No más de dos horas después de que el Edsel le escupiera la gravilla, Mamadee condujo el Cadillac las tres manzanas y media que la separaban del centro de Tallassee. Aparcó enfrente de la tienda de ropa de la señora Weaver. Entró y anunció que iba a comprar hasta el último paraguas de la tienda. Cuando la señora Weaver reaccionó comprensiblemente sorprendida, Mamadee se limitó a responder con voz autoritaria que tenía sus motivos para hacer semejante compra. La señora Weaver se disculpó entonces por el hecho de que tan sólo hubiera cinco paraguas a la venta, aunque añadió que sería para ella un placer incluir en la venta su propio paraguas a un precio razonable.
—¿Para qué coño iba yo a querer su viejo paraguas? —respondió Mamadee.
La señora Weaver aspiró con disimulo, convencida de que Deirdre Carroll había estado bebiendo (antes del mediodía), pero se llevó una decepción. No obstante, fue sólo momentánea, ya que al cabo de un cuarto de hora se hubo convencido de que, en efecto, el aliento de Deirdre Carroll olía a bourbon.
Mamadee depositó los cinco paraguas en el maletero del Cadillac, y luego se dirigió a los grandes almacenes Chapman, donde compró todos los paraguas que había a la venta en la sección de señora, todos los paraguas que había a la venta en la sección de caballero, y todos los paraguas pequeños que había a la venta en la sección infantil. Le dio las llaves del coche al vendedor y le pidió que llevara toda la compra, o sea, todos los paraguas, al coche, y que los dejara en el maletero del Cadillac, que ella regresaría a recuperar las llaves. Mientras el vendedor metía los paraguas en el maletero del Cadillac, la señora Weaver se asomó a la calle para compartir su convicción con él, de que Deirdre Carroll había estado bebiendo antes del mediodía. El vendedor respondió que tal cosa no le sorprendería lo más mínimo.
Media hora después, Mamadee regresó a los grandes almacenes seguida por un niño de color. El niño iba cargado con cinco paquetes cubiertos de papel de envolver, y de todos estos paquetes asomaban uno o más mangos de paraguas. Mamadee había visitado todas las tiendas y había comprado todos los paraguas que tenían a la venta. En Ben Franklin Five and Dime había conseguido siete paraguas, dos en Harvester’s Seed and Feed, tres en la ferretería de Bartlett, dos en la tienda de a dólar de Durlie y uno en Piggly Wiggly, el remate de un saldo de paraguas Morton Salt. No había encontrado ninguno a la venta en la barbería de Dooling, en la tienda de chucherías Tastee Freez, en la Compañía Eléctrica de Alabama, en la aseguradora Ranston, en la joyería Smart ni en la lampistería Quantrill, por no mencionar la Compañía General de Aguas y Gas, a pesar de que se había tomado la molestia de preguntar en todos estos lugares.
Al recuperar las llaves del coche, Mamadee condujo al niño de color con los quince paraguas al Cadillac. Cuando hubo cerrado el maletero, Mamadee contó cuidadosamente no sólo los veinticinco centavos que le había prometido, sino treinta y tres dólares con treinta y dos centavos. Al ofrecérselos, pidió al pequeño que se acercara a la casa más tarde para que pudiera añadir lo que faltaba para redondear la suma.
Cuando el crío de color se alejó estupefacto ante tan inesperada riqueza, Mamadee entró en la farmacia de Boyer, único establecimiento comercial del centro de Tallassee que no había visitado. Allí, no obstante, no preguntó por paraguas, sino que se dirigió directamente al mostrador de la farmacia, y con gesto impaciente se situó en la cola, detrás de un granjero anciano cuya sordera entorpecía seriamente la compra de un preparado de sen para su aún más anciana madre.
Al farmacéutico, el señor Boyer, le sorprendió ver a Mamadee haciendo cola en el mostrador. Siempre enviaba a una criada cuando necesitaba una receta o quería que le llenara, ilegalmente, la botella azul de paregórico. Casi nunca iba en persona.
Después de despachar al granjero sordo, el señor Boyer se acorazó, sonrió servicial y preguntó:
—¿Qué puedo hacer por usted, señora Carroll?
Mamadee levantó muy alto la barbilla, para mostrar su blanda papada.
—Mire este lugar —exigió. «Lugar» era como se refería a una pequeña roncha, a un lunar, o a una herida de origen indeterminado.
—No veo nada desde aquí —respondió sorprendido el señor Boyer—. Será mejor que dé la vuelta al mostrador.
El farmacéutico así lo hizo y echó un vistazo bajo la barbilla de Mamadee.
—Sigo sin ver nada, señora Carroll.
—¡Pues ahí está! ¡Puedo palparlo!
A esas alturas, todos en la fuente que había frente a la farmacia se habían acercado a mirar y escuchar lo que pasaba.
El señor Boyer empezó a palpar con el dedo índice la barbilla de Mamadee, cuando ésta se apartó asustada.
—¡No lo toque! Usted déme algo para que se vaya.
El señor Boyer no sabía qué hacer. Su esposa abandonó su puesto tras el mostrador y se dirigió al fondo de la tienda.
—¿Se trata de una pupa, señora Carroll? —preguntó la señora Boyer.
—No se trata de una pupa —replicó molesta Mamadee—. Es un forúnculo. Sé que es un forúnculo.
—Yo tampoco veo nada —dijo cautelosa la señora Boyer, intentando no ofender a la clienta.
—¿Cree que me importa un comino si lo ve usted o no? Me pica, y quiero rascarlo, pero una no se rasca un forúnculo. Así que lo único que necesito de ustedes es algo que pueda ponerme para que no lo rasque y se me infecte.
—Dale algo —le dijo la señora Boyer al señor Boyer.
Raras veces el señor Boyer necesitaba que le dijeran las cosas dos veces. Mezcló cierta cantidad de crema de manos, aceite de ricino, crema para el escozor de pañal y calamina, y llenó un frasco chato con el resultado, escribió en una etiqueta «Uso tópico», y se lo tendió a Mamadee.
—Se supone que no debería dárselo sin una receta del médico, así que podría tener problemas. Son dos dólares con setenta y cinco; lo añadiré a la cuenta.
A mediodía, toda Tallassee sabía que Roberta Carroll Dakin había huido de Ramparts. A las cuatro en punto de aquella misma tarde, toda Tallassee estuvo al corriente del peculiar comportamiento de Deirdre Carroll en el centro y en la farmacia de Boyer. Por tanto, al doctor Evarts no le sorprendió que Mamadee lo llamara para pedirle que se acercase inmediatamente a la casa.
—Tengo a cinco pacientes en la sala de espera, y todos ellos tienen cita —le dijo.
El doctor Evarts pretendía, mediante aquella negativa, juzgar lo mal que se encontraba Mamadee.
—Si tengo que ir yo a su consulta —respondió Mamadee—, esa gente que tiene en la sala de espera no vivirá lo bastante para curarse. ¿Me ha oído?
El doctor Evarts había oído las noticias relativas a la marcha de Roberta Ann Carroll Dakin, acompañada por el bicho raro que tenía por hija, y del abandono de su hijo, y también estaba al corriente del episodio que había protagonizado Deirdre Carroll con los paraguas. El doctor Evarts consideraba las habladurías parte integral de la vida en la ciudad; las habladurías lo entretenían y lo informaban, pero no tenía por qué actuar en función de ellas. No obstante, en cuanto llegó a Ramparts, el doctor Evarts comprendió que las historias que había escuchado no eran fruto de la exageración. Encontró abierta la puerta principal, y no obtuvo respuesta cuando llamó a Tansy. La puerta estaba abierta, pensó el doctor Evarts, y dentro había una mujer enferma.
Encontró abiertas todas las puertas, y también encontró paraguas abiertos en cada habitación.
Había paraguas abiertos encima de las sillas, colgando de las lámparas de araña, un paraguas abierto estaba embutido en el forro de un abrigo de visón guardado en un armario abierto. Un paraguas abierto copaba el cuerno del gramófono de la biblioteca del capitán Sénior. Un diminuto parasol de niño (del tipo que una futura reina de la belleza de seis años llevaría al hombro en el desfile de Pascua) estaba enganchado de una moldura del techo del descansillo de la escalera.
Arriba, los paraguas abiertos se amontonaban negros como murciélagos en las camas, colgados de los tresillos, o protegiendo de la inexistente lluvia a las cómodas. El doctor Evarts hizo una pausa para echar un vistazo en el dormitorio de Roberta Ann. Por lo visto, Roberta Ann había puesto patas arriba su propio dormitorio como si de un ladrón se tratara. Miró a su alrededor; había desaparecido la fotografía en que Roberta Ann enseñaba las piernas en pantalones cortos. Eso le molestó más de lo que había esperado. Siempre había disfrutado mirando esa fotografía. Joe Cane Dakin, mientras vivió, había disfrutado de los favores de una mujer preciosa. Por otro lado, lo mínimo que podía decirse de la muerte de Joe Cane Dakin era que no fue precisamente envidiable.
Ya se había distraído, así que apenas echó un vistazo al interior de la habitación contigua, cuya puerta encontró abierta como todas las demás. Quizá por eso pasó de largo antes de asimilar lo que había visto de reojo. Dio tres pasos hacia atrás y volvió a mirar.
El muchacho, Ford, permanecía sentado en el borde de la cama. Llevaba traje y corbata. Tenía el cabello húmedo, como si se lo hubiera peinado hacía poco. Una maleta abierta compartía con él espacio en la colcha. Parecía aburrido. El doctor Evarts no pudo evitar reflexionar sobre lo guapo que era aquel crío, bendito, si acaso era una bendición, por la belleza y la elegancia de la madre, y también por la voluntariedad de Deirdre, aunque eso no podía considerarse una bendición.
—Ha llevado su tiempo. —Ford se puso en pie—. La vieja bruja se ha vuelto loca.
—Gracias por el diagnóstico —dijo el doctor Evarts.
—De nada. —Ford se acercó a la puerta. Señaló inclinando la cabeza el vestíbulo que desembocaba en la habitación de Deirdre—. ¿Y bien?
El dormitorio de Deirdre estaba cerrado. La cerradura estaba atrancada con la contera de un paraguas, uno pequeño de color rojo y amarillo, especialmente diseñado para levantarlo sobre el asiento de un tractor.
—¡Deirdre! —llamó el doctor Evarts.
Intentó tirar del paraguas para sacarlo de la cerradura, pero el extremo se rompió.
El doctor Evarts llamó a la puerta.
—¡Soy el doctor Evarts! ¿Está ahí dentro, Deirdre?
Ford se apoyó en la pared a un metro de distancia, el rostro impasible.
Aunque el doctor Evarts no oyó nada, no le cabía duda de que Deirdre Carroll se encontraba al otro lado de la puerta. Giró el tirador, pegó el hombro a la puerta e intentó sacar la punta del paraguas del agujero de la cerradura, pero todo ello fue en vano. Miró a su alrededor, caminó arriba y abajo por el pasillo hasta encontrar un paraguas abierto que habían colgado de una lámpara de gas. Era largo y liso, con empuñadura de ébano, varillas metálicas y seda negra como requemada. Lo colocó en el suelo, puso el pie sobre las varillas, y primero lo dobló, y luego lo partió, arrancando la lona hasta que no quedó más que la empuñadura, la caña, un halo diminuto de costillas rotas y la contera, todo cuanto necesitaba.
Introdujo la contera en la cerradura junto a la otra punta rota. El doctor Evarts la torció, tiró y empujó, la levantó y la revolvió dentro y fuera de la cerradura, hasta que oyó que el mecanismo de ésta cedía. El picaporte giró de nuevo sin trabas.
Cayó la contera que se había atascado en el interior de la cerradura. Era roja, como si la hubieran calentado al hierro, y echó humo al caer en la alfombra del vestíbulo.
Ford, sarcástico, aplaudió lentamente.
El doctor Evarts se volvió hacia Ford. Si Deirdre Carroll se encontraba al otro lado de la puerta, alguien tenía que haber atascado el paraguas en el ojo de la cerradura, alguien cuya intención sin duda había sido la de encerrar a Deirdre en aquel cuarto.
—¿Dónde anda Tansy?
Ford se encogió de hombros.
—Se marchó.
El doctor Evarts no se había equivocado, pues Deirdre Carroll se hallaba en el interior del dormitorio. Antes incluso de verla, la oyó respirar, una respiración laboriosa y estertórea. Yacía inmóvil en la cama, con la cabeza ligeramente vuelta hacia él y hacia la entrada. Cuando el doctor entró en la estancia, Deirdre Carroll no habló. Posiblemente no podía, debido al forúnculo que tenía bajo la barbilla.
Era casi perfectamente redondo, mayor que una pelota de tenis y de un color negro mate como el del hollín que recubre las paredes de aquellas chimeneas en las que sólo ha ardido el carbón más barato. Fuera cual fuese su origen, fuera cual fuese la purulencia que se cebaba en su interior, el negro forúnculo era mayor y estaba más obscenamente hinchado que el peor brote cancerígeno que el doctor Evarts hubiera visto a lo largo de su carrera. Deirdre Carroll tenía la cabeza echada hacia atrás. El forúnculo negro estaba tan aferrado, tan prieto sobre su caja torácica que no tenía más remedio que mantener la mandíbula cerrada. No era de extrañar que respirase con dificultad, ni resultaba sorprendente que no hubiera podido responder a sus llamadas.
Deirdre puso los ojos en blanco mientras se esforzaba para mirarlo. El doctor Evarts evitó mirarla a los ojos mientras se acercó a la cama. La superficie del forúnculo era negra como el hollín, pero observo que sin duda se trataba de piel, una piel chamuscada como la de las personas que han sido víctimas de un incendio y tienen que dormir sentadas y derechas porque les resulta menos doloroso que estar tumbadas. Sin embargo, había ciertas partes del forúnculo que desprendían un brillo púrpura. Al reparar en el hecho de que había torcido el gesto de puro asco, intentó sonreír. Un intento condenado al fracaso.
—Debió llamarme usted antes —dijo, extendiendo el dedo para tocar el forúnculo negro. Ella se apartó. Él pudo leer el pánico en sus ojos, que parecían decir «Por favor, no lo toque». El mismo pánico que les tiene mucha gente a las agujas, al bisturí o al tacto frío de unos fórceps de acero.
—No pasa nada, Deirdre, tan sólo sentirá una leve presión —dijo, apretando suavemente con la yema del dedo índice la superficie negra como piel quemada.
Y explotó.