Las migraciones de las aves durante otoño y primavera atraían a muchos de nuestros huéspedes. De los habituales, los Llewelyn se contaban ya entre los huéspedes que conocimos mamá y yo al llegar, aunque entonces no me fijé mucho en ellos, y ellos a su vez tampoco me prestaron mucha atención a mí. El doctor Gwilym Llewelyn era un dentista retirado que pedía a todos que lo llamaran Will. La señora de Gwilym Llewelyn no era tan campechana y aprovechaba su condición matrimonial para insistir en que la llamasen señora Llewelyn, aunque era una maniobra de distracción: su nombre de soltera era Lou Ellen, y a ella le parecía cursi.
A su regreso en otoño de 1958, los Llewelyn elogiaron mi interés por las aves. Su entusiasmo resultó contagioso; el modo en que disfrutaban de las aves era intenso e inmediato, tanto que con ellos me sentí de pronto como en casa. En cuanto descubrieron que se me daba bien imitar el canto de los pájaros, fue como si me adoptaran. El doctor Llewelyn insistió en examinarme los dientes y limpiármelos con un instrumental dental que llevaba en el equipaje, y me regaló dentífrico con flúor, que fue lo que probablemente me salvó la dentadura de la dieta alta en azúcar de Merrymeeting. La señora Llewelyn me llevó de compras de vez en cuando, con la excusa de que necesitaba que alguien la ayudara a llevar las bolsas. En esas expediciones, me compraba zapatos y ropa que me sentaba bien, y me invitaba a almorzar y a tomar el té en Pensacola o Milton.
Cada Navidad enviaba a los Llewelyn una postal hecha por mí con una grulla de origami para que la colgasen del árbol, y ellos me enviaban una tarjeta comprada en una tienda, media docena de cepillos de dientes, abundante suministro de dentífrico y un calendario. Para mi cumpleaños no sólo me llegaba una tarjeta sino también un regalo, que siempre, invariablemente, el señor Llewelyn tachaba de «frívolo». En una ocasión fue una falda larga con el emblema del perrito de lanas y las enaguas de rigor que ponerse debajo, de modo que moverse entre los pupitres de la escuela adquirió más o menos la misma dificultad que atracar un barco. Con ocasión de otro cumpleaños, los Llewelyn me enviaron un diario de chica con el candadito correspondiente y un juego de papelería, con sellos y una agenda incluida. Sus regalos eran las cosas habituales que los niños de mi edad recibían casi con toda probabilidad por parte de los abuelos, tías o tíos, así que al abrirlos no podía dejar de sentirme menos huérfana.
Desde mediados de marzo a junio, la playa ofrecía tregua al invierno del norte. De junio a septiembre, nuestros vecinos más próximos del caluroso sur buscaban un lugar donde reinase una temperatura más templada, sin renunciar por ello a la playa. La clientela bajaba un poco en octubre, y caía en noviembre, diciembre, enero y febrero, pero nunca cesaba por completo, pues los huéspedes se alojaban en Merrymeeting por motivos que poco tenían que ver con el clima. Incluso en Acción de Gracias y Navidad, fechas que muchos prefieren pasar con la familia, se alojaban algunos huéspedes en Merrymeeting. Los Llewelyn siempre se marchaban a tiempo de pasar las vacaciones con la familia. La señora Mank nunca pasó las vacaciones con nosotros.
De todos los huéspedes de Merrymeeting, los más excéntricos eran los que aparecían por Acción de Gracias y Navidad.
Que yo recuerde, cada año, una pareja de ancianos, los Slater, llegaban la tercera semana de noviembre y se quedaban hasta el uno de enero. A la señora Slater le encantaba el bridge. Si no podía reunir a los jugadores necesarios para una partida, hacía punto. El señor Slater buscaba siempre a alguien con quien poder jugar al ajedrez o al pinacle. Ambos eran muy competitivos, y a menudo los veía haciendo trampas en el juego. Para ser tan mayores, tenían unos asombrosos reflejos con los naipes y las agujas de hacer punto.
El señor Quigley era un hombre extraordinariamente alto, delgado y desgarbado; tenía la costumbre de llegar el día antes de Acción de Gracias, alojarse una semana en Merrymeeting y luego regresar a pasar otra semana en Navidad. Jugaba al bridge con la señora Slater, o al ajedrez o al pinacle con el señor Slater. Tengo la impresión de que también era consciente de que ambos hacían trampas jugando, y que eso le divertía. Pintaba pequeñas acuarelas; paisajes, por lo general.
La doctora Jean Keeling era una mujer a la que le gustaba mucho leer, y pasaba en Merrymeeting las últimas dos semanas de diciembre y todo el mes de enero. Cuando no leía novelas de ciencia ficción, escuchaba ópera en el Stromberg Carlson, y escribía muchas postales y cartas. Jugaba a bridge y a otros juegos con los Slater, y era tan rápida con las cartas como ellos, aunque al igual que el señor Quigley, no parecía importarle ganar o perder. Fue muy amable conmigo, tanto como para prestarme las novelas a medida que las leía, aunque en general no fuera una persona demasiado gregaria. Tenía un único amigo de verdad en el grupo, el padre Valentine.
El padre Valentine era un sacerdote ciego y anciano que llegaba el 1 de noviembre y se hospedaba en Merrymeeting hasta el 15 de febrero. Era episcopaliano, estaba retirado, pero no era lo que se entiende por un hombre frágil. Me pagaba por horas para leerle en voz alta, lo que me ayudó a mejorar mucho mi capacidad lectora y a ampliar mi vocabulario, por no mencionar mi conocimiento de la Biblia, la teología y la filosofía. Por suerte para mí, el padre Valentine también disfrutaba de las novelas de misterio, y gracias a él me eduqué en el canon del crimen de ficción. Era facundo, por no decir indiscreto, pero de un modo honesto, pues no había en él una pizca de malicia ni puerilidad.
Las distracciones de estos huéspedes, sin embargo, no era lo que los convertía en los más excéntricos, ni tampoco la costumbre de pasar en Merrymeeting lo que normalmente son unas vacaciones para estar en familia, sino lo extraordinariamente supersticiosos que se mostraban, aunque fuese de modos distintos. Conversaban y discutían acerca de estas creencias con la misma naturalidad que otros hablan del tiempo. Daban la impresión de estar siempre arrojándose sal por encima del hombro izquierdo o llevando a cabo algún extraño ritual para salvaguardarse de un terrible final causado por un suceso aparentemente insignificante.
La cama del padre Valentine tenía que colocarse con la cabecera mirando al sur, para procurarle una larga vida.
Cada uno de los demás huéspedes exigían que la cabecera de la cama mirase al este, por la salud, y consideraban pura superstición la insistencia del padre Valentine con el sur, algo, además, que probablemente le traería mala suerte.
Todos se hacían nudos en los pañuelos por un amplio espectro de razones que tan sólo ellos conocían.
El padre Valentine me informó de que el collar de cuentas de ámbar que la doctora Keeling llevaba siempre puesto la protegía de la mala salud.
También me explicó que la solitaria cuenta de cristal azul que la señora Slater llevaba engarzada en el pasador de la solapa la amparaba de la brujería.
El señor Quigley y el padre Valentine, ambos fumadores, jamás encendían tres cigarrillos con la misma cerilla.
Cuando estaba resfriado, el señor Quigley pedía media cebolla para meterla bajo la almohada, cosa que la doctora Keeling consideraba una superstición.
Las velas eran una obsesión generalizada.
Había que encender una vela en la ventana desde Nochebuena hasta la noche de Navidad. Era presagio de mala suerte que se apagara, y de buena que no lo hiciera.
Verse reflejado en un espejo iluminado por la luz de una vela traía una maldición. Respecto a esa creencia me mostré neutral, pues me había visto reflejada en espejos iluminados por velas y no me sentía particularmente maldita.
Ver a un ser querido en un espejo iluminado por la luz de las velas podía constituir un aviso temprano de su muerte. Eso me lo creía. Había visto a Mamadee en el espejo del salón antes de que nos confirmasen su fallecimiento.
Y luego estaba la que decía que no te quedaba mucho de vida si veías a un ser querido que hubiera fallecido reflejado en un espejo iluminado por la luz de las velas. En fin, creo que no tenía muy claro lo de Mamadee, de modo que supuse que aún no había motivos para dictar testamento.
El resto de los insignificantes rituales propiciaban una atmósfera tensa, como si todo el mundo tuviera que andar de puntillas porque alguien agonizaba en uno de los dormitorios.
Mamá me hacía callar constantemente. A menudo salía corriendo fuera, aunque el viento frío que soplaba procedente del golfo se me metía en seguida en los huesos, los pulmones me dolían y la nariz se convertía en un grifo. Casi nunca me acordaba de coger el pañuelo, así que el pañuelo que formaba parte del sombrero solía estar sucio porque lo utilizaba para sonarme.
En la primera Navidad que pasamos en Merrymeeting, la señora Verlow no emprendió los preparativos hasta Nochebuena. Fue cuando regresó de Pensacola con un árbol de Navidad artificial.
Me sentí muy aliviada, puesto que la ausencia de los habituales preparativos me había hecho sospechar que no iba a celebrarse la Navidad en Merrymeeting. Mamá me dijo que dejase de decir tonterías; estábamos arruinadas, éramos pobres como ratas, y de todos modos la Navidad se había convertido en algo demasiado comercial. Disfrutaríamos de una Navidad austera, más acorde con su significado religioso.
Como rara vez había niños en Merrymeeting, desde entonces me he preguntado si la señora Verlow compró ese árbol sólo por mí. Era blanco, y parecía una antena de televisión adornada con cepillos cilíndricos de esos que se utilizan para limpiar botellas. Mamá lo consideró una vulgaridad: en casa siempre habíamos tenido un árbol de verdad.
A mí el árbol falso me parecía bien. Lo pusimos en el salón grande. La señora Verlow me dio una botella de pulverizador con un líquido que había preparado ella (antifuego, me dijo) para que rociara el árbol. Olía a pino, con una pizca de menta. Me pregunté por qué había que procurar que el árbol de aluminio estuviera protegido del fuego, aunque aquel gesto no era más que una de las muchas cosas peculiares que hacían los adultos, como arrojarse sal por encima del hombro o fingir que no iban al baño.
Los adornos que trajo la señora Verlow para el árbol de mentira consistían en pequeñas velitas en faroles Victorianos, que burbujeaban cuando se calentaban, y en una docena de bolitas de plata y oro del tamaño de huevos de ganso. Me las apañé para romper ocho de aquellas bolitas brillantes, así que al final el árbol quedó bastante pelado.
La señora Verlow lo observó unos instantes, lanzó un suspiro y se acercó al cajón del escritorio donde guardaba las cartas. Rebuscó en el interior y sacó la trajinada baraja. Me la lanzó. Antes de atraparla en el aire la reconocí como la baraja que habíamos empleado cuando escuchamos la voz de Mamadee.
La cogí con fuerza. ¿Acaso se había propuesto la señora Verlow que Mamadee hablase de nuevo?
—Jean —le dijo la señora Verlow a la doctora Keeling, que parecía haberse escondido en un sillón muy recargado que había en una esquina.
Al igual que los demás huéspedes y mamá, la doctora Keeling había estado observando cómo decorábamos el árbol, aunque no había participado en el proceso. De hecho, ninguno de los huéspedes había participado.
—¿No hacía usted algo con las cartas? —preguntó la señora Verlow.
La doctora Keeling guiñó un ojo y se encogió de hombros.
—Calley —dijo—, alcánzame esas cartas, anda.
Cuando se las acerqué, ella sacó los naipes de la cajita descolorida y puso el mazo en la palma de la mano derecha con un movimiento de lo más fluido. Dejó caer la caja en el regazo. Sacó una carta del mazo y apoyó el resto en uno de los brazos del sillón. Fue como si le centellearan los dedos, me pareció ver incluso una chispa fugaz, y de pronto la carta se convirtió en un tieso y peculiar pajarillo en la palma de su mano. Me lo ofreció.
Cierta habilidad a la hora de doblar el papel había bastado para metamorfosear al rey de corazones en aquel extraño y anguloso pájaro.
—Una grulla —dijo la doctora Keeling. Pasó la mano por el mazo, y visto y no visto le apareció otra figura en la palma de la mano—. Origami.
—Un pájaro —le dijo mamá al padre Valentine—. Jean ha hecho un pájaro con una carta.
Todos sonrieron, mamá incluida.
—¿No le parece ingenioso? —preguntó mamá.
La doctora Keeling hizo la siguiente grulla como a cámara lenta, para permitirme ver cómo lo hacía. Luego me enseñó paso a paso cómo doblar mi primera grulla.
Todos aplaudieron, el señor Quigley lanzó un silbido llevándose los dedos nudosos a la boca, y todos rieron.
Sentada en el suelo, convertí el resto de la baraja en grullas de origami, mientras la doctora Keeling les pasaba aguja e hilo a todas. Luego las colgué del árbol, gracias a que el señor Quigley me ayudó con las ramas más altas.
Reinaba tal ambiente de felicidad que olvidé mi temor de provocar a los fantasmas.
Cuando la señora Verlow apagó las luces y encendió las del árbol, todos aplaudimos de nuevo, reímos y coincidimos al decir que era algo mágico. Entonces, las luces del árbol de Navidad parpadearon, lo que dio pie a un generalizado murmullo de alarma.