Capítulo 36

—¡Calley Dakin! ¡Calley Dakin!

El eco de mi nombre cobró entidad salido de la inconsciencia. La señora Verlow me estaba llamando. Abrí los ojos, había oscurecido. El crepúsculo se había adueñado de todo, frío, silencioso y desolado. A pesar de ello, en la cada vez más alargada sombra proyectada por la hierba alta, era capaz de ver tan bien como si fuera de día. Mejor, pues ya no me deslumbraba la luz.

Había un ratón agazapado muy cerca, junto a mi rostro, en la arena. Me lamía la comisura del labio con su lengua diminuta. Tenía los ojos brillantes de tan oscuros como eran, y el latido de su corazón era un diminuto disparate.

—¡Calley Dakin!

No me moví por temor a asustar al ratón.

El ratón me lamió por última vez la comisura del labio y se recostó un instante. Casi parecía satisfecho.

La señora Verlow avanzó hacia mí subiendo la ladera de la duna, tan segura de que iba a encontrarme ahí como si un mapa le indicase mi paradero. El crujido de la hierba alta anunció su llegada.

El ratón dio un brinco. Pareció desabrochar la cremallera que formaba la arena con sus pezuñas menudas. El hoyuelo se cubrió tras él y la arena volvió a aparecer tan lisa y sin marcas como sólo puede ser la arena.

—No voy a preguntarte si me has oído —dijo la señora Verlow, mirándome desde lo alto.

Tenía la boca seca.

—Estaba dormida —musité.

—Evidentemente.

Me puse en pie.

—¡He visto un ratón! ¡Era blanco!

—Pues claro. Es el color que tienen los ratones que merodean en la playa. Te perderás la cena.

Giró sobre los talones y se alejó en dirección a la casa. La seguí, pero entonces me paré a echar un vistazo atrás, al lugar en el que había estado, el nido en la hierba. Las espiguillas, los arrocillos, las hierbas cuyos nombres aún ignoraba, miles de ellas, recortadas contra la playa y el cielo, eran una sola, como los granos de arena amontonados que formaban las dunas y se extendían para dar forma a la playa, como las gotas de agua vertidas a la vez para formar el golfo. Me sentí muy triste; jamás lo encontraría. Eché a correr detrás de la señora Verlow, con un nudo en la garganta.

Temía en vano, como nos sucede a menudo. A lo largo de los años, siempre que quise encontrarla con la mirada, la luna me mostró la oquedad que yo misma hice en la arena. Tan sólo se me ocultó en las noches de luna nueva. No volvió a aparecérseme ahí el ratón, aunque vi a los que merodeaban en la playa y en otros lugares. Allí observé las fases lunares. Allí convertí en mascotas a mapaches, y los adiestré para que me trajeran ostras que intercambiar con sobras de la cocina. Desde allí espié a las tortugas marinas que salían a la costa para poner huevos y enterrarlos. Cuando las espiguillas se desprendían de las semillas, las sacudía del extremo para alimentar a las aves, engatusándolas para se me posaran en los dedos. De noche, observaba las oscuras aguas que morían en la playa entre explosiones de espuma, cuando no tranquilamente, subiendo y bajando como el pecho de alguien dormido, bajo unas nubes que eran visibles incluso en la oscuridad.

Pero aquella noche, después de lavarme y ponerme un vestido, llegué muy tarde a la mesa. La comida se me había quedado fría, pero apetito no me faltaba, ya que se me había despertado el hambre y el estómago me recordaba mediante rugidos que no le había dado de comer desde el desayuno.

Mamá me dedicó una mirada de enfado que me puso sobre aviso de la bronca que me caería más tarde. La distrajo la llegada de Cleonie con una porción de tarta de limón al merengue. Pero tan sólo unos segundos; después, mamá volvió a dirigirle miradas inquietas y fugaces a la señora Mank.

La señora Verlow se sentaba a la derecha de la señora Mank. A la izquierda de la señora Mank había una mujer a la que no había visto hasta entonces. Cada semana habían aparecido huéspedes que me eran desconocidos, en ocasiones entre semana. Lo único que distinguía a esa mujer era lo cerca que estaba de la señora Mank. Nadie se había molestado en presentarme, y ella no me prestó la menor atención.

La visitante sin nombre era una mujer recia que pesaba entre noventa y ciento quince kilos. Llevaba un vestido de brillantes matices entre el amarillo y el champagne, ajustado en el talle. Había escogido un rojo intenso para los labios, y se lo había aplicado por fuera del perfil labial, estrategia que había visto antes, pues mamá me había explicado que era un intento de dotar de cierto volumen a unos labios que carecían de él. No se lograba tal efecto, por supuesto, e incluso era ridículo, pero no por ello dejaba de ponerse en práctica, y si volvía a preguntarle directamente a una mujer por su lápiz de labios, mamá me daría una bofetada. También se había pintado las cejas por encima de la posición normal, de tal modo que sus diminutos ojos azules parecían expresas una perpetua sorpresa. Su cabello, corto y ondulado, era del color que mamá denominaba cobrizo caca de vaca.

Durante un rato toda mi atención se volcó en el frío puré de patatas, la gélida salsa y el tibio pollo, hasta que la gente empezó a levantarse para tomar el café o el té en un salón o en el porche.

Reparé en el gesto que le hizo a mamá la señora Mank; mi madre se levantó como activada por un resorte para seguirla. Las cuatro mujeres se llevaron en silencio el café al porche.

Debido a la curiosidad que sentía, me levanté de la silla, pero Cleonie me puso una mano férrea en el hombro.

—No tan de prisa —dijo—. ¿Quién va a lavar los platos?

Entonces rió al verme la expresión del rostro, y me pellizcó la mejilla. Me tendió una bandeja, con una cafetera recién hecha, leche y azúcar.

—Anda, ve. La señora Verlow lo está esperando.

Obviamente, la señora Verlow quería que fuera. Me apresuré y las encontré a todas sentadas en círculo en un apartadizo, lejos del resto de los huéspedes que también habían decidido salir al porche a disfrutar de la noche primaveral.

En ese rincón de la isla, en ese ángulo de la casa, el apartadizo proporcionaba una vista inmejorable de la bahía y el golfo. La luna, casi llena, estaba a punto de situarse en lo alto; su luz ya resplandecía al este, en el brumoso horizonte de la bahía. Esa luminiscencia como de leche desnatada se diluía en la oscuridad de la noche e iluminaba espectrales grumos de espuma en las oscuras aguas del golfo.

—Acércate y déjala aquí mismo, Calley —dijo la señora Verlow al verme.

Coloqué la bandeja en la mesita que había en mitad del grupo.

—Gracias, querida —dijo la señora Verlow—. Ahora vete. Los platos de la cocina no se fregarán solos.

Furiosa y frustrada, eché a correr de vuelta a la casa, a través del comedor, el office y la cocina. Cleonie había colocado el taburete frente a la pila, que también había llenado de agua. Perdita y ella estaban sentadas a la mesita, disfrutando de sus respectivas cenas. Pasé de largo junto a ellas y salí de la cocina. La sorpresa que se les dibujó en el rostro me dio alas.

Oí el rumor de las sillas cuando se levantaron, pero antes de que pudieran asomarse a la puerta, o salir al porche de la cocina, ya me había metido bajo él. Corrí en cuclillas hacia el apartadizo, aunque me detuve a cierta distancia para recuperar el aliento. Luego me arrastré poco a poco los últimos metros y me senté bajo el suelo de madera.

Mamá echaba el cuerpo hacia adelante en la silla. De las cuatro mujeres, era la única que calzaba zapatos de tacón alto, para presumir de tobillos. Lo cierto era que ni la señora Verlow, ni la señora Mank o la extraña podían presumir de tobillos. Miré por los huecos de la madera las puntiagudas suelas de mamá.

—¿Sabe usted, señora Starret, si mi querida madre sigue con vida? —preguntó solemne y en una voz tan baja que parecía que estuviera en un funeral.

—Lamento tener que decirle que ha fallecido —respondió la extraña, que debía responder al nombre de señora Starret. A juzgar por el tono de voz, parecía lamentar sinceramente la noticia.

—Señora Verlow —dijo mamá, levantándose con ímpetu—, debe usted devolverme las llaves del coche ahora mismo. Si me marcho ahora, ¡llegaría a tiempo de ponerle flores en la tumba al alba!

La señora Verlow no dijo nada. La señora Mank aspiró con fuerza.

—De acuerdo —dijo la señora Serret—. Antes de que se marche usted, ¿le gustaría enterarse de los pormenores de la muerte de su madre y de por qué no le ha comunicado nadie la noticia?

Mamá había esperado que alguien intentara convencerla de que no se marchara. Al perder la inercia inicial, acariciadas las velas que había largado por una brisa más bien débil, titubeó.

—Además, querrá usted saber dónde la han enterrado —continuó la señora Starret—, a menos que quiera buscarla lápida a lápida por todo el cementerio de Tallassee.

—¿Por qué? —preguntó mamá, aturdida—. Estará en el panteón familiar. En el cementerio de Tallassee. A todos nos han enterrado ahí. Me refiero a los Carroll. ¿Acaso me está diciendo que no enterraron a mi madre en el panteón?

La señora Starret se rebulló en la silla; por lo visto, se había introducido la mano en el bolsillo del vestido prieto. Con cierta dificultad, sacó una libreta de notas de papel pautado.

—Su madre —dijo, pasando páginas de la libreta como si consultara sus notas— fue enterrada en el cementerio de la Iglesia del fin de los días.

Mamá lanzó un grito de ira. Luego recordó cuál era su papel y hundió la espalda en el asiento, sumida en una conmoción más elegante.

—Discúlpenme, todo esto ha sido una sorpresa espantosa.

Tuve que contener una sonrisa. Por una vez, mamá no mentía.

Disimuló la crisis rebuscando el pañuelo.

—Mi pobre madre se estará revolviendo en la tumba. ¿Por qué enterraron a mi madre en un cementerio de la Iglesia de los manipuladores de serpientes?

—Fue el único lugar donde quisieron admitirla. —El tono de la señora Starret delató un mal disimulado toque de presunción—. A pesar de ello, el señor Weems tuvo que pagar el doble de la cuota habitual a la Iglesia del fin de los días. Los ancianos dijeron que el Señor les imponía como cristianos no juzgar, de modo que proporcionarían un lugar a la señora Carroll, pero que antes tendrían que llevar a cabo ciertos rituales especiales para mantener el suelo sagrado libre de cualquier demonio que pudiese albergar aún el cadáver.

Mamá soltó un gemido y la sacudió un temblor al pensar en los rituales que podían llevar a cabo los manipuladores de serpientes.

Seguidamente, Adele Starret le hizo un resumen exacto del sueño que tuve de la muerte de Mamadee.