Capítulo 28

Cuando me despertó el trino matinal de los pájaros, estaba enredada con un cubrecama en el sueño. Mamá dormía en la cama. Horribles pesadillas me habían enturbiado el sueño. No quise recordarlas, pero cuando lo hice deseé con todas mis fuerzas no haber sido capaz.

Mi primera preocupación consistió en saciarme la sed. Era muy temprano, así que no habría nadie que pudiera disputarme el uso del baño. Bebí del grifo como el animalillo apenas domesticado que era. Después hice todo lo contrario y me alivié.

Fui consciente de que me sentía más insustancial, más ligera. Después de lavarme la cara y la cabeza, cepillé el mal sabor que me habían dejado las pesadillas en la boca. Algunos cabellos cayeron a la pila, revueltos entre la espuma de los escupitajos.

Tenía el cabello suelto; las cintas y las gomas estaban en la cómoda de mamá, junto al cepillo falto de púas que me había dado cuando perdí el mío. Sentí el cuero cabelludo más suave de lo normal. Por supuesto, estaba hecha un espantajo: tenía los ojos medio cerrados por la hinchazón y la nariz inflada como una patata. Compuse una mueca ante el espejo y me saqué a mí misma la lengua.

Cuando regresé al dormitorio, dispuesta a recoger la ropa y salir de nuevo, mamá se movía en sueños. Abrió un ojo, me vio, gimió, se dio la vuelta y se cubrió la cabeza con la almohada.

Me vestí tan rápida y silenciosamente como pude. Encontré en la cómoda el cepillo, las gomas y las cintas amarillas. Tuve la sensación de que me observaban: las gomas, jadeando; el cepillo, rechinando con sus desiguales dientes, y las cintas vibrando como la lengua de una serpiente que quema cuando te muerde. Salí de la habitación sin siquiera tocarlos, con la sensación real de haber logrado escapar.

Cleonie y Perdita ya se encontraban en la cocina, y la señora Verlow conversaba con ellas, así que pude salir por la puerta sin ser vista ni oída.

La luz que ribeteaba a oriente el horizonte clareaba a poniente la espuma del oleaje hasta convertirla en un deslumbrante blanco puro. Una flota de pelícanos volaba paralela a la costa, y me sobrevoló en silencio, proyectando una enorme sombra sobre mí y la arena blanca. Parecían muy próximos y muy grandes. Mi tamaño, relativamente pequeño, los agrandó hasta la enormidad.

Arriba y abajo en la playa, como vigías ante el oleaje, se hallaban las solitarias garzas. Garsas. De pronto, entendí la pronunciación de Cleonie. Al acercarme a la que tenía más cerca, se mostró indiferente ante mi presencia, a pesar de lo consciente que era de ella; lo vi en sus ojos, y escuché el modo acelerado en que le latía el corazón. Era un ave grande, más alta que yo, pero con zancos por patas, un cuello largo y delgado como mi muñeca y la cabeza no más grande que uno de mis puños. Lucía en la coronilla algunas plumas inclinadas, y en el pecho tenía otras más largas, que mecía el viento.

Algunas aves anadeaban en la orilla, entre ellas ejemplares de playero arenero, corremolinos común, corremolinos pectoral, cigüeñuela común, playero aliblanco y avoceta. Pelícanos, piqueros y gaviotas pescaban frente a la costa.

Descalza y acuclillada en la playa, el viento me ondeaba el cabello y se me llevaba un mechón, y luego otro.

Un cuervo graznó un audible awk y se arrojó sobre mí. Me pasó sobre la cabeza con las garras extendidas, enredó algo y se marchó. No tuve que ver el pelo que tenía en las garras para comprender que se había llevado algunos de mis cabellos. La sensación interesante fue la carencia de resistencia por parte del pelo. Fue indoloro. El cabello se fue sin que tuviera la sensación de que estaba arraigado o unido a mí de ninguna manera.

Lancé un uhhk al cuervo. Como un vórtice negro me sobrevoló una docena o más de cuervos, que cayeron sobre mí para llevarse consigo algunos cabellos antes de remontar el vuelo. Tenía el cuero cabelludo cada vez más despejado. Sentía el tacto de la brisa marina en la cabeza, ya que los mechones de pelo cada vez más finos no me resguardaban tanto como antes. Las aves evolucionaban realizando acrobacias aéreas sobre mi cabeza, jugueteando, desafiándose, y con las alas me aventaron de todas direcciones hasta que no pude oír nada más. Algunos de sus graznidos eran como preguntas: ¿uhuh—uhuh? Otros eran respuestas, brruhk. Se me secó la garganta de conversar con ellas, y de pronto desaparecieron.

Volví a oír otras cosas: otras aves, la hierba alta que coronaba las dunas, el chapoteo y los suspiros del agua, el paso acelerado de los cangrejos que asomaban de los hoyos en la arena, el húmedo aliento de las almejas bajo la arena. Y finalmente, la alegría ronca de una gaviota risueña.

La playa y las aves me absorbieron hasta tal punto que, de no ser porque una creciente sensación de hambre me empujó de vuelta a la casa, podría haberme quedado allí todo el día. Aún tenía que comprender todo cuanto me rodeaba.

Mamá se encontraba de nuevo sentada a la mesa del comedor, acompañada de los huéspedes y la señora Verlow.

Mamá abrió los ojos como platos al verme. Ahogó un grito como si se hubiese atragantado con una espina. La señora Verlow me ofreció un vaso de agua. Mamá se aclaró la garganta, se limpió la boca con la servilleta y recuperó la compostura. Los huéspedes, tras levantar algunos murmullos alarmados, volcaron una incómoda atención sobre los desayunos.

Ocupé mi lugar a la mesa y di las gracias a Cleonie cuando me puso el plato delante.

—¿Qué significa esto, Calliope Carroll Dakin? —A mamá la voz le surgió medio estrangulada, y muy, muy baja.

—¿Que significa qué, mamá? —pregunté con la boca llena de una galleta de mantequilla.

Mamá tomó aire con fuerza. A esa hora de la mañana tan sólo se había pintado los labios, de modo que se le notó el modo en que se le subieron los colores. Todos los demás siguieron concentrados en sus respectivos desayunos. La mesa podría muy bien haber sido el refectorio de un algún monasterio bajo voto de silencio, aunque yo en aquella época no sabía que existieran esos refectorios, ni los monasterios o los votos de silencio.

—Levántate de la mesa —ordenó mamá.

Posé el tenedor en los huevos revueltos, me levanté, tomé el plato y me dirigí a la cocina. Allí ayudé a fregar la vajilla.

Nadie dijo una palabra acerca de que tuviera el cuero cabelludo completamente pelado. Cuando me secaba las manos, Perdita me pidió que me acercara con un movimiento del dedo. Me envolvió la cabeza con una servilleta de hilo empleando complejas dobleces y nudos, hasta que aseguró la obra apretando con fuerza un último nudo lateral. Me dejó las orejas al descubierto.

Entonces, tiró de los extremos y los pliegues me cubrieron las orejas.

En la pared que había junto a la puerta que daba al office había un espejito en el que la señora Verlow, Perdita y Cleonie se miraban casi cada vez que salían de la cocina. A juzgar por el modo en que separaba los labios para mirarse los dientes, la señora Verlow sentía auténtico horror ante la perspectiva de encontrarse un trozo de espinaca o de pintalabios en ellos. Cleonie y Perdita sencillamente eran unas presumidas, presumidas como pavos reales. Siempre sonreían ante la imagen que les devolvía el espejo. El modo en que les complacía su aspecto me empujaba a admirarlas y considerarlas las personas más hermosas del mundo. Perdita colocó el taburete bajo el espejo para que pudiera subirme a él y mirarme. La servilleta era blanca como la nieve, y con los ojos a la funerala y el rostro hinchado parecía una especie rara de lechuza.

Mamá estaba más furiosa que un enjambre de avispas a las que hubieran sacado del avispero a golpe de vara de nogal. Lo sé porque en una ocasión lo hice, cuando era demasiado pequeña como para saber que esas cosas no deben hacerse bajo ningún concepto, y me picaron muchas veces, tantas que acabé mojándome los pantalones. Pero no tenía miedo. ¿Qué podían hacerme? ¿Que me mojara los pantalones? ¿Ponerme los ojos a la funerala? ¿Raparme la cabeza? ¿Arrancarme todas las extremidades?

La señora Verlow se encontraba en el corredor de la segunda planta cuando mamá me llevaba a la habitación.

—Le ruego que me perdone, señora Dakin —dijo la señora Verlow—, pero olvidé mencionarle que en esta casa no permito el castigo corporal.

—Le ruego que me perdone, señora Verlow. —Mamá pronunció todas y cada una de aquellas palabras en un tono afilado como las tijeras de la señora Verlow—. Calley es mía y la educaré como crea conveniente.

La señora Verlow sacudió la cabeza.

—Señora Dakin, debo recordarle nuestro acuerdo.

Mamá empalideció. Se llevó la mano a la garganta.

—No hablará en serio. Debe estar loca.

—¿Volvemos a interpretar a Loretta Young? Por favor, no desperdicie conmigo su talento artístico, querida. No aplicará a Calley ningún tipo de castigo corporal bajo este techo. ¿Lo ha entendido?

Mamá se quedó tiesa a lo Mamadee. Crispó los dedos, ansiando tener a mano algo que arrojarle a la señora Verlow, o poder en todo caso arrancarle los ojos.

La señora Verlow no pareció percatarse de ello. Dio los buenos días a mamá y luego le dio la espalda.

Mamá me pasó de largo y entró en la habitación. Una vez dentro, cerró la puerta de un portazo.

La señora Verlow seguía allí, de pie en el corredor, cuando de pronto pasó la mano sobre los pliegues del pañuelo que yo llevaba en la cabeza, como si me acariciara, a pesar de que ni siquiera me tocó.

Me metí en la habitación, que seguía a oscuras sin que entrara la luz del sol. Mamá se hallaba sentada al tocador, arreglándose algunos mechones sueltos de pelo. En el espejo, mamá me miró fijamente con rencor.

—¿Quieres que te dé un masaje en los pies, mamá?

Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama.

—No creo que tu Merry Verlow me esté tomando el pelo, Calley Dakin. Tampoco creo que tú me lo estés tomando. Sé reconocer un engaño cuando lo veo.

Titubeé.

—Dame un masaje en los pies, Calley —ordenó mamá, impaciente—. Lo menos que puedes hacer es ser útil.

Aquél era un principio consagrado.

Al cabo, mamá se hubo tranquilizado lo suficiente para hablar con normalidad, de modo que recuperó su tema favorito: ella misma.

—Me he distraído tanto que he olvidado el hecho de que te estabas saltando las clases. —Lo dijo como si lo estuviera haciendo deliberadamente—. Cuando empiece el curso —añadió—, irás a la escuela. Puede que no aprendas nada, pero al menos no te tendré a mis pies todo el día.

Me gustaba la escuela, al menos lo que aprendía allí, así como el hecho de no estar a los pies de mamá. Por el momento, me entretuve explorando la isla.

En cuanto pude salir de nuevo, crucé el camino hasta llegar al otro lado de la Isla Santa Rosa. La casa de la señora Verlow se encontraba en la cintura de avispa de una isla estrecha, aunque aquella orilla del camino guardaba, con todo, muchas diferencias con la orilla que daba al golfo. En la orilla de la bahía, la arena se amontonaba de forma caótica, como si las dunas estuvieran atadas con nudos. El pinus clausa y los arbustos coronaban las partes altas, y otros tipos de árboles y matorrales crecían en los puntos bajos. Algunos de estos últimos eran húmedos, al menos durante parte del tiempo, y contaban con sus propias especies de plantas y criaturas. Las desordenadas dunas abrigaban zonas de ciénaga salada. La playa que había allí era más angosta y menos fría, puesto que la propia isla y la vegetación la cobijaban de los vientos que soplaban en el golfo. Entre la isla y el continente fluían las mansas aguas de Pensacola Bay, con más tráfico de embarcaciones. En la costa baja, Pensacola se extendía ante mí como una ciudad de juguete.

Al ver Pensacola me acordé de nuestro viaje desde Tallassee, y también de Mamadee y Ford. No quería recordarlos. Tampoco quería recordar cómo perdí a papá en Nueva Orleans, ni nuestra vida antes de esa pérdida. Más que cualquier otra cosa, quería aferrarme al recuerdo de papá cuando vivía. Hablarme a mí misma con su voz, repetir las cosas que me había dicho. Seguía conmigo; aún escuchaba su voz, aunque tuviera que modularla yo. No necesitaba los motivos obvios para protegerme a mí misma de su pérdida y del dolor y de la tristeza. Como hace cualquier niño, vivía mucho menos en el presente de lo que lo hacen la mayoría de los adultos.

Mi paseo por el camino me había animado a preguntar a la señora Verlow si tenía un mapa de la isla. Y resultó que tenía uno. En la minúscula oficina, justo al entrar en el vestíbulo (de hecho, casi parecía como si hubiera sido un guardarropa), tenía una mesa, una silla y un archivador. El archivador guardaba numerosas carpetas que podían satisfacer diversas inquietudes de los huéspedes: mapas del lugar, restaurantes, acontecimientos, iglesias y demás.

El mapa que me dio era muy sencillo, pero no podría haber sido de otro modo: Isla Santa Rosa es una franja de tierra de algunos kilómetros de longitud y, en esa época, contaba con una carretera principal que la recorría más o menos por la mitad. Al extremo oeste de la carretera lo llamaban Fort Pickens Road, y al otro, Avenue de la Luna. En el extremo oeste se encontraban las fortificaciones de Fort Pickens, abandonadas desde la guerra civil, y algunas instalaciones dedicadas a la acampada; el extremo oriental de Isla Santa Rosa formaba parte de la Base Eglin, propiedad de la Fuerza Aérea. Oía los aviones, tanto reactores como aviones de hélice, pero no había pensado mucho en ellos, pues había supuesto que Pensacola contaba con un aeropuerto. Había puentes en tres puntos de la isla, y uno se encontraba algunos negocios modestos arracimados al cruzarlos, además de hoteles, moteles y algunas residencias. El corto puente más occidental la unía a la isla intermedia, donde había un pueblo llamado Gulf Breeze, viento del golfo. Desde allí, la larga calzada llegaba a Pensacola.

La separación física de la isla respecto del continente constituía una especie de salvaguarda. Hubiera borrado la carretera del mapa de haber podido, pero al menos la bahía que cruzaba constituía una especie de foso. Mamadee no sabía dónde estábamos. Ni la loca de la sirvienta ni la loca de la cocinera del hotel Pontchartrain serían capaces de encontrarnos allí. La señora Verlow constituía otra especie de salvaguarda, menos evidente y de una capacidad que aún estaba por ponerse a prueba, aunque no cabía duda alguna de que se había convertido en una zona de repliegue para mamá.

Así las cosas, cuando pregunté a la señora Verlow si había visto mis gafas rotas o a mi Betsy Cane McCall, me sorprendió.

—No soy responsable de sus pertenencias, señorita Calliope Dakin —me dijo muy seria—. Son por entero de su entera responsabilidad.

Estaba en lo cierto, claro. Me pareció que veía bastante bien sin las gafas, y respecto a Betsy Cane McCall… En fin, tampoco puede decirse que la echara de menos. Había abandonado a las muñecas recortables y las tijeras de Rosetta en la caja de zapatos. Isla Santa Rosa era un juguete mucho mejor de cuantos hubiera tenido en la vida. O de cuantos tendría.

Más o menos un día después, cuando quise ropa limpia, reparé en que no había recuperado la ropa manchada de sangre y las toallas que había arrojado por el conducto de la lavandería. Cuando pregunté a Cleonie si sabía dónde estaban, arrugó el entrecejo y respondió que nunca las había visto siquiera. Dijo que no podía olvidarse de algo así debido a las manchas de sangre, que habría lavado con agua fría antes de confiarla a la lavandería. Busqué como una loca, pero fui incapaz de evitar la ira de mamá cuando se enteró de que me las había ingeniado para perder una de las pocas mudas que tenía, por no decir nada de las toallas de la señora Verlow. Mamá me tuvo durmiendo en el suelo durante un mes.