Adele Starret debió reparar en la discrepancia de fechas cuando obtuvo el testamento. Pudo contárselo a mamá de buenas a primeras. Pero no lo hizo.
Mamá se sintió de pronto mucho más animada. Mamadee había muerto, pero mamá aún estaba a tiempo de enfrentarse a ella, sin la posibilidad de que Mamadee pudiera devolverle los golpes. En cuanto el dinero volviera a estar en sus manos, mamá no sólo recuperaría el puesto en la vida que le pertenecía por derecho propio, la riqueza, sino que, además, recuperaría a Ford.
Mamá estaba más que dispuesta a sacudir con el látigo a la señora Starret, con tal de que ésta se dirigiera de vuelta a su automóvil, así de apremiante era la necesidad que sentía de verla emprender los pasos necesarios para poner en marcha el asunto.
Pero no era tan fácil poner en marcha a la señora Starret. Tenía algo más en mente.
—Aún no hemos hablado de mis honorarios.
—Le daré un millón de dólares, señora Starret, sólo por ver que se hace justicia; como sabe, el pasado año me desplumaron en dos ocasiones, y no tengo un centavo a mi nombre —confesó mamá.
—Comprendo, y estoy dispuesta a esperar a que se falle el caso. Los abogados suelen proceder de ese modo. Lo llamamos honorarios de contingencia. Mis honorarios no son de un millón de dólares —añadió la señora Starret—. Me daré por satisfecha con un quince por ciento del total que perciba usted, sea cual sea.
—Eso me parece mucho dinero —opinó mamá.
—Lamento decirle que nunca regateo —dijo la señora Starret.
Se levantó. La señora Verlow y la señora Mank lo hicieron una décima de segundo después.
—Gracias, Merry Verlow —dijo la señora Starret—. Ha sido un placer volver a verte.
—Dale recuerdos a Fennie —le pidió la señora Verlow.
—Gracias, querida —agradeció también la señora Mank a la señora Starret en un tono de voz que andaba muy cerca de adoptar un matiz de disculpa.
Mamá estaba demasiado alterada para reaccionar de forma coherente.
Adele Starret alcanzó los escalones del porche antes de que la alcanzara mamá.
—¡Señora Starret! —Mamá bajó la voz, pero las palabras le surgieron atropelladas y faltas de aliento a la vez—. Creí haber oído que pedía un cincuenta por ciento. ¡La mitad! ¡Pues claro que puede quedarse con un quince por ciento!
—¡Quince por ciento! —exclamó la señora Mank, situada a espaldas de mamá.
Mamá dio un respingo. No se había percatado de que la señora Mank la seguía. Ni de que también lo hubiera hecho la señora Verlow.
Tomé el bolígrafo y me acerqué a ellas sigilosamente, bajo el porche, hasta que me detuve al llegar cerca de los escalones. Allí los tablones se abrían un poco para encajar el corto tramo de peldaños, aunque yo era lo bastante pequeña para escurrirme afuera y fundirme en la oscuridad sin que reparasen en mi presencia. Salí de las sombras en silencio y me senté en el escalón inferior, como si hubiera estado ahí todo el rato.
—Normalmente, mi amiga Adele no aceptaría un caso así por nada del mundo —aseguró la señora Mank—. El hecho de que se lo esté planteando se debe a la amistad que nos une. Cuando acepta estos casos, casos con una mayor probabilidad de fallo favorable, se lleva el veinticinco por ciento como mínimo, y su tarifa habitual es una tercera parte del total de las propiedades.
La señora Starret, la señora Mank y la señora Verlow empezaron a bajar la escalera, seguidas por mamá. Pasaron por mi lado como si fuera una de las macetas que solía haber en las esquinas de la baranda. Me incorporé y tiré de la falda de mamá. Ella se volvió hacia mí sin que sus ojos delataran sorpresa o interés alguno.
La señora Mank y la abogada se hallaban a unos metros de distancia, enzarzadas en una conversación que no parecía tener mucha importancia. Rieron. Comentaban la cena en Merrymeeting. Por supuesto, mamá no podía oírlas.
—No te quedes ahí de pinote como una señal de tráfico —dijo mamá—, será mejor que empieces a rezar, porque si la señora Mank no logra que esa abogada litigue por impugnar el testamento, tú y yo nos moriremos de hambre, y puesto que eres la más pequeña de ambas, te morirás unas semanas antes que yo. —Mamá se rodeó el pecho con los brazos—. No puedo soportarlo más —dijo, al cabo—. Voy dentro a cortarme la yugular. Si éstas terminan alguna vez, entra a contarme qué han decidido.
Mamá pasó de largo junto a la señora Verlow, atenta a su amiga la señora Mank y a la amiga de la señora Mank, Adele Starret, que seguían enzarzadas en aquella conversación, de pie a pocos pasos de la escalera. Al entrar en la casa, mamá cerró la puerta con la suficiente energía para llamar la atención.
—Los platos —me recordó la señora Verlow sin mirarme.
Subí la escalera y entré en el apartadizo, donde recogí el sobre, lo doblé y me lo metí bajo el calcetín. Luego metí el bolígrafo en el otro. Recogí las tazas y los platitos que las cuatro mujeres habían abandonado, y los llevé a la cocina. Cleonie y Perdita ni se volvieron cuando entré. Subida al taburete pude ver el aparcamiento, donde la señora Mank se encontraba de pie junto a la puerta del conductor del Cadillac amarillo último modelo de la señora Starret, con quien seguía hablando. Ésta ya se había sentado al volante. Igual que cuando vi a la señora Verlow charlando con la señora Mank. Finalmente, la abogada puso en marcha el coche y se alejó de la casa, seguida por la mirada de la señora Mank.
Aquella noche nos retiramos al dormitorio en cuanto nos fue posible.
Cerré la puerta del baño para cepillarme los dientes y lavarme la cara. Una vez dentro, examiné el bolígrafo y el sobre. En el sobre podía leerse
Última voluntad y testamento de Deirdre Carroll
En la punta del bolígrafo brillaba la tinta verde.
Mamá aguardaba en nuestra habitación.
—Dámelo —dijo, extendiendo la mano.
Saqué con parsimonia el sobre y el bolígrafo del lugar que ocupaban de nuevo en los calcetines y se los di.
Observó durante un largo instante el sobre, antes de levantar la mirada hacia mí.
—¿Sabes qué significa esto?
Asentí.
Mamá arrojó el sobre a la mesilla del tocador, y luego dejó caer el bolígrafo encima.
—¡No puedo creerlo! —Se sentó en el borde de la cama y levantó un pie.
Le quité los zapatos.
—Ve a encargarte de tus manos —ordenó.
Cuando volví de cepillarme los dientes y de lavarme cara y manos, se había puesto el pijama.
Extendió la mano para coger el cenicero y los cigarrillos, y luego se recostó en la cama. Me observó mientras abría el tarro de crema para los pies.
—He sido una tonta —se compadeció mamá—. Creía que mamá me quería. En lo más hondo de su ser. Que me quería. Pero nunca me quiso. Debía odiarme.
—Sí —admití, sentada a sus pies.
Mamá hizo un gesto con la mano con la que sostenía el cigarrillo.
—¿Qué sabrás tú? Tienes siete años. Tanto tu madre como tu padre te han querido toda la vida. Puede que seas una Dakin, pero has tenido todo lo que has querido en la vida. Tu padre te malcrió.
No dije nada, pues en el fondo prefería que siguiera desvariando, pues tenía la esperanza de poder tirarle de la lengua.
—No sé por qué me sorprendo —siguió mamá—. Debí verlo venir. Cuando fui a vivir con la abuela creía que lo único que pretendía era alejarme de mi madre. Debí haber pensado en mis hermanas, y en lo que les hizo. De todos sus hijos, al único al que hizo un poco de caso fue Bobby. Y luego a Ford. Tuvo que arrebatarme a Ford.
A pesar del riesgo que había de que pudiera reprenderme por interrumpirla, pregunté en un susurro:
—¿Qué hizo?
Mamá expulsaba anillos de humo al techo.
—Tu bisabuela se las llevó; mamá se despidió de ellas sin más.
Le hundí los nudillos en las plantas de los pies, tal como a ella le gustaba que hiciera.
—Háblame de la bisabuela.
Cerró los ojos.
—Sigue así. Nadie sabe lo que me duelen los pies. Hoy me están matando.
Transcurrieron unos minutos, tantos que al final pensé que ya no podía esperar que siguiese hablando de nada que pudiera interesarme.
—Mi abuela me quería —dijo con la mano libre en el pecho—. Me quería de verdad. Acogió a Faith y Hope, pero a mí me acogió con los brazos abiertos cuando acudí a ella. Con ella sólo tenía que ser yo misma.
—Pero ¿por qué las acogió?
Me dirigió una mirada furibunda, y quise no haber abierto la boca.
—Eran especiales —respondió con una despreocupación que de lo exagerada que era resultaba abiertamente falsa—. Muy especiales.
—¿Por? —insistí.
Mamá entrecerró los ojos sin dejar de mirarme.
—Estábamos hablando de mí.
Me apliqué en el masaje.
—No era tan mayor como tú ahora cuando la abuela se las llevó. Apenas las recuerdo.
—¿Qué hizo la abuela con ellas?
—Las crió —respondió mamá—. Te juro que a veces no sé cómo es posible que seas hija mía, con lo corta que eres.
—¿Dónde están ahora?
Mamá apagó la colilla en el cenicero.
—¿Tengo aspecto de ser la Oficina de Personas Desaparecidas? Concéntrate en lo que estás haciendo y deja de hacer preguntas ridículas.
—Sí, señora.
Se recostó de nuevo con los ojos cerrados.
Transcurrieron unos minutos y su respiración pareció regularizarse de nuevo. Tapé el tarro de la crema.
—Iban a bautizarme Charity —susurró—. ¿Crees que tengo pinta de llamarme Charity?
No respondí.
Tan rápida y silenciosamente como pude, me quité la ropa y me puse el pijama.
Entonces habló de nuevo.
—El sentido del humor de mi madre. Burlarse de la abuela y hacerla enfadar. Ja, ja, ja.
El siguiente sonido que produjo fue un suave ronquido.
A lo largo de los años siguientes, las noticias de la señora Starret fueron siempre favorables y alentadoras. El acuerdo relativo a la herencia de Mamadee estaba siempre a la vuelta de la esquina. El caso para recuperar la custodia de Ford estaba más que preparado, según la señora Starret, pero no parecía llegar el momento de que se iniciara el proceso. Aunque mamá recibía cartas, algún que otro telegrama, documentación que firmar en presencia de testigos y, a veces, conferencias de media hora de la señora Starret diciéndole cómo progresaba el caso, ni mamá ni yo volvimos a ver a la abogada.
Empecé este relato contando la muerte de papá y hablando de la investigación que había llevado a cabo de los detalles que mantuvieron lejos de mi alcance. En el transcurso de la investigación, encontré una fotografía de Adele Starret, la amiga de la señora Mank.
La fotografía mostraba a la señora Starret sentada a una mesa alargada. A su izquierda se encontraba Janice Hicks, y a su derecha estaba Judy DeLucca, las dos mujeres que secuestraron y asesinaron a papá.
La fotografía había sido tomada en el juzgado; era la mesa de la defensa.
Adele Starret había sido su abogada.