El asunto de los paraguas hizo imposible encontrar un lugar donde enterrar a Deirdre Carroll. El modo en que se había comportado aquella mañana de jueves en el centro de la ciudad, comprando todos los paraguas que estaban a la venta, llevándoselos luego a casa y abriéndolos por toda la finca, resultó un fenómeno mucho más perturbador para Tallassee que el temor al contagio del extraño, fulminante y mortífero mal que la había matado. Deirdre Carroll, según concluyeron todos, se había vuelto loca. De hecho, fue una suerte que la muerte le llegase de forma tan fulminante. Esa locura repentina e intensa le cerró las puertas de todos los cementerios de los alrededores de la ciudad.
Adele Starret no se lo contó a mamá, pero yo sabía qué había sucedido a continuación. No importaba que lo hubiera soñado; cualquier tontaina de siete años podría haberlo predicho.
Leonard y Tansy se negaron a poner de nuevo el pie en Ramparts. Tampoco quiso hacerlo ninguna otra persona de color, ni los sensatos ni los estúpidos. De los blancos, contando tanto los sensatos como los estúpidos, tan sólo cinco estuvieron dispuestos a entrar en la casa. El doctor Evarts lo había hecho y volvería a hacerlo, y nadie lo tendría en menos por ello, puesto que su condición de yanqui lo salvaguardaba de algún modo indefinible de la maldad de Ramparts, sin olvidar, por supuesto, que después de todo se trataba de un hombre de ciencia. Mi hermano Ford también lo haría, aunque por supuesto porque creía que podría encontrar algo de valor ahí dentro y, después de todo, era la propiedad de su familia. Winston Weems lo haría también, por motivos similares e interés propio, y también para proteger su reputación de despiadado hombre de hielo. Los hombres como el doctor Evarts y el señor Weems no podían permitirse el lujo de creer en fantasmas, maldiciones o vudús, puesto que tales cosas quedarían por fuerza fuera del alcance de sus bolsillos o control. El señor Weems contrató a dos hombres blancos capaces de hacer cualquier cosa a cambio de una botella, hombres que aún no se habían echado tanto a perder como para ser incapaces de levantar unos cuantos bultos.
Ramparts fue vaciada en un fin de semana de casi todo lo perecedero, útil o vendible (fuera de la ciudad, donde nadie estaría al corriente de su origen), bajo la dirección del señor Weems, el doctor Evarts y mi hermano Ford.
Abandonaron un único mueble. La cama de Mamadee, con las sábanas ensangrentadas pudriéndose a esas alturas, permaneció en el dormitorio.
Y los paraguas. Las corrientes de aire que soplan en cualquier casa los movieron de un lado a otro por las estancias vacías. Las puntas de las varillas de los paraguas tamborileaban en el suelo y las paredes, tick—tick—tick—tick, de forma regular, sincopada, como las manecillas de un sinfín de relojes sincronizados a horas distintas. Reverberaban en la casa el tamborileo, el tictac desigual, algunos golpes sordos y el rumor de la tela de los paraguas, y a esos ruidos peculiares se unieron los sonidos propios de la casa, los gruñidos, los crujidos.
No había duda alguna de que Ramparts era una casa encantada. Afuera se estremecían los robles vivos, los jirones de musgo se trenzaban y agitaban como la mortaja de una momia. Los niños se atrevían a entrar en fila india hasta el porche, y a mirar a través de las polvorientas ventanas. Los cristales en los que apoyaban las palmas de las manos estaban tan fríos que las retiraban de inmediato. Entonces, sucedía que uno u otro de los paraguas abiertos, cuando no más, de los que colgaban boca abajo o boca arriba, o de los que reposaban de lado en todas las estancias, se movía o movían, y los niños echaban a correr entre gritos. Pocos eran los que regresaban dispuestos a echar un segundo vistazo.