Capítulo 29

A pesar de que por naturaleza los jóvenes se curan rápidamente, el ungüento que me dio la señora Verlow aceleró el proceso. No sé qué era. Como todos sus remedios caseros, me fue entregado sin etiqueta en un botellín. Todos olían a alguna flor o a hierbas.

Rara vez se encontraba una en el vaso o botellín con más de lo necesario, la única excepción que se me ocurre fue el bálsamo verde claro para los pies de mamá, el cual nos suministraba la señora Verlow en tarros cilíndricos parecidos a los que contienen velas gruesas y chatas. El contenido duraba una semana. A mí la fragancia me resultaba desconocida, pero a mamá no.

Mamá me aseguró que llevaba años buscando precisamente ese bálsamo. Era el mismo que había usado su adorada abuela. Debía de tratarse de una receta antigua, observó, puesto que el bálsamo para los pies de su abuela lo preparaban en una farmacia local. O bien la señora Verlow tenía la receta o contaba con una fuente en alguna farmacia que aún la elaboraba; se trataba de que mamá le atribuyera a la señora Verlow el menor mérito posible por aquel bálsamo extraordinario. No obstante, en ocasiones, siempre que le convenía a mamá, alababa de forma excesiva el bálsamo para los pies de la señora Verlow, y especulaba con la posibilidad de ganar una fortuna si se decidía a comercializarlo.

Merrymeeting contaba con dos salones. El que era relativamente pequeño servía, tal como he mencionado, de hogar a la televisión y al radiofonógrafo. La colección de discos de la señora Verlow incluía piezas populares de música clásica, musicales y bandas sonoras de cine. Me dio permiso para disfrutar del tocadiscos a última hora de la tarde, antes de cenar. La televisión Zenith, situada en la esquina opuesta, tan sólo poseía un interés superfluo para mí Pensacola contaba únicamente con una cadena de televisión, la WEAR, y la oferta era muy limitada. Sabía cómo encender la Zenith y cómo ajustar los canales, y lo hacía para los huéspedes que en ocasiones querían sintonizar un programa concreto a primera hora de la tarde.

El salón grande contaba con la mayor librería de toda la casa. A menudo, los huéspedes se olvidaban libros al marcharse. Los libros abandonados encontraban un nuevo hogar en la librería del gran salón, o en los demás estantes, más modestos, que había en toda la casa. Cuando llegué, la señora Verlow estaba recolocando los libros, aunque antes de volver a la escuela yo misma me encargué de ello. En aquellos primeros tiempos, solía hojear los libros relacionados con las aves, las valvas y la vegetación local.

La señora Verlow se topó conmigo cuando estudiaba atentamente uno de los libros, sentada en el suelo, tras un sillón de respaldo alto, un lugar perfecto para evitar que tropezaran conmigo y para no estorbar el paso de los huéspedes. Me contó que podía llevarme a la habitación de mamá aquellos libros que estuviera leyendo, a menos que algún huésped preguntara por ellos. Los añadí a los libros que había robado a mi difunto tío. Guardaba la ropa en el cajón inferior de la cómoda, en la habitación que compartíamos mamá y yo. Los libros me cabían bastante bien bajo la ropa; al menos cupieron durante un tiempo.

Más adelante, la señora Verlow me llevó en largos paseos a recoger hierbas y la corteza que empleaba para los preparados medicinales. Una de estas plantas era un arbusto que crecía cerca de la casa. Me bastó con olerlo una vez para reconocer en él uno de los ingredientes del bálsamo que utilizaba mamá para los pies. La señora Verlow dijo que el nombre común era guacamaya francesa, y que en inglés se llamaba Candle Bush, algo parecido a candelaria, debido a sus flores amarillas y puntiagudas. Perdita y Cleonie la llamaban candela ardiente.

Durante una semana, la señora Verlow sirvió cada noche a mamá una bebida antes de dormir. Mamá dormía hasta muy tarde, y amanecía de muy buen humor. Podía levantarme cada día sin despertarla.

Cuando le masajeaba los pies ante de conciliar el sueño, mamá lamentaba las decisiones que había tomado, y luego juraba que recuperaría a Ford y el dinero, y que enviaría a su madre al infierno. Por supuesto, dichos objetivos necesitaban de un abogado; tampoco podía contratar a uno en Florida, porque los abogados de Florida no podían practicar la abogacía en Alabama. Eso lo sabía porque había llamado a un bufete de Pensacola, gracias a que había encontrado el número en la guía telefónica. Se consoló pensando que los abogados de Pensacola estarían todos probablemente borrachos, o serían profundamente incompetentes a la hora de proteger a una viuda y a sus huérfanos.

Mamá se mostraba tan amable y encantadora con la señora Verlow que ninguno de los huéspedes hubiera sospechado jamás que la odiaba. Había pasado toda la vida en guerra con Mamadee. Qué podía resultarle más fácil o conveniente que reemplazar a Mamadee por la señora Verlow. Mamá nunca admitiría en voz alta haberle atribuido a la señora Verlow aquel papel.

Mamá representaba el papel de dama sureña ante los huéspedes, siempre que estaba en compañía de éstos. No hablaba de lo que le había sucedido a papá, ni se apresuraba a admitir que yo era su hija. La señora Verlow se limitaba a presentarme como la «pequeña Calley». Algunos de los invitados llegaban a la conclusión de que yo era una niña expósita que se beneficiaba de la caridad de la señora Verlow. Otros apenas reparaban en mi existencia, lo cual no me importaba.

Nunca me importaron las faenas que había que hacer a lo largo del día, faenas que de algún modo lo estructuraban. Me hacían sentir que encajaba en aquel lugar. Después de lavar los platos tras cada comida, la señora Verlow me mostraba la libretita donde anotaba hasta el último penique que me ganaba. Comí en la cocina unos días, hasta que se me curaron las contusiones.

Los huéspedes de la señora Verlow solían marcharse por lo general los sábados, y los nuevos llegaban a la casa los domingos por la mañana. Los taxis llegados de la ciudad se llevaban a los huéspedes que no habían viajado hasta allí en vehículo propio, y el aparcamiento se vaciaba por completo, a excepción del Edsel y del Country Squire de la señora Verlow.

A la una y media de la tarde, Cleonie y yo habíamos retirado la comida fría que por costumbre se servía los sábados, y puesto la mesa para la cena que preparaba Perdita. La señora Verlow la servía, permitiendo a Perdita y a Cleonie retirarse. A las tres, se deshacían y hacían de nuevo las camas y se procedía a la limpieza de los cuartos de baño, en los que se reponía todo aquello que fuera necesario. Inmediatamente después, llegaba el taxi de color para devolver a Cleonie y a Perdita a las vidas que llevaban en Pensacola. Regresarían a las nueve de la noche del domingo. Las restantes seis noches de la semana las pasaban durmiendo en una habitación que había detrás de la cocina. Contaba con un armario propio, una pila y un aseo.

En el armario destartalado que ambas compartían había fotografías de la familia que aún no había tenido ocasión de estudiar en profundidad. Perdita y Cleonie eran fieles de la Iglesia metodista episcopaliana africana, y rendían culto tan escrupulosamente como trabajaban para la señora Verlow.

Por supuesto, su iglesia metodista episcopaliana africana no estaba incluida en el listado de iglesias locales y horarios que la señora Verlow proporcionaba a los huéspedes. La iglesia más exótica de la lista era la católica romana de Saint Michael, en Pensacola. Los judíos, mormones, bahá’í y musulmanes no se incluían en los listados, ni tampoco los proselitistas y los fanáticos chillones. Seguro que Pensacola tenía representantes de estos credos y, también, seguro que contaban con lugares de reunión. Pensacola tenía entonces, y tiene ahora, tantas iglesias como cualquier otra ciudad, así que cualquiera que no fuera pagano podía encontrar un hueco allí. Los paganos, por supuesto, no tenían de qué quejarse.

En su defensa, diré que la señora Verlow no expresaba el menor interés en conocer las prácticas o afiliaciones religiosas de sus huéspedes. Si sabía que algunos de ellos eran católicos, judíos o budistas que practicaban su religión de manera anónima, eso no le impedía alquilarles una habitación. Estoy segura de que habría tenido medios para deshacerse de un proselitista, y no porque albergara algún sentimiento en particular acerca del proselitismo, sino para ahorrarles a los demás huéspedes el enojo de ser objeto de proselitismo. Tenía en gran consideración la intimidad de sus huéspedes, y de ello se derivaba la idiosincrasia de sus normas. Además, no perdía ocasión de ofrecerse a llevarlos en coche, y a recogerlos, al lugar de culto que hubieran escogido.

Aquel primer domingo no pusimos el pie en la iglesia.

—No puedo sacarte en público con esa cara —dijo mamá—. Supongo que el hecho de que pudieras causarme esta inconveniencia no entró en tus cálculos, ¿verdad?

—De todos modos, no tengo vestido —dije—, ni sombrero, ni abrigo ni guantes.

Mamá me miró fijamente, tras recordarle de aquel modo que había llegado a Merrymeeting con poco más que un par de mudas de ropa en la maleta, de las que ya había extraviado una.

—Además, el vestido gris me estaba muy justo —añadí.

Mamá se mordió los labios.

—Supongo que crees que los vestidos crecen en los árboles, ¿no? Además, ¿quién te ha enseñado a hablar así? ¿«Te estaba muy justo»? Con la educación que te hemos proporcionado deberías hablar con más propiedad. Juro que la Dakin que hay en ti ha destruido por completo a la Carroll.

Aquel largo domingo, mamá durmió hasta mediodía, y luego se pasó toda la tarde en la playa. Apenas hacía el calor suficiente para tomar el sol, pero mamá había decidido que tenía una tonalidad de piel poco saludable, debido al hecho de que se había descuidado en la viudedad, a haber perdido a su niño y al resto de las cosas terribles que le habían sucedido en los meses recientes, por eso se pasó la tarde tiritando en la silla volante, vestida con el traje de baño. Yo estaba encargada de servirle café y llevarle alguna que otra revista de la casa. Lamentablemente para ella, yo era la única audiencia con que contaba.

Mamá explicó a la señora Verlow la necesidad de ir a Pensacola para comprarme un vestido. El martes, cuando se habían instalado todos los huéspedes, la señora Verlow nos llevó a la ciudad en su Country Squire. La señora Verlow nos aseguró que sabía dónde se encontraban los mejores grandes almacenes, que por casualidad resultaba que estaban liquidando ropa infantil. Entre algunas adulaciones y la prontitud de señalar todas las gangas habidas y por haber, la señora Verlow logró que mamá no sólo me comprase esos nuevos vestidos, sino un abrigo nuevo, unas merceditas nuevas, calcetines y un sombrero, otro sombrero de paja que me encajaba en la cabeza cubierta con la servilleta, braguitas, un par de pijamas nuevos y blusas y faldas. Cada pieza de ropa me encajaba a la perfección, aunque los colores me hacían parecer medio muerta. Me daba lo mismo. Nunca había tenido ropa bonita, ni esperaba tenerla. Todo el conjunto resultó sorprendentemente barato, lo que complació muchísimo a mamá. Por supuesto, después de todas aquellas compras, aquella noche tuve que masajearle los pies durante más tiempo del habitual.

Mamá se vio obligada a cederme algunos centímetros de armario para que pudiese colgar los vestidos nuevos, aunque me hizo sacar los libros del cajón para acomodar el resto de la ropa. Amenazó con tirármelos. Mi llanto llamó la atención de la señora Verlow, que salvó los libros al cederme el cajón del armario empotrado del pasillo, un cajón poco utilizado que solía estar vacío.

Al domingo siguiente, el primero del mes de mayo, la señora Verlow se ofreció amablemente a llevarnos en coche a la iglesia episcopaliana. La bruma nos impidió ver el trayecto igual que la oscuridad nocturna nos ocultó el entorno la noche que llegamos a la casa. Cuando salimos de la iglesia, el postor tomó la mano de mamá entre las suyas en la puerta. Me coloqué entre ambos y pisé el zapato abrillantado del pastor, con lo que logré hacerle componer una mueca de dolor y soltarle la mano a mamá.

A nuestro regreso, la bruma empañaba de tal modo la casa de la señora Verlow que parecía abandonada. Todas las luces estaban apagadas; no había corriente. En el interior, daba la sensación de que estaba tan vacía como un establo desierto. La luz tenue, difusa, de aquel día no penetraba en los rincones más oscuros de la casa, al contrario que la fría humedad, que nos alcanzaba el tuétano.

La señora Verlow me envió a la cocina a por los platos de comida fría que nos había dejado Perdita. Comimos en el comedor, a la luz de una solitaria vela amarilla en un candelabro plateado que provenía de casa de Mamadee. No fui tan tonta como para mencionar que lo reconocía. Lo que me interesaba era el hecho de que la vela estaba hecha a mano; no era una chapuza, sino que la había hecho alguien con cierta destreza. A medida que ardía, desprendió cierto olor a alquitrán, aunque podía soportarse y me hizo recordar el bálsamo para los pies de mamá.

A pesar de que me esforzaba en las condiciones de la señora Verlow, no estaba lo bastante mimada como para ser capaz de excluir de mis pensamientos aquellos que me resultaban… desagradables. Todo lo contrario; cuanto más deseaba desterrar algo de mis pensamientos, más pensaba en ello. He aprendido a pensar lo que debo pensar cuando debo pensarlo. Obviamente, a veces me asaltan pensamientos no deseados, aunque cada vez me resulte menos importuno.

En cuanto quitamos la mesa, la señora Verlow sugirió jugar a las cartas.

Aunque la primera reacción de mamá a la sugerencia de jugar una partida de cartas dominical fue enarcar escandalizada una ceja, comprendió de inmediato que por mucho que se enfureciera su actuación no contaba con el público necesario. Se sentó a la mesa de las cartas con una recatada falta de entusiasmo. A mamá siempre le habían gustado las cartas. Jugaba peor y tenía peor suerte que nadie que yo haya conocido. No obstante, en el mundo de mamá, era una jugadora de cartas sin par. Además, las cartas, a falta de otra cosa, podían muy bien proporcionarle un mecanismo de equilibrio para equipararse a Merry Verlow.

Mamá, la señora Verlow y yo nos sentamos en el salón grande para jugar a los Corazones. A esas alturas mi destreza con los naipes era muy limitada, pero ya había aprendido lo suficiente para dejar ganar a mamá. En lugar de abrir una baraja, jugamos con un antiguo mazo de cartas, uno rojo con las iniciales C.C.D. impresas en el dorso. Eran mis iniciales, aunque las cartas al menos tenían veinte años, y no servía de gran cosa excepto para hacerse trampas al Solitario. El salón estaba tan silencioso como podía estarlo con nosotras tres allí, hablando lo menos posible, concentradas en los naipes. Nuestra única luz provenía de la vela que la señora Verlow había traído consigo del comedor. El enorme espejo del salón la ampliaba, un espejo que colgaba enfrente de mí y, por tanto, enfrente de la chimenea que estaba situada a mi espalda. La llamita ardía inmóvil, encogido el pabilo en el charquito de cera derretida. En el espejo, parecía una lengua de fuego, engendrada en las insondables negruras del reflejo de la chimenea. El olor de la cerca ardiente me recordó a la misa a la que habíamos acudido, y también al funeral de papá.

No servirá de nada.

—¿El qué no servirá de nada? —respondió mamá, lacónica, atenta a las cartas descubiertas, con la esperanza de desafiar la inesperada pulla de la señora Verlow.

—¿Perdón? —dijo la señora Verlow.

Entonces, ambas se volvieron hacia mí, aunque la voz que había hablado no poseía ni el timbre ni la escala de una niña pequeña de siete años.

—¿El qué no servirá de nada, Calley? —repitió la pregunta la señora Verlow.

No servirá de nada porque sencillamente estoy muerta.

En ese momento nos encontrábamos mirándonos unas a otras. Ninguna de nosotras había abierto la boca.

Entonces ¿quién había hablado?

Estábamos solas, las tres, solas en aquella casa aislada.

Mamá estaba lívida. Incluso la señora Verlow parecía angustiada. Me tocó a mí lidiar con el asunto. Y a mí, Calliope Carroll Dakin, cuyas iniciales figuraban al dorso del mazo de cartas colocado en aquella mesilla triangular, me resultó totalmente evidente a quién pertenecía la voz que se había escuchado en el sofocante salón. Miré al espejo. Su rostro me devolvió la mirada, aunque no exactamente. No nos miró; más bien fue como si mirase a través de una ventana. Tenía los ojos muy abiertos y cubiertos de lágrimas de terror.

—¿Eres tú, Mamadee? —pregunté.

Soy y no soy.

—¡Silencio! —me espetó mamá.

Mantuve la mirada clavada en el espejo, aunque antes de que pudiera decirle a mamá que mirara, la voz de Mamadee volvió a hablar.

No tienes por qué ser tan brusca, Roberta Ann.

Mamá dio un salto y se dirigió a la puerta, dispuesta a abrirla de par en par, a pesar de que era consciente de que la voz no provenía del corredor ni de cualquier otra parte de la casa.

No estoy ahí, Roberta Ann.

Mamá se detuvo con las manos a medio camino del tirador. Entonces, dio un paso atrás como si fuera la misma puerta la que hubiera hablado.

—¿Está aquí dentro? —preguntó la señora Verlow, al tiempo que se levantaba.

Era como un minero, después de cavar en lo más hondo para rescatar a un niño que se hubiera caído en un pozo abandonado. Se abría paso a través de una pared desmoronada, mientras preguntaba con suavidad a la tenue y muerta oscuridad. ¿Estás aquí?

No lo sé. No sé dónde estoy. Pero sé que veo a quien me mató…

—Miente. Mamá no ha muerto. —Mamá me miró inflexible—. Si mi madre hubiera muerto, lo sabríamos.

—¿Estás muerta? —pregunté en voz alta.

Mamá me cogió de los hombros y me zarandeó con fuerza.

—¡Deja de hacerte pasar por mamá!

Entonces, miró en torno, como si algo se ocultara a su espalda. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos y temblaba visiblemente.

—¡Mamá! —gimió—. ¡No puedes estar muerta!

De pronto cayó la temperatura de la habitación. Fue como si alguien acabara de abrir una ventana. La llama de la vela tembló y se apagó. Unos hilos de humo blanco se alzaron del pabilo.

La voz exclamó airada:

Roberta Ann Carroll, ¡el candelabro de la mesa es mío!

Mamá no iba a dejar que la despistaran con meros asuntos de propiedad.

—¡Quieres que me sienta mal! —protestó—. Pues no puedes hacerme sentir mal, porque, primero, yo no te maté; segundo, ni siquiera he sabido hasta ahora que estás muerta, y tercero, ¡no creo que seas mi madre porque no tenemos fantasmas en la familia! ¡No hay fantasmas entre los Carroll!

El fantasma, o lo que fuera, no tuvo respuesta para la absurda batería de despropósitos que pronunció mamá. Mi madre me hundió los dedos en los hombros. La señora Verlow hizo ademán de acercarse a la puerta. Iba a intentar sacarnos de allí antes de que nada más, y nada peor, pudiera suceder.

Entonces, de pronto, Mamadee volvió a hablar, formulando una confusa pregunta de tanteo:

¿De dónde lo has sacado, Roberta Ann?

—¿A qué se refiere? —me susurró mamá.

Respondí con la voz que utilizan las niñas de siete años cuando recitan una felicitación de Pascua frente a la iglesia.

—Estamos en Pensacola, Florida, Mamadee. En casa de la señora Verlow. Es una pariente lejana de los Dakin, pero no tiene un parentesco consanguíneo.

De nuevo se oyó la voz, lejana y atropellada, dirigiéndose a mamá e ignorándonos a mí y a mi respuesta.

Estoy viendo esa silla, Roberta Ann, esa silla que tienes justo ahí detrás. Mi madre hizo la labor de ganchillo de esa silla. Por eso te lo voy a repetir, ¿de dónde lo has sacado? Porque sé que esa silla se quemó. Se quemó en 1942. ¿Has vuelto a la casa de mamá, Roberta Ann?

—¡No! —exclamó mamá—. Estamos en 1958, en Pensacola Beach.

No, es Banks, y ésa es la casa que ardió hasta los cimientos debido a lo descuidada que eras con las velas, antes de que Calley naciera. De modo que si estás allí, entonces es que has muerto. Ambas habéis muerto, y yo me alegro…

—No lo dice en serio —me susurró mamá al oído—. No quiere que estemos muertas.

—¿Por qué te alegras de que estemos muertas? —pregunté a Mamadee.

Porque entonces, Calley, maldita maldita brujilla —Mamadee rió, la misma risa que le era tan propia cuando leía el periódico matinal y se enteraba de que alguien que no le gustaba había muerto antes que ella—, porque entonces, Calley, no tendré que advertirle acerca de lo que va a pasarle. Así que puede que ahora me dejen volver. Así quizá…

Supongo que «ellos» dejaron «volver» a Mamadee, porque justo entonces, en mitad de aquella reflexión que compartía con nosotras, desapareció y no volvimos a oír su voz.