Capítulo 38

Para mamá, saber si Mamadee estaba viva o muerta era una minucia, comparado con la seguridad de que Roberta Ann Carroll Dakin no sería culpada por fuera lo que fuese que hubiera sucedido en Tallassee. El certificado de defunción firmado por el doctor Evarts certificaba que Mamadee había muerto desangrada, tras abrírsele una herida causada por un tumor en la garganta. Los comentarios por lo general discretos del doctor, conforme la repentina demencia de Mamadee había sido causada por una embolia consecuencia de la hipoxia, dado que el tumor le había privado de oxígeno, fueron totalmente censurados en toda Tallassee. Deirdre Carroll nunca había sido muy querida en la ciudad, y su llamativa muerte, por entretenido que fuera el relato, había basculado las simpatías de la población de vuelta a mamá. La percepción tardía era que Roberta Ann tenía que haber sido testigo de los primeros indicios de la demencia de su madre, y su buen juicio la había empujado a huir, aunque la verdad es que se trataba de la segunda cosa juiciosa que había hecho en la vida, pues todos consideraban que el matrimonio con Joe Cane Dakin había sido la primera, y claro, sólo había que ver cómo había acabado la cosa… Ni siquiera se censuró el hecho de que Roberta Ann y su patética hija no asistieran al breve funeral, y tampoco se censuró a los demás, pues aparte de Ford, el doctor Evarts y el señor Weems no acudió nadie más. Las señoras de Weems y Evarts se negaron a acompañar a sus maridos con gran vehemencia, alegando que no querían ser tenidas por hipócritas. Ése debió ser el único momento de sinceridad en la existencia de ambas matronas, consecuente con su parsimoniosa práctica de la caridad.

—Oh, es terrible, es tan terrible que ni siquiera puedo pensar en ello —dijo mamá.

Pues claro que no.

Adele Starret preguntó tímidamente a mamá si había recuperado fuerzas para el largo camino a Tallassee.

Mamá le respondió de inmediato.

—Iré, pero por la mañana, cuando haya tenido tiempo suficiente de recuperarme un poco. Puesto que ya me he visto privada del consuelo de estar presente en el lecho de muerte de mamá, y de sostenerle la mano llegado el momento; puesto que no se me permitió llorar en su funeral, y puesto que se me impidió ver cómo descendían el ataúd en la tierra de un cementerio de manipuladores de serpientes, ¡no habrá nadie capaz de impedirme estar presente al menos cuando se lea el testamento de mamá! Nadie, ¿me ha oído?

—Pues no será necesario que se tome la molestia de ir a Tallassee —dijo Adele Starret—, porque ya se ha procedido a la lectura del testamento, ha sido autentificado y ejecutada su voluntad.

Mamá contuvo el aliento.

Adele Starret tendió a mamá un sobre largo y no muy abultado.

Mamá se apresuró a sacar una hoja suelta que desdobló con igual rapidez. Se puso rígida y se lo tendió a Adele Starret.

—Léamelo, por favor, señora Starret —pidió con voz temblorosa.

Adele Starret leyó la carta.

Todo lo que perteneció, poseyó y estuvo bajo su control o aquello en lo que tuvo intereses depositados Deirdre Carroll, difunta propietaria de Ramparts, en la ciudad de Tallassee, condado de Elmore, Alabama, todas sus propiedades, bienes y pertenencias fueron legados a su nieto, Ford Carroll Dakin. Hasta su vigésimo primer cumpleaños, esa herencia permanecería bajo el control de sus tutores, por un lado Winston Weems, abogado, y por el otro Lewis Evarts, médico, ambos residentes de Tallassee, Alabama. La custodia de Ford Carroll Dakin había sido asignada por poderes aparte al doctor Evarts, hasta el momento en que Ford Carroll cumpliera los veintiún años de edad.

A su hija, Roberta Ann Carroll Dakin, Deirdre Carroll le legaba el bolígrafo adjunto en el interior del sobre.

Mamá sostenía aún el sobre, olvidado en su regazo. Lentamente lo volvió hacia abajo y un objeto cilíndrico le cayó en la palma abierta de la mano. Se suponía que era el bolígrafo en cuestión. Luego, dejó caer el sobre en el suelo del porche.

Mamá permaneció sentada y aturdida.

—A la hija de Roberta Ann Carroll Dakin, Calliope Carroll Dakin —continuó Adele Starret—, Deirdre Carroll le lega el doble de lo que Calliope Carroll Dakin heredó de su padre, el difunto Joe Cane Dakin.

Mamá no pareció prestar atención a esta última cláusula que le leyó Adele Starret. Había cerrado los dedos alrededor del bolígrafo. En el silencio que siguió a la lectura del testamento por parte de Adele Starret, mamá apretó el mecanismo del bolígrafo y surgió de inmediato la punta. Mamá torció el gesto y soltó el bolígrafo, que cayó al suelo. Rodó suavemente hasta el hueco más cercano que había entre los tablones, y por allí se introdujo hasta caer en la arena.

—No puedo creer que Lew Evarts pueda hacerme algo así —murmuró mamá, que añadió—: Mi madre debía de estar loca de remate cuando escribió eso. Claro, ¡eso es, señora Starret!

—¿Qué?

—Mi madre no escribió el testamento. Fue Winston Weems, ¡esa serpiente mojó su viperina lengua en el tintero y falsificó la firma de mi madre!

—Hice copia fotográfica del testamento en el juzgado —dijo Adele Starret—, y contraté a un experto grafólogo para que lo comparase con algunos documentos escritos de puño y letra por su madre. Estamos seguros de que fue ella quien escribió el testamento.

Me pregunto lo rápido que debía haber actuado Adele Starret para obtener el testamento (y hacer que lo examinara un grafólogo), muestras de la escritura de Mamadee, el certificado de defunción y toda la historia relativa a la muerte de Mamadee, todo ello desde que la señora Mank la había llamado por teléfono.

—¡Entonces la apuntaría con una pistola a la cabeza mientras se lo dictó!

—Él no estuvo presente. Entrevisté a los dos testigos, y según parece su madre estuvo a solas con ambos.

—¿Quiénes fueron los testigos? —preguntó mamá.

—El señor Vincent Rider y una mujer llamada Martha Poe —respondió la señora Starret tras consultar la copia del testamento.

—¿Rider? Nunca he oído ese nombre. Y ¿Martha Poe? ¿Qué hacía ella en la casa?

—Puede que ayudar a su madre con la redacción del testamento.

—Y ¿por qué coño iba ella a hacer algo así? ¡Martha es enfermera!

—¿De veras? —preguntó la señora Mank. Había estado tan callada que casi se me había olvidado su presencia. Sonreía divertida—: Tenía entendido que Martha Poe era abogada, como Adele.

Por lo general, Mamá recordaba y procuraba controlar siempre las mentiras que decía. Que hubiera olvidado aquélla atestiguaba la fatiga nerviosa a la que estaba sometida.

Mamá titubeó unos instantes, antes de responder.

—Creo que Martha estudió ambas carreras, medicina y derecho, en el Huntingdon College, pero no pudo decidir por cuál de ellas decantarse, si curar a la gente o sacarla de apuros. —A continuación cambió de tema—: Y ese otro, Rider… Es un extraño. Al menos, yo no lo conozco de nada.

—El señor Rider es un recién llegado a Tallassee —dijo la señora Starret—, así que es muy probable que nunca lo haya visto. Es vendedor de pianos. Según parece, su madre le pidió que tasara un piano que se había propuesto poner a la venta. Es un hombre de negocios respetable.

—Mamá jamás habría permitido que dos extraños, uno de ellos completamente extraño, nada menos que un mercachifle de pianos, sirvieran de testigos a la redacción de tan importante documento.

—No obstante, ambos testigos confirmaron que su madre redactó todo el documento, lo firmó, lo adjuntó a ese bolígrafo en el sobre y lo cerró.

Mamá encendió un cigarrillo con los dedos temblorosos. Nada de todo aquello tenía sentido. Nada encajaba.

Pero lo que le contó a continuación la señora Starret a mamá fue todavía peor:

—Su hijo heredará alrededor de diez millones de dólares de la madre de usted.

Mamá gruñó. Insisto, gruñó.

—¡Mamá no tenía diez millones de dólares! ¡No tenía esa suma! ¡Compraba los Cadillacs a plazos!

—No suelo fijarme en esos detalles.

—¡Todo esto es mentira!

—Entonces, no soy yo quien miente —se defendió Adele Starret—. Son U.S. Steel, ATT y Coca—Cola las que mienten cuando dan cuenta de cuántas acciones de sus compañías poseía su madre.

Esperé a que mamá dijera algo, a que protestara, a que preguntara, a que motivara una respuesta apaciguadora por parte de Adele Starret. Sin embargo, permaneció en silencio durante un rato. Se oyó el repiqueteo de las tazas, las mujeres sorbieron el café, mamá fumó.

—Quiero a mi niño —dijo finalmente—. Soy su único pariente vivo. Lo dejé a cargo de mamá porque estaba malito y ella podía cuidar de él. Siempre tuve intención de volver a por él. Ese estafador de Weems acabará quitándole toda esa fortuna. ¿No hay nada que pueda hacer?

—Firmó usted un documento para ceder la custodia a su madre, y ella escogió asignar su tutoría al señor Weems y al doctor Evarts. Sin embargo, podría litigar para recuperar la custodia de su hijo. Tiene una probabilidad muy elevada de ganar el caso. La mayoría de los tribunales se inclinarían por un familiar, sobre todo si se trata de uno de los padres, que desease recuperar la custodia de un menor que está en la situación de su hijo. Por supuesto, si ganara, tendría aún que llegar a algún tipo de acuerdo con el señor Weems y el doctor Evarts respecto al acceso a la herencia.

—Ya me engañaron una vez, y ahora me han engañado otra —dijo mamá—. Primero, el hombre con el que me casé, y luego la mujer que me trajo al mundo. Ya no depende de usted o de mí, señora Starret, porque ambos han muerto y se hallan fuera de nuestro alcance.

La señora Starret ignoró aquella teatral declaración para proceder a asuntos más prácticos.

—¿Qué día se marchó de Tallassee?

—No me marché. Mi madre me echó de la ciudad. El día que mamá murió.

El tono de la señora Starret adquirió un matiz de impaciencia.

—¿Qué día de la semana la echó su madre de la ciudad de Tallassee?

Mamá entendió finalmente a qué se refería.

—El jueves. Sé que fue un jueves porque había una barra entera de mantequilla en la mesa durante la cena del miércoles, y la lechera acude los miércoles por la mañana; además, la noche anterior no quedaba ni pizca de mantequilla.

—De modo que fue el jueves, día veinticuatro del mes —dijo la señora Starret.

—Sí. Jueves veinticuatro.

—Jueves veintitrés —leyó la señora Starret, haciendo hincapié en el día de la semana—. Así fechó su madre el testamento. O su madre se equivocó al poner el día de la semana, o se equivocó en el día del mes.

—Y ¿qué coño puede importar eso ahora? Mamá era incapaz de recordar mi cumpleaños, y siempre creía que los jueves eran viernes.

—La importancia reside en que si redactó el testamento el día veintitrés y se equivocó en el día de la semana, se debe a que probablemente estaba en sus cabales, lo que supone que usted no podría recurrir a ese detalle para impugnarlo —respondió la señora Starret, que se expresó en el tono que hubiera empleado un abogado de verdad.

Mamá adoptó una postura aún más rígida.

—Pero si se equivocó en la fecha, significa que redactó el testamento el jueves, el día en que se volvió loca y fue a comprar todos los paraguas de la ciudad. Y si no estaba en sus cabales cuando redactó el testamento, entonces…

—Entonces podemos impugnarlo —terminó la frase Adele Starret, con gran satisfacción.