Durante los días siguientes, en los escasos momentos en que no había nadie que pudiera verme, intenté abrir la puerta de la oficina de la señora Verlow, con la esperanza de encontrar el número de teléfono de Fennie Verlow. Siempre encontré la puerta cerrada. Y siempre que intentaba infiltrarme en el corredor que daba al dormitorio de la señora Verlow con idéntico propósito, sucedía algo que me lo impedía: o bien aparecía ella, o Cleonie o mamá.
Fue un jueves por la mañana cuando mamá me informó de que la señora Verlow y ella se acercarían en coche a Pensacola para hacer unas compras, satisfacer los diversos plazos de compra de Cleonie y Perdita, y recoger algunas cartas importantes que esperaba la señora Mank.
Me atreví a pedir permiso para acompañarlas.
—No, Calley, y no es no. Seguro que encuentras algo que hacer esta tarde.
—No, no se me ocurre nada —aseguré, mohína.
—Una palabra más… —amenazó mamá sin demasiada convicción.
Cuando mamá y la señora Verlow salieron por la puerta principal, me columpié en la baranda del porche.
—¿A qué hora volveréis?
—A eso de las cuatro —respondió la señora Verlow.
—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber mamá.
—Esperaba que me trajerais algo.
—Cuatro y media. Puede que a las cinco, dependiendo de las colas que haya que hacer. No creo que pasemos por ninguna parte donde tengan regalos para niños, así que no te pases toda la tarde «esperando», porque no quiero verte toda la noche alicaída. —Y miró a la señora Verlow con una ceja enarcada.
Se subieron al Country Squire de la señora Verlow y se alejaron. Seguí en la baranda, fingiendo leer la guía de pájaros, por si se les ocurría volver a por algo.
La señora Mank seguía en la casa, pues la hubiera visto u oído de no ser así. Comprobé ambos salones y el comedor, y agucé el oído en puntos estratégicos de la primera planta.
Ya ante la puerta de la oficina de la señora Verlow, miré a un lado y luego a otro, escuché con atención y tiré del picaporte. No se movió. Entonces, antes de que pudiera apartar la mano, el tirador se movió sin que yo ejerciera la menor presión. Me llevé la mano a la espalda, al tiempo que daba un paso atrás y hacía ademán de girar sobre los talones para alejarme corriendo. La señora Mank alargó la mano por el hueco de la puerta y me cogió del hombro.
Me sentía como un pañuelo al que una mano fuerte y enorme aferra en pleno vendaval. La puerta se cerró después de verme arrastrada al interior.
Estaba petrificada, apenas podía respirar y menos aún hablar. No había oído a la señora Mank al otro lado de la puerta. Y de pronto me había convertido en su prisionera.
Me soltó y mis pies descalzos entraron en contacto con el suelo.
Me sentía muy frágil. Estaba tan cerca de ella que tenía que levantar la barbilla para mirarla. Al apartarse, pasó a recuperar poco a poco su corpulencia normal. A pesar de lo azorada que estaba, y de sentirme muy humillada, el aguijón del instinto de supervivencia empezó a zumbarme en el interior de la cabeza como un puñado de avispas.
La señora Mank se dejó caer en la silla de la señora Verlow, situada ante el escritorio. Llevaba puestas unas gafitas de media luna con montura de plata.
—Siéntate y cierra la boca.
Hice lo que me había ordenado; me senté en el suelo con las piernas cruzadas. Tuve que mirarla de nuevo. Aquella habitación diminuta, sin ventanas, me pareció incluso más pequeña que antes, y comprendí que nunca antes había estado allí con la puerta cerrada.
Tamborileó con los dedos en la agenda de la señora Verlow, que reposaba en el escritorio.
—Aquí no encontrarás el número de Fennie Verlow. Merry no necesita tener apuntado el número de su hermana en una agenda, igual que Fennie tampoco tiene necesidad de apuntar el de Merry.
Me sentí idiota. Pues claro, eran hermanas y se sabían de memoria sus respectivos números de teléfono. La señora Mank no se había llevado una sorpresa al saber qué andaba tramando. Tuve la convicción de que era capaz de leer en mi interior con la misma facilidad que yo oía a un escarabajo pelotero deslizarse por la arena.
—A usted no le gusta mucho mamá, ¿verdad? —pregunté para distraerla.
—¿Tu madre?
—Sí, señora.
—¿Por qué no iba a gustarme tu madre?
—Porque sabe cómo es. Lo sabe, ¿no es así?
Me dirigió una sonrisa gélida.
—¿Significa eso que también tú sabes cómo es Roberta Carroll Dakin?
Asentí.
—Pero me da la impresión de que la quieres mucho, y que la quieres a pesar de las reservas que puedas tener respecto a su carácter y su conducta.
—Es mi madre. Se supone que debo quererla.
—¿Se supone? ¿Quién ha dictado esa norma?
—Mamá.
—Por nada del mundo se me ocurriría pensar que haces las cosas sólo porque te las manda tu madre. —Y antes de que pudiera contarle alguna mentira que pudiera contradecir aquella aserción, la señora Mank añadió—: Claro que también Dios te dice que debes amar a tu madre; eso es lo que pone en la Biblia, lo que te enseñan en la catequesis y lo que predican los cristianos. Aunque es obvio que el dios de los judíos y los cristianos, que sufrió y padeció en la cruz, jamás tuvo que vérselas con Roberta Carroll Dakin día sí, día también.
La observación de la señora Mank me dejó asombrada, tanto por lo que tenía de sacrílego como por lo que tenía de cierto.
—Y ¿crees en Dios? —preguntó la señora Mank con indiferencia—. ¿Y en la Biblia? ¿Y en Jesús y el cielo y el infierno y la comunión de los santos y el perdón de los pecados?
—Sí. —No mentía. Nunca se me había ocurrido pensar que todas aquellas cosas pudiesen no ser ciertas.
—Sí, claro que crees en ellas. Sólo tienes siete años. Debes creer en la sabiduría aceptada de tus mayores. Pregunto, ¿crees en todas esas cosas: en Dios, en la Biblia, en Jesús, en el cielo y el infierno, en el perdón de los pecados y en la resurrección de la carne?
—No. —La palabra me salió de los labios sin titubear. De pronto comprendí que si todas aquellas cosas eran ciertas, la señora Mank no me habría preguntado si creía en ellas.
—¿Crees en ellas del modo en que crees en ti misma, en lo que piensas, en lo que sientes?
—No. —Lo medité un instante, antes de añadir algo que no era totalmente cierto—: También creo en usted.
—Pues no tienes ningún motivo para ello. —Y añadió la señora Mank—: La sociedad nos dice que debemos querer a nuestros padres. En general, la sociedad tiene mayor credibilidad de la que puedan tener Dios o Roberta Carroll Dakin, aunque no siempre está en lo cierto. Al menos, no lo está en tu caso.
—Pero yo quiero a mamá. —Me sentía frustrada y confundida. Tenía preguntas que hacerle a la señora Mank, pero con su interrogatorio había logrado que las arrinconara.
—Y es lo que debes hacer.
—¿Por qué?
—¿Por qué deberías querer a Roberta Carroll Dakin? Y ¿por qué la quieres? —Antes de que pudiera responder, la señora Mank se me adelantó—: La quieres porque es tu madre. Porque eres una niña y tienes las creencias de una niña. Crees que necesitas a tu mamá para sobrevivir. Pero si lo piensas detenidamente, en el fondo sabes que no es así. Antes de que sucediera, ¿se te ocurrió alguna vez que tu padre podría morir? Murió, y mírate, sigues viva.
Se me cerró la garganta y cubrí la distancia que me separaba de la señora Mank para arrodillarme a sus pequeños pies calzados con zapatos hechos a mano.
—¡Por favor, no mate a mamá! —le rogué.
La señora Mank me miró desde arriba con una imperceptible sonrisa burlona.
—No soy responsable de la vida de tu madre. Ni tampoco tú. Ella sí.
Me escocían los ojos debido a las lágrimas que no había derramado, lágrimas que el instinto de no revelar mi debilidad me empujaba a contener.
—Si alguna vez le hace daño… —balbuceé, y entonces me eché a gimotear y sollozar.
—¿Qué me harás? —preguntó la señora Mank, hastiada—. Calley Dakin, me importa una mierda que tu madre viva, muera, vaya al cielo o acabe reencarnándose en un mosquito.
Aquellas palabras no debieron parecerme tranquilizadoras, pero de algún modo surtieron ese efecto. La señora Mank no tenía intención de hacerle daño a mamá. Desapareció el horror siempre presente de aquellas dos locas que habían despedazado a papá. Creí lo que la señora Mank me dijo.
Me sequé las lágrimas con los nudillos. Un pañuelo apareció ante mis ojos, la señora Mank lo sostenía con la punta de los dedos.
—Los mocos y los ojos hinchados le sientan muy mal a una, sobre todo si carece de atractivo, como tú. Será mejor que aprendas a contenerte.
Me limpié la cara y me soné la nariz. No le devolví el pañuelo, que en todo caso no tenía las iniciales bordadas ni era de una tela especial, sino que se trataba tan sólo de un pañuelo de uso corriente. Ni siquiera creí que fuera de la señora Mank.
—Sin embargo, si quieres mantener con vida a tu madre, debes procurar que siga aquí —explicó lentamente la señora Mank—. En cualquier otro lugar, podrían dar con ella sus enemigos, los enemigos de tu padre. ¿Quieres que te cuente un secreto, Calliope Carroll Dakin?
Una intensa sensación de terror se adueño de mí, hasta tal punto que me sentí aturdida y debilitada. No quería que compartiera conmigo un secreto. Ya sabía demasiados.
—Conozco ese secreto —dije con voz entrecortada, deseosa de distraerla y evitar que pudiera revelármelo.
—¿De veras? —La señora parecía divertirse—. Bueno, en ese caso supongo que no tendré que contártelo.
¿Me había dejado de lado? Peor aún. Fue como arrojarse por el conducto de la lavandería: un instante de feroz exultación ante mi propia osadía, borrado por el terror no mitigado de las posibles consecuencias que había ignorado por pura insensatez. La certeza de que me había equivocado, de que debí escuchar, se apoderó de mí con la misma fuerza que empleó la señora Mank para arrastrarme al interior de la oficina de la señora Verlow.
Me vi de pronto, aturdida aún, frente a la puerta de la oficina, mientras ésta se cerraba con la señora Mank dentro. Me había sacado de ahí sin ceremonias, del mismo modo que me había hecho entrar.
Estaba bastante segura de que la señora Mank quería que rehuyera el secreto. La manipulación era para mí como una segunda lengua que había aprendido de mamá. Me parecía más natural que el comportamiento franco. La señora Mank era otra manipuladora, la mayor que yo haya conocido, y le tenía miedo sin saber por qué su afán por tirar de los hilos era mucho más peligroso que el de mamá o el de Mamadee.
No fue únicamente el temor físico lo que me llevó corriendo a la playa. El instinto me convenció de que la playa era el único lugar donde podría respirar.
Corrí sin la alegría que me invadía normalmente al correr por la playa. Noté la arena casi fría entre los dedos de los pies. La sensación de hundir los pies en la arena me hizo sentirme viva. Afuera. Lo que había fuera nunca cambiaba, nunca fingía ser otra cosa. No le importaba cómo lo percibiera.
Me llamó la atención un destello oscuro en el agua. Cuando reduje un poco el paso para contemplar el golfo, el destello se sumergió en el agua, aunque otro surgió cerca: eran unos delfines juguetones. Me senté con los brazos alrededor de las piernas, observando a los delfines. Esa sonrisa perpetua que tenían me tranquilizó; también los estrepitosos latidos de mi corazón perdieron intensidad.
Tras tumbarme, contemplé el cielo: era la mitad de todo, sin techo, e incluso surcado de aves parecía infinitamente inmenso.
Me puse boca abajo para observar la arena: arenilla color perla en una cantidad innumerable, tan llena de sí como vacío estaba el cielo. La señora Verlow me había contado que la arena era mármol, arrastrado de Alabama y Georgia hacía miles de años, antes incluso de que nadie llamara a esos lugares Alabama y Georgia, partículas infinitas arrastradas por los ríos. Mármol como el de la lápida de un rico fallecido. Debí pensar en la de mi padre, Joe Cane Dakin, RIP. Deletreado Erre—I—Pe, rip.
Me dejé invadir por el estruendo de la arena febril y el mar desenraizado. Una ráfaga de viento, el roce de una sombra, el restallido de unas alas inmensas en lo alto… No pude soportarlo más. Corrí duna arriba hasta la zona cubierta de hierba alta, entre la cual se distribuían algunas espiguillas y arrocillos, tal como había descubierto en la guía de plantas. Espiguillas. Eran las hierbas más altas, con la parte superior mellada, pues ahí habían descansado antes las semillas. Había otras hierbas cuyos nombres desconocía. La hierba de la playa no crecía con la uniformidad del césped. Brotaba en manojos y oleadas en la ladera de la duna, y se agrupaba en su cresta y en una de sus caras. Una enredadera serpenteaba entre las hierbas. En el lomo de la duna, las matas desprendían un olor dulce y crecían formando oasis verdes, verdigrises y verdiazules. La arena asomaba entre ellas como la lechada lo hace entre las baldosas. A pesar de la ondulación natural de la arena en las colinas y las cañadas, el viento no esparcía sus granos en todas direcciones, tal como sucedía con la arena en la playa, ni tampoco rodaban sueltos por el suelo.
En la cima de la duna, entre la hierba, hinqué la rodilla y cavé con las manos, haciéndome un hueco a la sombra. Las hierbas me susurraron, me tocaron, me hicieron huidizas y sigilosas caricias. La arena se me introdujo bajo las uñas, y en la boca hasta secarme el aliento. La sombra me cubrió los brazos y las manos, y el sol me calentó a la espalda. Así me introduje en el foso que había cavado.
Las olas se arrastraron por la orilla, a unos metros de distancia. Respiré el aire salado. El corazón y los pulmones encontraron el ritmo del agua. Las voces húmedas surgieron aquí y allá, joviales y eternas, antes de emprender la retirada, antes de emprender el avance. Las voces se ahogaron.