiene esa palabra. Llámame Cosima.
—Sí, seño… Cosima.
Niña, deberás recibir con una vela encendida en la mano a la primera persona que llame a la puerta la mañana de Navidad.
—Sí, señora.
No todo lo que oigas es verdad. No digas sí, señora, por favor.
—No, señora.
Otro modo de verlo es que la verdad es un asunto peliagudo. Ten cuidado con aquél en quien deposites tu confianza. No confíes totalmente en nadie.
—¿Ni en ti?
Los chistes fáciles me parecen una pérdida de tiempo, niña.
—Perdón —me disculpé.
Vaya, no hace falta que me pidas perdón. Eres el vórtice, querida niña, el ojo de la tormenta. No es cosa tuya, aunque, en fin, el tiempo. Las fuerzas que fluyen deforma natural, por así decirlo. ¿Te estoy confundiendo?
Asentí.
Oh. Vaya, aún eres una niña. No sabes cuánto me gustaría poder quedarme por aquí el tiempo suficiente para contártelo todo.
—Papá —balbuceé.
¡Chitón, niña! —exclamó—. ¡Si llamas a otro fantasma, uno de los dos será destruido!
—Pero…
¡Sólo los débiles protestan!
La llama de la vela resplandeció un instante. Pensé que iba a apagarse, y entonces el pánico se apoderó de mí. Al poco tiempo, la llama recuperó la intensidad de costumbre y se encogió de nuevo hasta adoptar la altura normal.
Mi llama arde a ambos lados —dijo Cosima—, no aguantará encendida toda la noche; mas, ay, mis enemigos, y ay, mi amor; arroja una preciosa luz. —Rió como complacida consigo misma—. Apunta a la vela, Calley.
Sentí un leve empujón en el codo para que introdujera el dedo en la llama. Lo retiré en seguida. La mordedura del fuego me dolió, torcí el gesto y sentí un temblor mientras hundía el dedo chamuscado y dolorido en el puño de la otra mano.
Arde, arde con fuerza, Calley. El susurro me llegó desde algún punto situado encima del hombro.
La conmoción de la quemadura me despertó del todo. Una oleada de energía me hizo cobrar conciencia no sólo de la sustancia del mundo material que me rodeaba, sino del hecho de que no estaba somnolienta, no tenía ni pizca de sueño o cansancio. Ahora sé que no hay absolutamente nada sobrenatural en este estado mental; tan sólo experimentaba la claridad y el sentido de la supra realidad común a todos aquellos que han estado despiertos toda la noche. Sospecho que esa sensación es una de las cosas que atraen a los noctámbulos. Pero, entonces, di por sentado que así debía percibir este mundo el fantasma de Cosima.
Me bastó con una mirada a la repisa de la chimenea para caer en la cuenta de que los calcetines colgaban como si estuvieran llenos. Por un instante, pensé que tendrían dentro el pie. Tras pestañear, reparé en que en el interior de los calcetines tan sólo había algunos objetos misteriosos. No tenía la menor idea de cómo habían llegado allí sin que yo lo viera.
La oscuridad clareaba tras las cortinas, hasta tal punto que ya podía verse más allá. La mañana de Navidad estaba al caer.