La mente de mamá no se aferró a lo que había sucedido, sino a lo que podía suponer para ella. Si era verdad que nos había hablado el fantasma de Mamadee, entonces Mamadee había muerto. La idea de que Mamadee pudiera haber fallecido sumió a mamá en un insoportable estado de pánico; significaba que la cuerda de la que había estado tirando toda la vida se había soltado al otro lado. A duras penas podía tolerarse la realidad de la muerte de Mamadee; se le adhirió a las entrañas como un ratón atascado en el vientre de una serpiente. Antes de que pudiera digerirla, tenía que desentrañar por qué había sido informada del suceso, si es que era tal, por medios tan extraordinarios.
Por si eso no fuera suficiente, el críptico comentario de Mamadee: «no tendré que advertirte acerca de lo que va a pasarte», estaba destinado a desestabilizarnos. Mamá tenía que encontrar una interpretación a ese sibilino pronunciamiento que no fuera un portento de maldad.
Yo quería decir que era la voz de Mamadee, sólo porque, en ese caso, Mamadee podía estar perfectamente muerta. Yo así lo deseaba con todo mi pagano corazón, y tan sólo me decepcionaba el hecho de que no se hubiera quejado en voz alta de la chamusquina y el hedor del infierno. No se me ocurría ningún motivo por el cual Mamadee pudiera decirnos la verdad sólo por el hecho de haber fallecido. Hasta este día, no he encontrado motivo alguno que me induzca a pensar que el alma humana, falsa hasta la médula, de pronto se vuelva veraz sólo porque está separada de la forma corpórea. Sabía que había mantenido una conversación con Mamadee. Me mordí la lengua, a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. A la espera de que mamá asumiese lo que era obvio.
La señora Verlow recogió en silencio las cartas desparramadas y depositó el mazo en una papelera. Luego tomó el candelabro.
—Dios mío, estoy helada —dijo—. Creo que me prepararé un té bien caliente. Si quieren acompañarme, estoy segura de que la cocina nos resultará más acogedora que esta habitación oscura y deprimente.
Con esta razonable excusa para huir del salón, nos retiramos a la cocina. Puede que fuera la única vez en toda la vida que mamá estuviera tan ansiosa por entrar en una cocina. De pronto tuve la convicción de que Mamadee no nos había hablado para comunicarnos su muerte o para advertirnos a mamá o a mí, sino que lo había hecho porque yo estaba presente en el salón con mamá y la señora Verlow. Me señalaba desde la tumba con uno de sus dedos nudosos, de uñas meticulosamente cuidadas. Quería que mamá y quizá la señora Verlow creyeran que yo era o bien la causante del engaño, o su asesina. O ambas.
La señora Verlow dejó el candelabro encima de la mesa.
—Siéntese, señora Dakin. Voy a por una rebeca para entrar un poco en calor mientras hierve el agua. ¿Quiere que le traiga una, o un jersey? ¿Y para Calley?
Mamá asintió.
La señora Verlow llenó el hervidor de agua y encendió el gas; luego nos dejó unos minutos a solas.
Me dediqué a sacar las tazas, los platitos y las cucharas; la tetera, el tarro del azúcar y la jarrita de leche de la despensa, tal como me habían enseñado a hacer hacía muy poco.
El hervidor de agua silbó como para anunciar el regreso de la señora Verlow. Me sonrió al comprobar a qué había dedicado aquellos minutos. Llevaba un precioso chal de lana de color pizarra sobre los hombros.
A mamá le había llevado su suéter negro de cachemira, y a mí un suéter de lana que no me pertenecía. Yo ya no tenía suéter. El jersey que me ofreció la señora Verlow había conocido tiempos mejores, estaba salpicado de bolitas rojas sobre fondo amarillo, y ambos elementos me parecieron abigarrados y feos. Además, olía como si llevara tiempo guardado entre bolitas de naftalina, y también olía a otra cosa, como a sucio, un olor que me recordó de inmediato a la letrina que hay fuera de algunas casas. Mamá se puso el suyo sin molestarse en comentar que la señora Verlow no sólo tenía por fuerza que haber entrado en el dormitorio para cogerlo, sino que, además, tenía que haber abierto el armario de mamá para buscarlo.
Introduje los brazos por las mangas del suéter amarillo con bolitas rojas y, con un esfuerzo considerable, metí los afilados botones por los prietos ojales. El suéter no me hizo entrar en calor. Si acaso, aún tuve más frío. El tacto de la lana me picaba en la piel. Además, estaba mal tejido, tirante en ciertos puntos, suelto en otros hasta parecer dado de sí, tan prieto en las axilas que me hacía daño. En cuanto me lo puse, llegué a la firme conclusión de que había pertenecido a un niño que había muerto. Podía oírlo asfixiándose en el agua, y el agua atrayéndolo sin pausa ni descanso hacia las profundidades. Cuando intenté desabrocharlo para quitármelo, tenía los dedos tan congelados que me fue imposible pasar de nuevo los botones por aquellos ojales.
La señora Verlow canturreó mientras servía el té. Reconocí la melodía.
—Eres mi rayo de sol —canté con mi propia voz—, mi único rayo de sol.
—¡Cállate, Calley! —ordenó mamá—. La cabeza me está matando.
La señora Verlow se inclinó sobre mamá. Tomó una de las manos de mamá y luego la otra, y las acercó hasta que rodearon la taza de té.
—Retén el calor, Roberta Ann. Bebe. Te aliviará el dolor de cabeza.
Mamá quería creer a la señora Verlow; lo vi en su rostro.
La señora Verlow se sentaba a un lado de mamá, mientras que yo lo hacía inquieta en la silla situada al otro lado.
La llama de la vela se reflejaba oscura en la superficie de mi té; parecía arder dentro del líquido. El té me quemó en el paladar, y toda la garganta a medida que descendió al estómago. Era Lapsang souchong, cuyo sabor natural se veía adulterado por el olor a cera y mecha quemadas. La superficie del té en la taza se serenó y contemplé de nuevo el reflejo de la llama; sentí modorra y me escocieron los ojos. También tuve la sensación de que me habían clavado miles de alfileres en el cuero cabelludo y me sangraba la cabeza; sentí el rastrojo pinchando los folículos.
Cuando mamá dejó en la mesa la taza de té vacía, la señora Verlow la llenó.
Mamá me miró.
—Calley —dijo en un tono llano y desagradable—, fuiste tú quien puso esa voz. Sé que fue cosa tuya. ¡Sé que te has burlado de mí! ¡Te has burlado de mi pobre madre!
Sacudí lentamente la cabeza para negarlo en silencio.
Los ojos de la señora Verlow reflejaron una entretenida mirada de especulación que paseó de una a otra.
—Hazlo —me pidió mamá—. Di «no servirá de nada» con la voz de Mamadee.
Miré a la señora Verlow y me encogí de hombros.
La señora Verlow no parecía sorprendida, sino muy interesada.
—No me llames mentirosa —me advirtió mamá—. ¡Ni se te ocurra tratarme como si estuviera loca, Calley!
La señora Verlow extendió la mano para tocarme la muñeca.
—Señora Dakin —dijo dirigiéndose a mamá—, nos hemos llevado un buen susto. A juzgar por lo que ha dicho, esa voz correspondía a su madre. ¿Por qué cree que Calley fue la causante de esa voz? Ambas pudimos verla. No le vi mover los labios, excepto cuando le dirigió una pregunta a la voz.
Mamá la ignoró por completo.
—¡Calley! —protestó, enfadada.
—Oh, oh, mamá… No puedo poner la voz de Mamadee sin despegar los labios.
La señora Verlow apretó la mano que me había cerrado alrededor de la muñeca.
—Pero puedes imitar la voz de tu abuela.
—Roberta —dije con la voz de Mamadee—, ¿dónde te has metido?
Mamá dio un respingo.
—¿Es ésa la voz de su madre? —le preguntó la señora Verlow.
—Sí —susurró mamá—. Hasta el más mínimo detalle.
—Pero he tenido que mover los labios —señalé—. Y no lo estoy fingiendo.
—Di algo con mi voz —me pidió la señora Verlow.
Y así lo hice.
—Di algo con mi voz.
En el silencio que se impuso, tomé un largo sorbo de té. Hablar con la voz de otra persona me dejaba la boca seca. El té me quemó la garganta sin calmarme la sed.
—Debí llevarme a Ford y dejarla a ella —dijo mamá—. Creo que está poseída.
Ignoré esa tontería de que estaba poseída. Ya lo había oído antes, y la verdad es que no me importaba lo más mínimo.
—Ford no quiso marcharse —le recordé—. Quería quedarse con su televisión a color. Y con Mamadee.
—Ford. —Mamá levantó la voz al caer en la cuenta de cuál era la primera consecuencia que se derivaba del fallecimiento de Mamadee—. ¡Voy a recuperar a mi pequeño!
Justo entonces la luz eléctrica vino y se fue, parpadeó varias veces hasta que se impuso la corriente y la casa se llenó de luz. La llama de la vela pareció encogerse.
La señora Verlow se estiró para apagarla con los dedos.
Un humo negro como compuesto de almas huidizas culebreó desde el pabilo. El olor de la cera ardiendo se extendió por la estancia; podía saborearlo en la boca, untoso y carbonizado. El olor y el sabor de las hojas de té en la taza parecían todo cuanto quedaba de la aparición. Me sorprendió pensar que las hojas que había en el fondo de la taza formaban un dibujo como las feas bolitas rojas del suéter que la señora Verlow me había dejado. Nunca antes había visto ese tramado tan raro. Los lunares siempre están separados, pero aquéllos no sólo se mantenían separados, sino que, además, trazaban líneas cortas y ángulos y, a pesar de ello, no guardaban simetría alguna. Algunos parecían gotas de sangre seca.
Mamá se llevó la mano al bolsillo de la falda para coger el paquete de Kool. Arrugado y envuelto alrededor del exiguo ramillete de tres colillas, no era más ancho que el paquete de cerillas atrapado entre el celofán y la hojuela. Se racionaba el tabaco debido a que ya no podía gorrearle más a los huéspedes, y hasta el día siguiente no podría acercarse a pie a la gasolinera de Pensacola Beach a por más. Mamá se puso a revolver la cocina en busca de un cenicero.
La señora Verlow acercó la tetera al hervidor de agua para verter más.
La vela había adoptado una nueva forma y la cera fundida se volvía ligeramente translúcida. Toqué la vela para confirmar que aún estaba caliente. Adoptó la huella de mis dedos como si fuera tinta. Bajo el estampido del oleaje y un viento cada vez más fuerte, oí el lejano rugido de un motor que me era familiar.
—Puedes quedártela si la quieres, Calley, no es más que una colilla. —La señora Verlow se volvió hacia nosotras con la tetera entre las manos—. Podemos prescindir de una colilla.
No me había visto tocar la vela. Ni mamá.
Mamá exhaló el humo con fuerza.
—No la deje coger una sola cerilla —le recomendó mi madre, que se deshizo en seguida de la cerilla, antes de que la llama le alcanzase la punta de los dedos—. ¡A menos que quiera que le prenda fuego a la casa!
La señora Verlow se sirvió una nueva taza de té. No volvió a sentarse, sino que permaneció de pie, mirándome.
—¿Lo haces a menudo, Calley? —preguntó—. ¿Quemar casas?
Negué con la cabeza. Me pregunté si debía decirle a la señora Verlow que la dama del sombrero estaba a punto de llegar.
—Lástima —dijo la señora Verlow—. Hay días en que aseguraría hasta las vigas del techo y yo misma te daría las cerillas.
A mamá se le atragantó el humo.
—¡No llame al mal tiempo! —exclamó al recuperarse—. ¿No querrá darle ideas a Calley?
La señora Verlow no llegó a responder a esa pregunta. Se llevó una mano al oído, como para hacer bocina.
—Creo que oigo llegar a un huésped.