Capítulo 40

Mamá entregó el Edsel a la señora Verlow casi al llegar. Aquella pérdida no pareció contrariarla. Se ahorró el gasto de gasolina y de mantenimiento, de modo que a partir de entonces sólo tuvo que preocuparse de su propio mantenimiento. En los años siguientes, vendería su vestuario de alta costura pasado de moda en una tienda de empeños, y emplearía el dinero en comprarse ropa nueva pret—á—porter, lo que ya no estaba por debajo de su condición. Dejó caducar el permiso de conducir de Alabama, y de hecho fue como si olvidase conducir conscientemente. Siempre que quería ir a algún lado, dependía de la amabilidad de la señora Verlow y del medio de transporte que le ofreciera el huésped de turno.

Una mañana desapareció el Edsel. La señora Verlow no dio ninguna explicación al respecto. Mamá no se rebajaría a preguntarle a la señora Verlow qué había sido del coche, y de hecho su ausencia libró a mamá de aquel recordatorio de todo lo que había perdido.

Mamá y Mamadee me habían enseñado desde la cuna a nadar en la insatisfacción. Mamá y yo continuamos con nuestro tira y afloja, aunque sólo fuera por costumbre. Sin embargo, el descontento no era algo natural en mí. A ese respecto podía considerarme una niña saludable; casi todo lo que había bajo el sol me resultaba nuevo, y podía decirse que me había cansado de muy pocas cosas. No necesitaba promesas de felicidad para encontrarme bien en aquel lugar.

A diario, tras el desayuno, me aguardaba una lista de tareas. Ser útil hacía que me sintiera necesaria, y sentirme necesaria me hacía sentir más segura. El conocimiento de que amontonaba monedas de veinte centavos en el libro de contabilidad de la señora Verlow constituía para mí un pequeño placer inconfesable, que en mi opinión son los mejores.

Seguí llevando el pelo hecho un desastre. Siempre que mamá reparaba en ello, despotricaba acerca de la facilidad que tenía Merry Verlow para blanquear y freírme el cabello a su antojo, sin su permiso. Si a eso sumamos la estopa enmarañada que tenía en el cráneo y las orejas de soplillo, la verdad es que parecía una boba, lo que sin duda comportaba ciertos beneficios, pues al menos tener aspecto de boba desarma.

La señora Verlow hizo lo posible por protegerme la piel del constante contacto con el sol mediante alguna de sus cremas, pero sin mucho éxito. Decidió que debía llevar sombrero para protegerme el rostro cuando saliera. Así lo hice, al menos cuando ella andaba cerca. Perdita me había hecho sombreros, una especie de mezcla entre sombrero panamá y pañuelo que podía anudarme bajo la barbilla cuando hacía viento, y cuyas piezas podía separar para lavarlas. Sus sombreros no sólo me cubrían el rostro, también el pelo y las orejas, y me tapaban un poco los oídos, lo que por lo general me parecía una auténtica bendición.

En lo tocante a la piel, llevaba camisetas de manga larga bajo el peto cuando estaba fuera de la casa, aunque no servía de mucho. Me remangaba tanto las mangas como las perneras, y me quemaba igualmente brazos, piernas y pies, al menos cuando me alejaba de la señora Verlow. Por supuesto, cuando me dejaba acompañarla en sus errantes paseos no hacía tal cosa. Necesitaba las mangas y las perneras, calcetines y playeras para algunos de estos paseos, pues nos llevaba por matorrales, ciénagas y fangales que en verano solían estar infestados de bichos, por no mencionar la playa, que estaba a rebosar de pulgas. La señora Verlow me hacía recoger flores silvestres, semillas, bayas, corteza y demás, e identificarlas por mis propios medios consultando los libros. A primera vista la isla parecía yerma, pero en ella anidaba una inesperada variedad de plantas tras las dunas y en las oquedades que mediaban entre ellas. Allí crecía una mata de romero, por ejemplo, y calaminta, conradina, raíz del coral y azalea.

La lección más importante e inmediata fue que no todo está en los libros. La segunda fue que la curiosa y aromática candelaria que crecía en los alrededores de Merrymeeting procedía del monte; la señora Verlow la transplantaba después de recogerla en diversos puntos de la isla. Pertenecía al género Senna o Cassia, única en la isla, encogida por medios naturales debido a las duras condiciones climáticas. La Cassia alata no figuraba en los libros de que disponía, ni en ningún otro de los que había tenido ocasión de consultar. A la hora de elaborar sus preparados, la señora Verlow no desaprovechaba nada de aquella planta; lo utilizaba todo, desde la raíz a la rama y las flores puntiagudas que brotaban en mayo y las vainas que surgían de ella.

Antes de que finalizaran las vacaciones escolares de verano, había empezado a conocer un poco a los familiares más próximos de Cleonie y Perdita. El marido de Perdita, Joe Mooney, tenía una barca de pesca propia y se ganaba la vida pescando; tal como he mencionado, a menudo era la fuente de suministros de la comida que se servía en Merrymeeting. Joe tenía hijos de un matrimonio anterior, chicos mayores que pescaban con él. Los había criado solo después de perder a la madre cuando eran pequeños. Perdita y él no habían tenido hijos.

Cleonie siempre llamaba señor Huggins a su marido, lo que me llevó a dar por sentado que debía tratarse de un hombre serio como un cura. Resultó que él la llamaba señora Huggins, y que aquella muestra mutua de formalidad constituía una especie de broma privada. Nathan era su nombre de pila, y trabajaba para una maderera que importaba troncos de caoba a través de Pensacola. Desde que era un niño, siempre había trabajado allí, salvo cuando hizo el servicio militar. Era el jefe de una cuadrilla, una cuadrilla de color, claro, y se dedicaban a recoger los troncos en el muelle. Los Huggins tenían tres niñas mayores que yo, y también un niño, Roger, que más o menos tenía mi edad. Vivían todos juntos en una casa con la madre del señor Huggins y la madre, el padre y el abuelo de Cleonie.

Cuando me enteré de que los Huggins tenían perro y Perdita tenía dos gatos en casa, le pedí una mascota a la señora Verlow. Procuré que mi petición fuera más bien modesta, y le dije que me apañaría con un gatito.

—Vaya, Calley, lamento decirte que no. Los gatitos crecen y se convierten en gatos, y los gatos se comen a los ratones y a los pajarillos.

No había pensado en los hábitos alimenticios de los gatos.

—¿Un cachorrillo?

La señora Verlow me dedicó una sonrisa triste.

—Los cachorrillos se convierten en perros —dije—. ¿Qué hacen los perros?

—Pues se duermen en los muebles —dijo—. Dejan pelo por todas partes. Mascan cosas. Huelen a perro cuando están secos y a perro mojado cuando están mojados. Envejecen, mueren y te parten el corazón.

—¿Tan malo es eso?

Ella sacudió la cabeza.

—Créeme, Calley. Ten cuidado con aquello que amas, porque el amor siempre te hará pagar un precio.

Luego cambió de tema. No insistí; como hubiera hecho cualquier crío, supuse entonces que con el tiempo la haría cambiar de opinión.

Por mucha curiosidad que sintiera por los Huggins y los Mooney, ellos tan sólo se interesaban un poco por mí. Eran más que educados conmigo, pero tenían sus propias vidas. Cleonie y Perdita ejercían cierto grado de autoridad sobre mí, y me regañaban de vez en cuando como hubieran regañado a sus propios hijos, pero no se debía a que aspirasen a tener nada que ver con mi educación. Tenían establecidos unos mínimos, y uno de ellos era que cualquier niño, blanco o de color, respetase a los adultos.

Sin embargo, terminé pasando mucho tiempo en compañía de Roger, que solía pasar las vacaciones escolares con su madre en Merrymeeting, y así fue hasta la adolescencia. Durante la semana, dormía en un jergón en la habitación de Perdita y Cleonie, y luego acompañaba a su madre a casa a pasar el domingo, exactamente igual que ellas.

No diré que fuimos amigos, pero nos llevamos bien. Puesto que era un chico, y siete meses enteros mayor que yo, se consideraba al mando. Como es natural, tuvimos nuestros más y nuestros menos. Cuando lo conocí, moví las orejas para que lo viera, y eso le impresionó profundamente. Roger contraatacó mostrándome hasta qué punto podía llegar a doblar los dedos y el pulgar hacia atrás, y encajar y desencajarse los brazos. También yo expresé mi asombro, y no lo hice sólo por corresponderle.

La señora Verlow estaba en tratos con los guías que sacaban a los pescadores de altura que de vez en cuando se alojaban en la casa; no quería tomarse la molestia de mantener una embarcación de pesca de altura ni alquilar un amarre para una embarcación semejante. La propiedad Merrymeeting se extendía desde la bahía al golfo, en línea recta a lo largo de la isla, y en la bahía había una playita y un embarcadero. Allí era donde tenía la señora Verlow algunos esquifes y un par de veleros. Una niña de siete años sola se las hubiera visto y deseado para mantener limpia la playa, el embarcadero en condiciones, los barcos estancos y las velas en buen estado, pero si trabajaban juntas, dos personas podían hacerlo sin problemas. Aquel primer verano en Isla Santa Rosa, mantener limpia la playa fue una de las primeras tareas que la señora Verlow nos asignó a Roger Huggins y a mí en calidad de equipo.

Ambos teníamos nuestras ocupaciones por separado en la casa, aunque algunas las resolvíamos juntos porque cuatro manos hacían la faena más llevadera.

A menudo, las habitaciones de los huéspedes no podían acomodar todo el equipaje de éstos, sobre todo el de aquellos que se alojaban en la casa durante semanas. De modo que se nos encargó a ambos llevar parte del equipaje al desván. Las maletas y bolsas grandes por lo general eran vaciadas previamente en los armarios y cómodas de los huéspedes, de modo que los bultos eran más aparatosos que pesados.

Cuando llegué por primera vez a lo alto de la escalera, le daba la espalda a Roger, situado al otro lado de un baúl. Se trataba de un baúl tipo militar (¿cómo iba a ser de otro modo?), pero vacío, de modo que entre ambos pudimos con él. En seguida lo dejamos en el descansillo de la escalera.

Una larga cadena, de esas compuestas por pequeñas cuencas de metal que solían verse pendiendo de luces y de los ventiladores cenitales, colgaba en la oscuridad. Al tirar de ella, se encendieron una serie de bombillas suspendidas de las vigas. No tenían pantalla, pero eran de escasa potencia y estaban cubiertas de polvo y suciedad. Gracias a aquella luz que jamás alcanzaba a iluminar todo los ángulos y hendeduras, el desván se nos antojaba inmenso entonces. Yo aún lo recuerdo así.

A pesar de las troneras bajo el alero, cuyo objeto consistía en disipar el calor acumulado, hacía un calor sofocante en el desván, fuera la estación que fuese. Cuando descansamos al final de la escalera, oí el arrullo de las palomas, el trajín de las plumas y los arañazos de las diminutas garras. Lleno como estaba el desván de objetos inanimados, rebosaban en él los bichitos: polillas, arañas, moscas, escarabajos, avispas, otros insectos, murciélagos, pájaros y ratones.

Empujamos la maleta en el hueco más cercano y nos detuvimos de nuevo para mirar a nuestro alrededor. Roger y yo cruzamos una mirada triste; por mucho que nos hubiera gustado explorar el lugar, no nos atrevíamos a entretenernos. La señora Verlow nos aguardaba para encargarnos más faenas.

Tendríamos otras oportunidades para visitar el desván, y con el tiempo, a medida que nos hicimos mayores, incluso pudimos acceder libremente a la llave que la señora Verlow guardaba en cierto cajón del escritorio de su despacho. El desván nunca llegó a vaciarse. Siempre encontrábamos cosas ahí dentro que no recordábamos haber visto con anterioridad. Los huéspedes no sólo dejaban parte del equipaje en el desván durante la visita, sino que, además, podían hacerlo mientras viajaban a otra parte. El almacenaje temporal a veces se volvía permanente por razones que ignorábamos. Quizá un huésped no regresaba, u olvidaba el equipaje, o lo abandonaba deliberadamente. Además, el desván atesoraba más cosas aparte del equipaje. Todo lo que cabría encontrar en un desván, y muchas otras cosas.

Algunos de los huéspedes de la señora Verlow llegaban, se marchaban y nunca volvían; otros eran huéspedes habituales, y otros eran incluso asiduos. Algunos de ellos se alojaban durante semanas en la casa, mientras que otros pasaban un mes o seis semanas. La señora Mank demostró ser totalmente impredecible. Su ausencia más larga fue de cinco meses; la más corta, de un fin de semana. La veíamos al menos tres veces al año. La señora Verlow siempre supo con antelación cuándo iba a presentarse la señora Mank, aunque nunca me lo decía hasta que llegaba el momento de prepararle la suite.

Confiaba que algún día veríamos a Fennie Verlow. La señora Verlow telefoneaba a Fennie cada pocos días, y recibía cartas y pequeños paquetes remitidos por su hermana. Se hizo mención a una posible visita, pero la señora Verlow nunca fue a visitar a Fennie. No recuerdo que la señora Verlow se alejase lo bastante de la casa como para no volver a tiempo de dormir en Merrymeeting.

Frente a los huéspedes, la señora Verlow nunca discutió o desafió a mamá, que se había apropiado del papel de señora de la casa y lo representaba continuamente. Con el tiempo, incluso los huéspedes más asiduos llegaron a comportarse como si en realidad siempre hubiera sido ella la dueña. Mamá dirigía la conversación en todas las comidas, no permitía hablar de religión, política, dinero o sexo. Por lo general, sus normas daban como resultado charlas ridículas que desembocaban en los habituales tópicos acerca del tiempo, y en los recuerdos de mamá de su época de belleza sureña, justo al concluir la guerra, aunque a veces parecía como si estuviera hablando de la guerra entre el Norte y el Sur, en lugar de la segunda guerra mundial; en numerosas ocasiones, también los huéspedes se veían más o menos empujados a hablar sobre sí mismos.

Los huéspedes de la señora Verlow tendían a ser personas razonablemente bien educadas; a veces, incluso, eran extraordinariamente bien educadas. Casi siempre eran muy bien hablados. Artistas y fotógrafos, tanto aficionados como profesionales, se sentaban a menudo a la mesa junto a teólogos, académicos, maestros de escuela, músicos y muchos otros profesionales. Una sustancial proporción de los invitados de Merry Verlow también eran aficionados a las aves, un grupo con el cual yo congeniaba de inmediato. A medida que cambiaban los nombres escritos en el libro de huéspedes, se introdujeron nuevos temas o se reanudaron los de siempre. Si bien mamá sufría con las charlas sobre aves, arte y música, así como el resto de las muchas cosas que resultaban irrelevantes para las necesidades de Roberta Ann Carroll Dakin, yo absorbía todo aquello como una esponja. Para mí el resultado fue un nivel de estímulo intelectual que jamás podría haber recibido en mi propia casa, de no haber sido asesinado papá, y de no haber acabado mamá y yo expulsadas de ella.