Capítulo 27

Mientras me daba un baño, repasé las condiciones de la señora Verlow y las reacciones de mamá, las cuales casi me habían parecido más interesantes que las condiciones.

Reside aquí por voluntad mía.

Respetará mis reglas.

Le proporcionaré alojamiento y comida a cambio de las cosas que trajo consigo. Si prefiere trabajar, sólo podrá hacerlo en esta isla y con mi aprobación y consentimiento previos.

No intentará ponerse en contacto con nadie sin mi conocimiento y consentimiento previos.

No firmará contrato con nadie, ni contraerá deuda sin mi conocimiento y consentimiento previos.

No abandonará la isla sin intención de regresar, ni se alejará más de cincuenta millas sin mi conocimiento y consentimiento previos.

No abandonará aquí a la niña. Comprenda que ella es todo cuanto se interpone entre usted y un destino peor que el que tuvo su difunto marido.

La niña irá a la escuela.

Largo es el alcance de sus enemigos, y su enemistad es muy persistente. Si es incapaz de admitirlo, pondrá en peligro su vida y su libertad.

Estas condiciones no son negociables.

La elección es enteramente suya.

Al principio mamá le había respondido con desdén, había resoplado y resoplado, pero al final temblaba de ira y temor.

Nada que pudiera imaginar me resultaba tan atractivo como la perspectiva de quedarnos en aquella casa. Puesto que mi temor había sido que mamá pudiera abandonarme, no me sorprendió descubrir que también la señora Verlow albergaba esa sospecha. La mención referente a los peligros y los enemigos y a la enemistad me pareció totalmente satisfactoria. No sólo confirmaba la sensación que tenía de precariedad, sino que lo hacía disfrazada de cuento de hadas: romper una regla equivalía a conversar con extraños y ser castigada con una siesta de cien años. Fue inmenso el alivio de ver que mamá quedaba ligada a mí, y a ese lugar. No era necesario ahondar en la naturaleza de los peligros, de los enemigos y de sus cuitas. Después de todo, a mi padre lo habían cortado en pedazos. Alguien, algo, se había ensañado con nosotras. Lo más sensato era reconocer que quizá no habían acabado aún. A pesar de que una niña de siete años no suele pensar más allá del momento presente, el miedo en estado puro me empujaba a hacerlo.

Después de bañarme y lavarme el pelo, sumergí en agua jabonosa los dos pedazos de las gafas. Después de secarlos, los guardé junto a Betsy Cane McCall en el bolsillo del peto limpio.

La señora Verlow me alcanzó de nuevo en el descansillo de la escalera trasera, cuando introducía la toalla y la ropa ensangrentada en el conducto de la lavandería.

—Niña, he visto zarzales y aves atrapadas en ellos mucho más pulcros que tu pelo —dijo—. Ve a decirle a tu madre que te lo cepille y te haga una cola.

La puerta de mamá estaba cerrada con llave. Ya había intentado abrirla antes de dirigirme al conducto de la lavandería. Me dolía la cara. Me dolía la cabeza. Comprendí que ese martilleo en la cabeza era a lo que se refería mamá cuando pretextaba tener dolor de cabeza. No se me ocurría qué hacer a continuación.

—Necesitas una aspirina, Calley —dijo en voz baja la señora Verlow.

Me llevó con ella a través de una puerta hasta un pabellón de la casa, y luego recorrimos un corredor hasta un dormitorio. Me sorprendió verla abrir una puerta que daba a otro dormitorio. Aquel dormitorio (se me ocurrió pensar que era el suyo) contaba con cuarto de baño propio. Salió del cuarto de baño con un paño, un vaso de agua y una píldora de color naranja.

Es probable que aquella píldora naranja fuera la primera aspirina que tomé en la vida. Estoy segura de que tal pastilla no existía en la casa de Montgomery. Aquella aspirina no sólo era de color naranja; tenía un fuerte sabor a naranja que, al deshacérseme en la boca, me puso los brazos de piel de gallina.

Sacó un botellín de la cómoda y se vertió unas gotitas en la palma de la mano. Después de frotárselas, me extendió aquella sustancia por el cabello. Me masajeó el cuero cabelludo como le masajeaba yo de noche los pies a mamá. Mi dolor de cabeza empezó a remitir. Luego me cepilló el pelo y me hizo un par de coletas. No me dolió lo más mínimo.

—¿Qué tal si te pongo unas cintas?

De pronto, una larga cinta amarilla le envolvía los dedos, y visto y no visto aparecieron dos, centelleando entre las hojas de unas tijeras con un leve susurro. Las tijeras eran muy afiladas, lo suficiente para cortarte un dedo, o un pie, y también estaban bien engrasadas, porque el punto central de las cuchillas se movía casi sin hacer ruido. La cinta amarilla cedió hipnótica, cortada en dos partes totalmente iguales, entre el metálico centelleo de las tijeras.

—¿Quién era la señora que se fue esta mañana?

—Pensé que nunca lo preguntarías. ¿Por qué crees que llevaba un sombrero que le ocultaba el rostro?

—Para que preguntase por ella.

La señora Verlow rió entre dientes.

—Aguda como las puntas de estas tijeras, Calley Dakin.

De pronto, me resultó imposible articular palabra. Tenía la lengua como hinchada, y también me fue imposible despegar los párpados.

Me despertó la campanilla que anunciaba la hora de comer. No recordaba haberme quedado dormida. Tenía el cuello tieso y húmedo, y estaba hambrienta. Tuve la sensación de que la campanilla de la comida era mi hambre, que resonaba en mi cabeza y en mi estómago.

El calor corporal había calentado el paño húmedo que tenía en la frente como un sapo desinflado; me lo aparté. La almohada estaba húmeda debido al pelo mojado. Mi sueño había sido tan profundo que había babeado un poco. Tenía la piel tirante debido a los restos de saliva que me habían surcado los lóbulos y la parte posterior de las orejas, así como el cuello.

Me levanté de la cama y me acerqué al baño a hacer un pis y lavarme la cara. Había una ventanilla abierta que daba al aire salado y la laboriosa conversación de las aves y del mar y del viento. La habitación misma estaba imbuida de un aroma complejo, algo parecido a una mezcla entre el cajón de las especias y el armarito de los medicamentos.

Las cintas amarillas de las coletas relucieron al mirarme en el espejo que había sobre el lavamanos. Tenía el rostro hinchado, magullado. El amarillo de las cintas no era el color más adecuado; hacía que mi pelo pareciera más descolorido y soso, la piel más sonrojada, y resaltaba la decoloración de las contusiones más visibles. Sólo de verme me dolió de nuevo la cabeza. Cuando me tanteé el bolsillo en busca de las gafas rotas y de Betsy Cane Dakin, no encontré nada.

Estaba tan hambrienta y tenía el estómago tan vacío…

Encontré el camino de vuelta al salón de entrada y el comedor, y me hubiera ido derecha a la cocina de no haberme encontrado allí a la señora Verlow, sentada a la mesa, y a mamá y al resto de los huéspedes que esperaban la comida. La señora Verlow me detuvo con una mirada.

—Señorita Calley Dakin, llegas tarde —dijo—. Discúlpate, por favor, y siéntate.

Me señaló una silla con un leve gesto de la mano.

—Discúlpenme —quise decir, aunque me salió una disculpa entrecortada y ronca, como si me hubiera resfriado.

Mamá rió entre dientes.

Nadie más se rió.

Me abalancé sobre la comida como lo hicieron los lobos sobre los asirios (al menos así es como lo recuerdo, como lobos sobre los asirios), y me comí toda la comida que Cleonie me puso en el plato: un filete de lomo con salsa, y una torta de maíz, maíz y patatas cocidas, judías verdes con costillas y pudín de arroz con crema. Me bebí tres vasos de limonada con azúcar. Finalmente, para consternación de los huéspedes, mientras Cleonie arrugaba la nariz, mamá se horrorizaba y se sentía humillada, y la señora Verlow mostraba una aparente indiferencia, me levanté indispuesta de la mesa y vomité en la alfombra turca.

—Conmoción —dijo sucinta la señora Verlow—. Lleve a la niña a la cama.