Me desperté sudando por la pesadilla, y comprendí que la había tenido y olvidado varias veces. No obstante, en esa ocasión, desperté convencida de que Mamadee había muerto.
Se me había aflojado la servilleta que llevaba alrededor de la cabeza. En cuanto puse los pies en el suelo, se me cayó. No presté atención. Lo único que quería era salir de aquel oscuro armario y lavarme la cara.
Una vez hecho eso, lo que vi en el espejo del baño me asustó. El cabello que me crecía en la cabeza no era de mi antiguo y deslucido color rojizo, sino que tenía un tono muy parecido al de la señora Verlow. Sin embargo, era muy bonito, más bonito que el suyo, y enmarañado. Como un estropajo, vamos. Mamá iba a ponerse como loca. Lo único que me faltaba era tener los ojos de color rosa. Seguía teniéndolo muy corto, aunque lo suficientemente largo para enrollármelo en el dedo índice, y me pareció que eso era muy largo considerando que hacía muy poco que se me había caído. Me vi las orejas muy desnudas. Pensé que me parecía mucho a un mono rubio.
Abajo, mamá entretenía a los huéspedes durante la cena.
La señora Verlow subió. Mantuve cerrada la puerta del cuarto de baño hasta que hubo pasado de largo, y entonces me asomé. Llevaba una bandeja. Al llegar a la puerta de la señora Mank, se detuvo, llamó y entró.
Bajé a la cocina por la escalera trasera. Cleonie y Perdita aún no habían regresado. Al recordar mi hatillo, me apresuré a entrar en su habitación para recuperarlo. Había desaparecido. Aquella inexplicable desaparición me asustó aún más debido a mi estado alterado. Intenté tranquilizarme, convenciéndome de que nadie en la casa, excepto yo, se tomaría la molestia de infiltrarse en la habitación de Cleonie y Perdita. No tenían nada que valiera la pena robar; además, nadie querría saber en qué clase de cuchitril dormían.
Al volverme después de cerrar la puerta de la habitación de Cleonie y Perdita con exagerada cautela, la señora Verlow se encontraba bajo el dintel de la puerta de la cocina.
—¿Acaso acabo de sorprender a Calley Dakin, después de infiltrarse en el nido? —preguntó con una sonrisa la señora Verlow—. ¿O es que una nueva niña pequeña ha ocupado su lugar? —Me revolvió suavemente el pelo, no ya con admiración sino con satisfacción—. Dios mío, me recuerda a mi cabello de cuando era niña. Creo que es un pelín más claro que el mío. Algún día será precioso, aunque tú no lo seas. En fin, Roberta Ann Dakin nunca ha cuidado de él. Será mejor que cenes aquí. Luego podrás subir a la habitación de tu madre. Si mis huéspedes te ven, aunque sea de reojo, creerán que este lugar se ha convertido en un orfanato para monos albinos. Ah, y te he dejado champú en el cuarto de baño.
No hizo comentario alguno respecto al hecho de haberme sorprendido cerrando la puerta de la habitación de Cleonie y Perdita.
Por una vez encontré abierta la puerta de mamá, y así, mientras todos los demás seguían ocupados con la cena, pude lavarme el pelo, darme un baño y ponerme el pijama. Me pasé el peine por el pelo enredado, hasta que logré pegarme el cabello húmedo al cráneo. Todo ello a pesar de que volvería a enredarse en cuanto se secara.
Estaba tumbada boca abajo en la cama, leyendo una guía de pájaros, cuando mamá metió la llave en la cerradura y abrió la puerta con cierta brusquedad.
—¡Pero si había cerrado la puerta! ¿Cómo has entrado? —preguntó mientras me observaba el pelo. Dio un portazo sin derramar una sola gota de la bebida que llevaba en la mano—. ¡Santo Dios!
Contuve el impulso de responderle que Dios no estaba ahí.
—Puede que no girases la llave del todo en la cerradura —sugerí.
Supongo que fue la señora Verlow quien me dejó la puerta abierta, y no estaba dispuesta a delatarla a mamá.
—¿No te habrás colado por debajo de la puerta?
Mamá dejó la copa en la mesilla de noche y se tanteó el bolsillo de la falda. Con aire triunfal, sacó del interior un paquete recién abierto de Kool. No iba a darle la satisfacción de preguntarle cómo o dónde lo había obtenido. Se moría de ganas de decírmelo, pero no lo haría a menos que yo se lo preguntara. Se fumó tres, uno tras otro, mientras le masajeaba los pies.
—Esa mujer te tiñó el pelo y ni siquiera te resististe, ¿verdad? ¿No esperarás que admita sin más que eres mi hija?
—No, señora —dije, fingiéndome dócil.
—Perfecto —aseguró mamá—. Lo juro. Ahora mismo, cualquiera que tuviera ojos en la cara no dudaría en considerarte nada más y nada menos que una Dakin.
A mí eso me parecía bien.
—Creo que esa mujer debe tener parte de sangre Dakin en las venas; tiene el pelo del color de la estopa, de modo que no pasa nada si se le oscurece un poco con la edad. Me pregunto cómo se lo arregla. Intenta convertirte en su niñita, eso y nada más que eso es lo que pretende.
A mamá parecía encantarle la idea de que la señora Verlow quisiese algo que le pertenecía.
—No he confiado una sola fracción de segundo en Merry Verlow —aseguró—. Antes de permitir que se lleve a mi niñita tendrá que pasar por encima de mi cadáver.
Satisfecha con el hecho de que el sentimiento de la propiedad constituyese el noventa por ciento de la maternidad, el razonamiento de mamá había llevado a cabo un giro de ciento ochenta grados en medio minuto. Volvió al punto de salida, sin querer reclamarme, pero obligada a hacerlo para evitar que otra lo hiciera.
Fuera lo que fuese lo que aquellas dos mujeres tenían en mente para mí, aparte de andarse a la greña por cualquier cosa, se me escapaba por completo. Lo único que podía desear era que no tuviera nada que ver con decisiones salomónicas y que no acabaran cortándome en dos. ¿Acaso no habíamos tenido suficiente con que hubiesen cortado a papá?
No tenía más miedo a la señora Verlow del que tenía de mamá. La señora Verlow podía tratarme como a una sirvienta, pero al menos no era una sirvienta no retribuida. Me pedía las cosas por favor y luego me daba las gracias, lo cual superaba con creces al modo en que se comportaba mamá. Si era la causa de que hubiera perdido el pelo y de que ahora me creciera como estopa, mamá se aseguró de vestirme con ropa de chico, e insinuar a los demás que era una débil mental. Todo eso me daba lo mismo.
Las mujeres iban a los salones de belleza a cortarse el pelo, a rizarlo, a hacerse la permanente, a desteñirlo, teñirlo y peinarlo hacia atrás; el cabello de la mujer es de atributos mutables. Para mí era más importante haber perdido un suéter que no era mío, junto a los botones sueltos y el fragmento de vela, mis gafas y Betsy Cane McCall, todo ello desde mi llegada a la casa de la señora Verlow. Desde la infancia, los niños se aferran a la idea de la propiedad, al eso es mío. Durante toda mi vida, la comida, la ropa, la cama y el techo, los libros, la música y los juguetes, todo me había sido proporcionado en una cantidad ordinaria pero constante. Me importaba poco qué llevaba puesto. Los juguetes, los libros, la música… A todo ello me había enfrentado, lo había interpretado, leído, escuchado y, luego, lo había superado tan rápido como tenía que cambiar de zapatos. Pero no era una niña descuidada. No convertí en una costumbre olvidarme las cosas o perderlas. Poseía una dosis suficiente de la codicia de los Carroll —azuzada de forma regular por Ford, que me arrebataba cosas por el placer de hacerlo, o por mamá, que lo hacía cuando veía que disfrutaba con algo—, y no podía evitar sentir la pérdida de cosas sin importancia. Los Carroll que había en mí declaraban que me habían robado, y que lo robado debía serme devuelto.
No obstante, el hecho de que me hubieran robado no era sino una mera distracción después de haber escuchado al fantasma de Mamadee, de haberla visto en el espejo del salón, de haber soñado con su muerte y de haber estado a punto de ser abrazada por un espectro gigante en la bruma.
A la mañana siguiente ayudé a Cleonie a quitar la mesa del desayuno. Sólo mamá y la señora Verlow seguían tomando café cuando la señora Mank bajó de la suite. En la cocina, Cleonie me tendió una taza, un platito y una servilleta para la señora Mank, y me señaló el comedor con la cabeza. Me siguió, cargada con una cafetera recién hecha y una bandeja con un desayuno completo cubierto con tapas de plata. En cuanto hube colocado la taza y el plato para la señora Mank, Cleonie les sirvió café a las tres. Quitó las tapas de los platos y desapareció de nuevo en la cocina. Acerqué una silla y me senté.
La señora Mank llevaba puesto un vestido de algodón color azul pavo real con unos zapatos de color cobrizo. Lucía unos pendientes de plata, en los que había engarzada una piedra del mismo color que el vestido; años después descubrí que se llamaba «tanzanita». La señora Mank sonrió levemente al verme, y posó la mirada en mi pelo durante una fracción de segundo.
Mamá estaba demasiado ocupada inspeccionando todo lo que llevaba puesto la señora Mank, barajando mentalmente los posibles precios, como para molestarse siquiera en mirarme. Mamá llevaba un pantalón pirata con una blusa blanca cruzada y una chaquetilla negra, que no era un top pero lo parecía. En las orejas llevaba los pendientes de perlas que papá le había regalado por San Valentín. Se había puesto las sandalias negras de tacón de cuña.
Mientras la señora Mank despachaba el desayuno, concentrando en eso toda su atención, la señora Verlow me dedicó una imperceptible sonrisa.
—Quizá deba poner hoy una conferencia —le dijo mamá en voz baja a la señora Verlow.
—Oh, no —intervino la señora Mank, sin despegar la mirada del plato—. Ésa es una pésima idea.
Mamá se irguió en la silla. ¿Quién se había creído que era esa mujer para ofrecerle a Roberta Carroll Dakin consejo acerca de cualquier tema habido o por haber? Es más, ¿quién era la señora Mank para saber lo que significaba que ella tuviera que hacer una llamada a larga distancia?
Imperturbable, la señora Mank siguió masticando, tragó, se limpió los labios con la servilleta y se volvió hacia mamá.
—Merry me contó un poco lo que sucedió ayer.
Mamá se volvió hacia la señora Verlow, a quien le clavó la mirada más carente de efecto que quepa imaginar.
La señora Verlow sonrió a la señora Mank.
—Confío en la señora Mank, señora Dakin. Es la persona en quien más confío.
Por el modo en que aspiró, comprendí que mamá iba a decir algo realmente ofensivo.
—Mamá, quizá… —intervine.
—No necesitamos oír lo que tengas que decir, Calley Dakin, porque si esto es culpa de alguien, de veras creo ese alguien eres tú. Mamadee se habría muerto e ido derechita al cielo, para luego dejarnos en paz si no te hubieras emperrado en conversar con ella como si ambas estuvierais de picnic junto a las aguas de Babilonia.
Era consciente de la mirada atenta que había depositado en mí la señora Verlow, y sin saber por qué me sentí reconfortada por ella.
En cuanto mamá volcó su ira sobre mí, pudo dirigirse a la señora Mank en un tono de voz que resultó más o menos civilizado.
—Sin duda le habrá parecido muy extraño, señora Mank. ¿Cree que recibimos la inesperada e inoportuna visita de un fantasma?
—Por supuesto que no —admitió la señora Mank—, pero Merry Verlow no miente, no a mí. Así que si me dice que ha escuchado una voz y no era posible que hubiera alguien más en la casa intentando engañarlas, entonces debo creerla.
Mamá se lo había preguntado como si ella no creyera que Mamadee nos había hablado desde la tumba.
—Entonces, usted cree en fantasmas.
—En absoluto —dijo la señora Mank.
—Pero…
—Pero creo que cuando alguien te habla desde el otro lado, una debe sentarse muy quieta y prestar atención.
Mamá introdujo los dedos en el paquete de Kool mientras la señora Mank se dedicaba de nuevo al desayuno.
—Eso lo entiendo. —Mamá se llevó un cigarrillo a los labios con dedos temblorosos—. Y… —Encendió una cerilla, prendió la punta del Kool y aspiró con fuerza. Al cabo, continuó—: Empiezo a creer que pensamos igual. —Su tono de voz rebosaba alivio y sinceridad. Mamá no tenía la menor dificultad a la hora de creer en dos conceptos diametralmente opuestos y contradictorios. No es que sea una habilidad poco frecuente, pero ella era una consumada maestra—. Pero si fue mi madre quien me habló desde el otro lado —continuó diciendo—, ¿por qué no iba a llamarla para cerciorarme de que está muerta?
La señora Mank volvió a limpiarse los labios con la servilleta. Reparé en que su lápiz de labios no se vio afectado.
—¿Está segura de que fue su madre quien le habló esta tarde?
—Sí —confirmó mamá—. Pregúntele a Calley si no oyó a su Mamadee.
—Calley, ¿era Mamadee?
Titubeé antes de responder.
—Era su voz.
—¿Lo ve? —Mamá se aferró a mi afirmación como si apoyara la que ella había hecho.
—No —dijo la señora Mank—. No es exactamente eso lo que ha dicho Calley, señora Dakin. Ha dicho que era la voz de su madre, no que fuese su madre.