Afuera el mundo seguía sumergido en la bruma. Corría desde la puerta principal al aparcamiento, mientras mamá y la señora Verlow me seguían caminando de un modo más digno. No había nada que ver, aún, aunque el rugido del motor continuó acercándose. Mientras permanecía de pie con los brazos alrededor del cuerpo para entrar en calor, el viento retorcía los frágiles velos de niebla. Me castañeteaban los dientes y tenía la piel de gallina.
—Calley —me llamó mamá.
Me volví hacia su voz.
Había un gigante espectral justo frente a mí. Se me cortó por completo la respiración. A medida que la bruma se revolvió, el gigante se agitó e inclinó sobre mí, como si quisiera tragarme.
Tenía el vehículo a mi espalda; cada vez hacía más ruido, cada vez estaba más cerca, y las luces de los faros aumentaron de intensidad mientras el espectro gigante se abalanzaba sobre mí. De pronto se oyó un sonoro claxon.
Una repentina ráfaga de viento disolvió al espectro gigante. El cupé color de bruma fue frenando y surcó la vía láctea que iluminaban sus propios faros.
Volví a la escalera del porche para encontrar a la señora Verlow sonriendo al cupé, mientras mamá, a su lado, lo miraba con ojos bizcos. Cuando me puse detrás de mamá, aferrada a su falda, ella me arrancó la tela de los dedos con un gesto de impaciencia.
—Deja de comportarte como una cría —me dijo, a pesar de que había volcado toda la atención en el vehículo.
Al igual que los sirvientes de una película de época de la BBC, mamá y yo nos situamos a un lado, mientras la señora Verlow abría la puerta del cupé plateado con matrícula de Maryland. Una mujer asomó tras el volante.
Todo en ella era gris, a pesar de lo cual no parecía en absoluto vieja o marchita. Parecía mayor que mamá y que la señora Verlow, pero más joven que Mamadee, y no había nada necio o débil en ella. No era un fantasma salido de la niebla, sino una mujer de densa sustancia humana. Su presencia me tranquilizó. La silueta del fantasma gigante que había visto se me antojó de pronto un mero espejismo.
Cuando se quitó los guantes de conducir, vi que tenía las manos muy cuidadas, y la piel más tersa que la del cuello. Obviamente, se protegía y se cuidaba las manos, a pesar de que de por sí no eran elegantes ni bonitas. Eran unas manos vulgares, de dedos cortos, cuadradas. Suaves, sí. Aquella mujer no hacía nada con las manos, ni siquiera cuidaba de su jardín o jugaba al tenis. No llevaba puestos anillos ni pulseras.
Mientras ordenaba estos recuerdos, he comprendido que me pareció que su rostro me resultaba familiar. Pasarían años antes de que pudiera ponerle un nombre a aquel rostro.
La señora Verlow nos la presentó aquella noche como la señora Mank.
La señora Mank tenía el pelo gris, con vetas negras, más bien corto y tieso, en lugar de rizado. También tenía los ojos grises, de un gris más claro que las perlas que lucía alrededor del cuello. Se había puesto un maquillaje muy claro en los pómulos, y las mejillas sobresalían llenas y redondas, la nariz afilada y larga y fría como mármol gris. El rosa de los labios se parecía al lápiz de labios más claro de mamá, con un baño de ceniza gris. Llevaba puesto un vestido de dos tonalidades indistinguibles de gris, el cinturón gris perla, y el tejido en sí quizá un poco más plateado. Un collar de perlas doble le refulgía alrededor del cuello, y de los lóbulos colgaban sendos pendientes de gruesas perlas.
Los zapatos tenían un leve barniz de color cobrizo; mamá me contó después que estaban hechos a mano. También me dijo que eran más o menos de su talla, la 36; puede que fueran de la 36, pero mamá calzaba entre una 37 y una 37 y medio, lo que nunca le impidió embutir el pie en una 36 o una 36 y medio. La señora Mank llevaba medias de seda, color telaraña.
—Roberta Ann Carroll Dakin, por fin —sonrió la señora Mank.
No tenía el acento familiar de Alabama o Florida o Luisiana, ni un acento que yo pudiera reconocer como extranjero (como lo era, por ejemplo, el de la voz de Chiquita Banana), ni el altivo deje inglés que conocía principalmente gracias a la televisión y a la radio. Deduje que si el coche tenía matrícula de Maryland, podía ser de Maryland; vamos, que quizá tuviera acento de Maryland.
Desconcertada por los sucesos recientes, mamá debió de mostrarse algo aturdida por el cupé plateado que conducía la señora Mank, un coche de fabricación extranjera, en una época en la que eran pocos los norteamericanos que conducían coches de fabricación extranjera, y también por las perlas de la señora Mank, así como por la imponente presencia de la señora Mank.
La señora Mank me miró brevemente, como suele hacer la gente, esperando ver poco y, al parecer, encontrando algo menos de lo que esperaba encontrar.
Con la intención de hacer que la señora Mank se sintiera bienvenida, la señora Verlow la acompañó a sus habitaciones. El plural se debe a que la señora Mank tenía tanto un salón particular como baño propio, además del dormitorio, claro, o sea, una suite creada mediante la apertura de ciertas puertas entre habitaciones comunicadas. La señora Verlow me sorprendió al pedirme que llevara el equipaje de la señora Mank. Debía saber que tan sólo consistía de un maletín de viaje y una maleta Gladstone (término que había aprendido en el corto período de tiempo que llevaba en casa de la señora Verlow). Al principio me parecieron pesadas, pero antes de que hubiera dado un par de pasos desde el maletero abierto del automóvil extranjero de la señora Mank, se me antojaron tan livianas como si estuvieran vacías.
En cuanto llevé ambos bultos a la suite de la señora Mank, regresé al aparcamiento para cerrar el maletero del coche. El automóvil me tenía fascinada; era bajo, tenía el morro largo, la parte posterior corta, dos asientos y tapacubos, y era diferente de los vehículos norteamericanos que conocía de vista. El Edsel llamaba la atención a su lado. Mientras que el Edsel lucía una deslumbrante cantidad de cromados y un techo anguloso, aletas, alargados salientes laterales y hondos faros de búho sobre el enorme parachoques dividido, aquel vehículo era pulcro, elegante y reservado. Mientras que el Edsel se inclinaba hacia adelante, como si quisiera hendir el aire, el vehículo de la señora Mank ocupaba por entero su propio espacio. El Edsel era sencillo y rectangular; toda la carrocería del cupé de la señora Mank era curvada. Estaba cromado, pero de un modo elegante y poco convencional. Las luces delanteras se encontraban en la propia capota, en sus propias cavernas de borde cromado. En la capota y el maletero había un medallón donde un caballo hacía una cabriola, y otro medallón, un caballo alado, de frente. En el maletero, escrito, se leía la palabra
Pegaso
Como el caballo alado. Intenté pronunciar la palabra con la voz y el acento de la señora Mank: Pegaso. Evidentemente, no se trataba de una palabra mágica, puesto que no había sucedido nada mágico: no se produjo ningún destello súbito, ni sonó la melodía de piano, ni apareció ningún caballo alado que piafara en la arena.
La guantera estaba cerrada, lo que me impidió acceder a la información que pudieran contener los manuales o documentos que hubiese en el interior.
El viento había arreciado, ahuyentando la bruma para arrastrarla a otra parte. Se me aferró a la ropa, intentando llevarme hacia la playa. Sin embargo, no era lo bastante fuerte para amortiguar el sonido de otros dos vehículos en la carretera de Pensacola Beach.
El jersey amarillo no me abrigaba. Era como si se encogiera formando tensas tiras en torno a mi pecho, en torno al cuello y a las muñecas.
Corrí a la cocina a por un par de tijeras y empecé a cortar los botones del jersey. Empecé por abajo, pues era lo que me resultaba más fácil. Los bordes de los botones no se habían enromado desde que los forcé a introducirse por los ojales, y costaba mucho cogerlos. Sin embargo, aunque me costó algunos cortes y un poco de sangre, logré introducir las tijeras debajo de los botones y cortar el hilo que los unía a la lana. A pesar de que cedió la presión de la lana a medida que los botones se fueron precipitando al suelo, el situado en la parte superior se me resistió hasta tal punto que acabé con las puntas de las tijeras pegadas a la barbilla. El hilo cedió por fin y fue aquel el botón que se precipitó a mayor altura, trazando un arco más amplio hasta… encontrar la mano de la señora Mank, es decir, el índice y el pulgar, como si estuviera sujeto a ellos con una goma. No la oí entrar en la cocina. Una súbita sensación de terror se apoderó de mí; fue como tocar un enchufe eléctrico.
Estaba ahí de pie, en mitad de la cocina, observándome. Tenía la cabeza tan erguida como la espalda.
El botón le relució entre ambos dedos antes de desaparecer.
—No desprecies lo que no tienes —advirtió—. Eso me dijeron una vez.
Entonces salió de la cocina con paso firme a través de la puerta giratoria que daba a la despensa. Estuve escuchando sus pasos mientras atravesaba el comedor y el vestíbulo de entrada hasta salir al porche. Sus pasos eran tan audibles como pudieran serlo los de cualquier otra persona.
Recogí otros tres botones de las esquinas a las que habían ido rodando. El suéter aún me tiraba bastante de las axilas. Me lo saqué con ciertas dificultades, lo arrebujé junto a los botones y la vela en la mesa de la cocina, y miré en torno en busca de un lugar donde esconderlo de momento. Abrí la puerta a la habitación de Cleonie y Perdita, y arrojé el hatillo en su interior.
Afuera, los recién llegados bajaban de los vehículos.
El domingo anterior había ayudado a la señora Verlow a servir un refrigerio. Me había propuesto encargarme de ello sin recurrir a su ayuda, pues tanto la extraña visita de la voz de Mamadee como el espectro gigante en la bruma me proporcionaron un mayor ímpetu; la larga lista de responsabilidades aparcaron por igual la conmoción que me habían causado ambos sucesos, así como cualquier posible consideración posterior de los hechos. Corrí al salón, donde estaba la cafetera ya preparada, y la enchufé. Luego corrí de vuelta a la cocina. Se suponía que para cuando hubieran mostrado las habitaciones a los huéspedes, debía tener todo listo en la sala de lectura, servido alrededor de la cafetera en una mesita redonda de madera: las tazas en sus platos, las cucharillas del café, unos platitos y las servilletas. Tenía que preparar un té, llenar el hervidor de agua, sin olvidar la leche y los azucarillos, las rodajitas de limón y las bandejas de los dulces, los salados y los sándwiches pequeños sin corteza que Perdita había dejado listos en la nevera para que los sirviera yo. No había nada que no pudiera comerse de un par de mordiscos, para no quitarle a nadie el apetito de cara a la cena.
Mamá fue la primera en llegar. Se mostró algo torpe a la hora de servirse el café. También ella seguía intentando asimilar la voz y sus palabras. La escasez de cigarrillos le agravaba la inquietud. No me sorprendió que me mirase ceñuda cuando levantó la taza para llevársela a los labios.
—Yo serviré a los invitados, Calley. Ve a otra parte. A los niños debería una poder verlos, pero no oírlos.
No había dicho una palabra. Confié en que se le estabilizara un poco el pulso a la hora de servir a los huéspedes. Al darle la espalda, estuve a punto de topar con la señora Mank.
—Dios mío —dijo mamá—. ¡Calley, pide ahora mismo disculpas a la señora Mank por pisarla!
La señora Mank me sonrió con frialdad, e incluso le dirigió una sonrisa más fría a mamá.
—No me ha hecho daño, señora Dakin. —Pronunció la palabra «señora» con cierto énfasis—. La niña anda muy atareada, ¿verdad? —añadió la señora Mank—. Espero que tenga más cosas que hacer.
—Así es —dijo mamá; a juzgar por el tono de su voz, la idea le complacía.
Aunque yo tenía mucha curiosidad por ver cómo se llevaban mamá y la señora Mank, era consciente de que la señora Verlow me necesitaba. Casi podía oírla mentalmente, llamándome por mi nombre.
Afuera, en el aparcamiento, la señora Verlow llenaba la carretilla con el equipaje de los recién llegados. Eché a correr para ayudarla a subir por la rampa que daba al vestíbulo trasero.
—Espero que crezcas pronto —dijo—. No veo el momento de que puedas cargar con algunas de estas bolsas y librarme a mí de ello.
Me enderecé e hice un esfuerzo por parecer más alta. Me emocionó que las palabras de la señora Verlow sugiriesen la posibilidad de que fuese a residir allí el tiempo suficiente para crecer.
Hizo una pausa para tomarse un respiro.
—Señora Verlow, ¿alguna vez ha visto a un fantasma? —le pregunté.
Mi pregunta no pareció sorprenderla.
—Puede ser.
A mi juicio, aquellas palabras se acercaban mucho a una admisión.
—¿De qué tamaño era? ¿Pueden los fantasmas ser de distintos tamaños?
—Alto, alto, alto, niña —respondió la señora Verlow, sacudiendo la cabeza—. He dicho que es posible que haya visto a un fantasma, lo que no me convierte en una experta.
Con lo que vino a decir que no iba a responderme. También, quizá, que probablemente había fantasmas de tamaños distintos.
Me atreví a formularle otra pregunta.
—¿Publican los periódicos de Florida necróticas de gente muerta en Alabama?
La señora Verlow rió.
—Querrás decir notas necrológicas.
Asentí.
—Sólo si el difunto de Alabama era muy importante o murió en circunstancias muy peculiares.
¿Y si Mamadee no era tan importante como parecía o fingía ser? Claro que no teníamos ni idea de cómo había muerto, ni siquiera de si había fallecido.
—¿Hay algún otro modo de averiguar si alguien ha muerto?
—Puede que baste con llamar por teléfono a esa persona. O a un amigo o pariente. —Cambió de tema—: Se te da muy bien imitar la voz de los demás.
Me encogí de hombros.
—Algo sabía al respecto. Fennie me habló… —La señora Verlow no terminó la frase—. Tu madre dice que fuiste la niña más traviesa del mundo.
Todo lo que le sucedía a mamá era lo más algo del mundo, y ambas lo sabíamos, de modo que no hice ningún comentario. Me distraje pensando en lo que me había insinuado la señora Verlow acerca de llamar al número de Mamadee y poner la voz de otra persona para preguntar si Mamadee seguía con vida o se había marchado a disfrutar de su eterna recompensa en el ígneo regazo de Satanás. Pensé en llamar a uno de mis tíos Dakin. Cualquiera de los tíos, cualquiera de las tías, sabría con toda seguridad si había muerto Mamadee. Tendría que pedirle el número a la operadora.
—Tienes un oído extraordinario, ¿verdad? —preguntó la señora Verlow.
—Sí, señora —admití con toda la modestia de que fui capaz.
Ida Mae Oakes no dejó de decirme que alardear de un don era una estupidez.
—Debe costarte mucho concentrar la atención —comentó la señora Verlow, como si estuviéramos hablando de encontrar la talla de calzado adecuada.
Me había llevado la mayor parte de mis siete años llegar al punto en el que me encontraba, aprender a aislar lo suficiente al mundo para poder pensar. Por supuesto, sabía, para cuando cumplí más o menos los tres años, que oía mucho más de lo que oían los demás, y que los demás no parecían saber cómo imitar sonidos del modo en que lo hacía yo, de forma más o menos natural. Ida Mae Oakes me ponía bolitas de algodón en las orejas para ayudarme a bloquear parte del incesante ruido, y luego, poco a poco, fui aprendiendo a hacerlo por mi cuenta. Más tarde, logré apañármelas para conciliar el sueño conviviendo con el ruido, oyéndolo de cerca hasta alejarme flotando de él. Cuando se lo conté a Ida Mae, confesó sentirse aliviada debido al precio siempre en aumento del algodón, a los gusanitos que podían metérseme en la oreja y lo rojas que se le habían puesto las manos de tanto arrancar algodón para hacerme las bolitas. Me hizo reír de lo lindo hasta que el maíz me salió por la nariz.
Aún pensaba que quizá algún día encontraría a alguien que escuchara tanto y tan bien como yo, y a quien por supuesto se le diera bien imitar los ruidos que oía. Lo más cerca que he estado de alguien así han sido los eruditos autistas que he conocido: conozco a media docena que están ciegos, y que sólo con escucharla una vez son capaces de tocar cualquier pieza musical al piano, y adaptar la música a cualquier estilo, todo ello sin haberlo meditado ni practicado un instante. A veces creo que el hecho de que pueda ver es algo fortuito, una especie de accidente. Dicho esto, podría, puedo, oír la imperfección cuando pongo la voz de alguien. No soy músico ni cantante, sino algo un poco superior a un tocadiscos. Respecto a la agudeza del oído: el ruido del mundo no sólo resulta una distracción; puede resultar doloroso; puede ser mortalmente agotador.
Pero me limité a asentir a la señora Verlow.
—¿Calley? —Su voz se convirtió en un susurro al añadir—: Calley, ¿puedes oír a los muertos?
La miré pestañeando con fuerza. Su pregunta explicaba mucho más de lo que yo podía responder.
—Sí, señora —le conté—, pero no vale la pena hacerlo.
Me pareció conmocionada.
—¿Quieres decir que no los entiendes?
Apreté los labios. Me sentía como si acabara de arrancarme un secreto. No iba a contarle que también había visto a Mamadee en el espejo.
La señora Verlow me miró un instante con aprecio.
Cuando no dije nada más, se volvió a la carretilla.
—Creo que podrás con ésta.
Se refería a una bolsa de mano que no pesaba gran cosa, al menos hasta que hube subido unos cuantos escalones de la escalera de servicio. Pero me las apañé. A esas alturas, también yo quise crecer rápidamente.
Al volver al salón y reunir los cacharros usados en una bandeja, oí los pasos de mamá en el porche, y alcancé a verla caminando. La acompañaba la señora Mank. Ambas fumaban, seguro que los cigarrillos de la señora Mank, porque mamá no hubiera compartido los últimos que le quedaban por nada del mundo. Presté atención a lo que se decían, pero no conversaban. Parecían tan sólo disfrutar de sus respectivos cigarrillos en peripatética compañía: una mujer joven vestida de negro, una mujer mayor envuelta en varias tonalidades de gris. Dos de los huéspedes parecían hacer lo mismo, aunque ellos se dirigían caminando a la playa, dejando atrás penachos de humo.
Me preocupó, me hizo sentir temor, la perspectiva de que mamá y la señora Mank pudieran conversar, aunque no supe el porqué.
Los huéspedes habían diseminado las tazas y los platitos, cucharillas y servilletas tanto como habían podido, alrededor del salón y en las otras estancias de la planta baja. Las recogí apresuradamente y las devolví a la cocina, donde ya había abierto el grifo. La señora Verlow me había dado instrucciones conforme debía contar la cubertería y los platos, para asegurarme de haber retirado todo lo que hubiera que retirar. Sin embargo, mamá y la señora Mank no sabían lo que yo sabía.
Me deslicé tan silenciosamente como pude para entretenerme en el porche, y puse cara de ser una niña concentrada en la tarea de buscar tazas o cucharillas descuidadas.
El porche casi daba por completo la vuelta a la casa, desde la cocina en la parte trasera hasta la fachada que daba al mar, para doblar de nuevo la esquina y recorrer todo el lateral. Me decepcionó ver que mamá y la señora Mank se habían sentado una junto a la otra y observaban en silencio a los huéspedes que paseaban hacia la playa con objeto de familiarizarse con el lugar, o para estirar las piernas después de los viajes que hubieran hecho.
—No hay porcelana ni plata en el porche —dijo la señora Mank, sin siquiera mirarme—. Llévate esas orejas, Calley Dakin, y busca a Merry Verlow, quien sin duda tendrá un modo de ocuparte las manitas, si no la nariz.
Mamá rió entre dientes. Me recordó a la risilla de Ford.
—No es justo que todo el mundo pueda decirme qué debo hacer —protesté, enfadada por el hecho de que me hubiera sorprendido.
—Lo siguiente será pedir el derecho a voto —se burló la señora Mank.
Me puse colorada. La piel blanca siempre me delata.
—Mi papá me contó que la gente que pisa a los demás siempre acaba con los tobillos lastimados —dije lentamente.
Mamá se envaró en la silla.
—¡Él nunca dijo tal cosa! ¡Eres una brujilla mentirosa, Calley Dakin!
Hice una reverencia burlona y me marché. A mi espalda, mamá no dejó de disculparse por mi ultrajante comportamiento. Me dio lo mismo.
En la cocina, me subí al taburete y fregué los platos. Fui muy concienzuda y lo sequé todo con sumo cuidado, para volver a colocarlo en la despensa, de cara al final de la cena. Aunque a esas alturas ya me sentía agotada, los platos de la cena ya estaban listos para la ocasión, aún por ensuciar.
Subí la escalera para dirigirme al armario empotrado de la mantelería. Me acurruqué en el interior, con mi docena de libros al alcance de la mano. Nadie sabría dónde estaba; nadie requeriría mis servicios, pues eso eran. Ignoro por qué razón estaba tan convencida de que un armario sin ventanas, empotrado en aquella casa enorme, estaba a salvo de voces y apariciones fantasmagóricas. En aquel momento, me pareció lógico que así fuera. Como quien sintoniza la radio, enfoqué el oído a los rumores del golfo. Los susurros del agua, tan parecidos al latido de un corazón, me sumieron poco a poco en el sueño.