Capítulo 26

Para darles a ambas tiempo suficiente para llegar a la habitación de mamá, me senté en el suelo y fingí atarme los inexistentes lazos de los cordones. Luego, después de dejar las playeras junto a la puerta, subí descalza la escalera.

Se encontraban encima de mí, apenas dentro de la habitación de mamá. Para mi consternación, no dieron muestras de moverse. Esperaba que entrasen y cerrasen la puerta, pero se quedaron allí de pie, sin hablar siquiera. Cuando llegué al final de la escalera, mamá y la señora Verlow se encontraban bajo el dintel de la puerta que daba al dormitorio de mamá, contemplándome. No sé cómo, pero tenían que haberme oído subir lentamente.

Eché a correr al baño. Cuando el picaporte no giró y comprendí que estaba ocupado, me volví hacia mamá y hacia la señora Verlow, con una expresión de pánico más auténtica de lo que tendría que haber sido.

La señora Verlow me señaló la escalera.

—Baja ahora mismo.

Y bajé corriendo la escalera.

—No sé cuántas veces le habré dicho a esa cría que no espere al último momento, señora Verlow —dijo mi madre a mi espalda.

No tenía otra opción que seguir fingiendo y meterme en el cuarto de baño que había bajo la escalera. Se trataba de un cuartucho oscuro con un techo muy inclinado que, en ese momento, estaba desocupado. Pasé unos minutos ahí encerrada. Decidí que ya de paso, lo haría, y lo hice. Cabe destacar que aquel lugar no se quedaba manco como puesto de escucha. Al salir, procuré cerrar la puerta con más fuerza de la necesaria, de modo que el golpe se escuchase arriba. Recorrí el vestíbulo hacia la puerta—mosquitera que daba al porche, puerta que abrí y cerré de nuevo con un golpazo, como si lo hubiera dado un crío que acabara de salir corriendo por ella.

Subí de nuevo la escalera poco a poco. La puerta del dormitorio de mamá estaba cerrada.

Calculé mis opciones. Pegar la oreja al agujero de la llave era ridículamente arriesgado. Había puertas arriba y abajo del corredor, y a ambos lados del dormitorio de mamá. La mayoría de ellas daban a otros dormitorios, o incluso a pequeños salones, como no tardaría en descubrir. Me moví furtivamente pegada a la pared, comprobando los tiradores de las puertas con tanto sigilo como fui capaz, preparándome para explicarle al adulto de turno que me había perdido y que no recordaba cuál de aquellas habitaciones era la de mamá. Ninguno de los tiradores cedió.

Contuve el aliento al pasar a la altura de la puerta de mamá. Me volví hacia la esquina del corredor. Éste terminaba en un descansillo de la escalera trasera que descendía a la cocina. Tan sólo una puerta quebraba la desnudez de la pared. Había una portezuela de metal, a la altura de la cintura. Tenía que ser el conducto de la lavandería, la fuente de todos los pumps que había oído. Cuando intenté abrir la puerta, descubrí un armario empotrado lo bastante grande para meterse dentro. No tardé un latido de corazón en hacerlo y cerrar la puerta. La voz de mamá y su implacable quejido grave me dio una pista de cuál era el mejor puesto de escucha: la pared que el armario compartía con nuestra habitación.

La parte inferior de las paredes del armario estaban pobladas de cajones, mientras que la parte superior lo estaba de estantes abiertos. En éstos había pilas de toallas atadas con lazos. Me serví del techo de los cajones para auparme a un estante situado a casi a dos metros de altura del suelo. Una capa de toallas suavizaron el duro tacto de la madera en el estante; había tanta toalla que me permitiría esconderme en caso de ser descubierta, o eso esperaba. Betsy Cane McCall se me clavó en el bolsillo, así que la saqué y la dejé bien mullida entre las toallas. Luego abrí por completo las orejas.

—Sé qué había en mi vehículo —dijo mamá, cuya voz se había llenado de ángulos rectos, cortantes—. Explíqueme usted, si es tan amable, por qué no está todo aquí.

—Pero sí lo está, señora Dakin. —A juzgar por el tono de voz, la señora Verlow no se sentía amenazada.

Mamá estampó un pie en el suelo.

—¡No permitiré que me vuelvan a robar!

La señora Verlow dejó transcurrir unos segundos antes de responder.

—Pues yo he oído decir que robar a un ladrón tiene cien años de perdón.

—¿Qué se supone que pretende decir con eso?

—Pretendo decir que le he proporcionado refugio en mi casa como favor a mi hermana Fennie. Este favor no va exento de ciertos gastos, señora Dakin, como podrá usted comprender. Tiene muy pocos medios, y soy consciente de que no tiene perspectiva alguna de conseguir una fuente de ingresos en el futuro. Tiene una elección. Puede aceptar mis condiciones, o puede irse a otra parte.

Mamá raspó una cerilla con más intensidad de la necesaria, surgió después la llama y el fósforo prendió.

—Aunque la situación fuera como usted la presenta —dijo después de acercar la llama al cigarrillo—, ¡ni siquiera sé cuáles son sus condiciones!

La señora Verlow se las explicó.

Cleonie recorría el vestíbulo, prácticamente sin hacer ruido.

Contuve de nuevo el aliento con la esperanza de que pasaría de largo. Se abrió la puerta; entró. Empezó a sacar sábanas del armario. Luego se volvió hacia las toallas. De pronto se detuvo. Levantó las toallas tras las cuales me había escondido con Betsy Cane McCall. Cleonie enarcó una ceja al verme.

Me llevé el dedo a los labios en un gesto de súplica.

Como un ave, inclinó la cabeza y captó el calmo y mortífero murmullo de la señora Verlow. Cleonie se mordió los labios en un gesto de desaprobación. Dejó caer las toallas ante mí y tomó otra pila. La puerta se cerró al salir.

Incluso un bobo se daría cuenta de que mi suerte colgaba de un acantilado aferrada de las uñas. Salí con cuidado del armario medio minuto después de que se marchara Cleonie. Antes de que hubiera transcurrido la segunda mitad de ese minuto, me las había apañado para salir de la casa con Betsy Cane McCall.

Más allá de la primera gran duna y la desigual mata de hierba alta, el agua del golfo de México besaba en silencio la arena. La luz de la mañana y la bajamar se habían confabulado para dibujar una playa extensa como un desierto; no tenía final, miraras hacia donde mirases. Sin aliento tras la huida, me detuve en la cima de la duna para mirar en derredor.

A mi espalda se alzaba Merrymeeting, alta y solitaria. Por grande que fuera, ese tipo de casas no me resultaban desconocidas. Sin embargo, al contrario que otras, para alguien de siete años como yo, aquélla se erigía como de puntillas. A este respecto, era más parecida a la casa de tío Jimmy Cane Dakin, con sus pilares de ladrillo, que a Ramparts o a nuestra casa de Montgomery, la cual contaba con auténticos cimientos de piedra y sótanos subterráneos. Las celosías bordeaban el porche, ocultando un espacio considerable bajo la casa. Borrones de plantas de hoja perenne se extendían en la base de las celosías. Tuviera el color que tuviese originalmente, las inclemencias del tiempo lo habían arrancado hasta dejar al desnudo la madera, la piedra y el ladrillo, de modo que la casa se me antojaba hasta cierto punto insustancial. Una antena de televisión insistentemente real asomaba de uno de los tejados. Me hizo pensar en el pentagrama en el que se escribe la música. La antena significaba que la señora Verlow no pensaba que la televisión fuera una moda pasajera. No había oído aún la televisión, aunque eso sólo significaba que la habían tenido apagada.

En un futuro cercano, aprendería las normas de la señora Verlow referentes al uso de la cadena de alta fidelidad y de la televisión en blanco y negro marca Zenith arrinconada en un saloncito. Los invitados podían escuchar la radio; o bien la Stromberg Carlson de la biblioteca, o la que hubieran traído consigo, siempre y cuando moderasen el volumen en deferencia a los demás huéspedes. La televisión estaba disponible de noche, durante un tiempo muy limitado, y el voto de la mayoría decidía qué programa ver.

Se movió una cortina. La señora Verlow me miró desde la ventana de mamá.

Me di la vuelta y descendí la duna en dirección a la playa. Algunos de los supuestos huéspedes yanquis también habían salido a jugar. Unos pocos se hallaban sentados ya en sillas de loneta o de madera que se habían llevado consigo del porche. Otros paseaban por la playa.

Algunos pajarillos embestían las insignificantes olas en retirada, para verse en desbandada de inmediato cuando la ola parecía recobrar fuerzas. Me acerqué a la orilla para observarlos, para escucharlos. Aunque sus nombres me resultaban desconocidos, sus voces eran cautivadoras. Me percaté también del ruido de las almejas bajo la arena. No retrocedí, aunque el agua me empapó las playeras.

Al cabo de un rato, me erguí para sacármelas sin recurrir a las manos, empleando sólo los talones. Si Mamadee me hubiera visto hacerlo, habría tenido que buscarme un buen escondite. «Perezosa y descuidada con el calzado caro, dos pruebas de degeneración en una.» Recogí las playeras del agua y las arrojé hacia las dunas.

La playa parecía infinita. Eché a correr sobre el agua, allí donde se extendía sobre la arena. No me había marcado un lugar al que ir, ni tenía intención de detenerme. Tan sólo correr. Fue una sensación maravillosa moverse descalza sobre la arena húmeda tan rápido como fui capaz. La larga jornada de viaje en coche debía haberme agitado mucho. Claro que yo siempre me sentía agitada. No me alimentaba nada más, aparte de la violenta energía de la infancia, despreocupada e irracional como los elementos.

Cuando empezó a dolerme el pecho y reduje el paso había perdido ya de vista la casa y toda alma viviente. A un lado centelleaban las incansables aguas del golfo. Al otro, las dunas dormitaban al sol. A mi espalda y ante mí, se extendía la arena. Al volverme en la dirección de la que había venido y adentrarme y adentrarme en la playa, al abandonar los bajíos para correr sobre la húmeda arena, dejé atrás las únicas huellas que había a la redonda. Salté y di una voltereta para encararme al otro lado, para poder caminar hacia atrás, entreteniéndome con mi falso rastro.

A lo lejos, una furgoneta descubierta avanzaba por el camino de tierra que había al otro lado de las dunas. De las ventanillas abiertas surgía una voz apenas perceptible, dotada sin embargo de una fuerza cautivadora, con un acento a lo Desi Arnez:

Soy Chiquita Banana

y he venido a decirte

que hay que pelar las bananas de cierto modo.

Regresé a lo alto de la duna, desde donde podía ver el camino. La furgoneta destartalada se dirigía con parsimonia hacia la casa, con las ventanillas bajadas. A un costado pude leer las siguientes palabras:

LAVANDERÍA ATÓMICA

El conductor de la furgoneta LAVANDERÍA ATÓMICA llevaba el pelo negro casi rapado al cero. Al acercarme, vi que era chino. O japonés. Ignoraba el hecho de que pudieran existir otros tipos de asiáticos. Una vez, Ford me había dicho que podía distinguirse a los japoneses de los chinos por la dirección, hacia arriba o hacia abajo, en la que se les inclinaban los ojos, pero no podía recordar si hacia arriba correspondía a los japoneses, hacia abajo a los chinos, o qué. En cualquier caso, di por sentado que Ford me había mentido, como solía hacer, así que no tenía ninguna importancia.

El conductor de la furgoneta LAVANDERÍA ATÓMICA me saludó con la mano al rodear la casa para aparcar frente a la cocina. Descendí corriendo la pendiente de la duna en dirección a él, y llegué a tiempo de ver a Cleonie asomarse por una ventana abierta de la segunda planta.

La canción de Chiquita había dado paso a un anuncio de Bosco:

Bosco, el chocolate aromático

que me llena de energía.

El conductor de la furgoneta apagó la radio.

—¡Yuuuju, señora Cleonie Huggins! —voceó asomado por la ventanilla del vehículo.

Cleonie lo saludó con la mano y desapareció en el interior de la casa.

El hombre de la furgoneta empezó a descargar cestos de ropa de cama planchada y doblada, y también cestos de toallas. Era un hombre menudo, pulcro, vestido con pantalón blanco y una chaqueta blanca de uniforme. Llevaba zapatos de color marrón, recién abrillantados. Me pareció joven, con lo cual quiero decir que no tenía arrugas en la piel y que no tenía el pelo blanco. Por lo demás, era otro adulto que añadir a un mundo poblado por adultos.

Cleonie salió de la puerta con rampa, llevando un cesto de mimbre lleno de ropa de cama sucia, que intercambió por los cestos de ropa limpia. El hombre de la furgoneta comentó que hacía un bonito día; Cleonie se mostró de acuerdo. Entró y salió de la casa varias veces para intercambiar las cestas. Quise ayudarla, pero pesaban mucho para mí.

—Muy pequeña —me dijo el hombre de la furgoneta, como si acabara de descubrir América.

El descubrimiento de que Cleonie podía cambiar las camas y limpiar los baños, pero que no lavaba la ropa, me pareció momentáneamente interesante. La investigación (pues pregunté a la señora Verlow) me reveló que el agua del pozo era demasiado valiosa para emplearla en el lavado, de modo que era necesario confiar toda la ropa de cama y aseo a la LAVANDERÍA ATÓMICA, en Pensacola.

A lo largo de los días siguientes descubrí que Merrymeeting dependía de los servicios de muchos comercios externos. El camión de la leche entregaba a diario crema, helado, mantequilla, leche y huevos, y, la mayor parte del tiempo, la prensa. Si los periódicos no alcanzaban al camión de la leche, podían llegar con la mujer que entregaba la correspondencia (que en sus buenos tiempos se acercaba dos veces al día a la casa, y una vez al día los sábados), eso cuando no aprovechaba alguna de las otras entregas. Los pescadores locales —uno de ellos era el marido de Perdita— llevaban pescado y marisco a la puerta trasera, donde Perdita inspeccionaba las piezas. En cuanto a la carne, la señora Verlow encargaba lo que le pedía Perdita. Lo hacía a un extraordinario carnicero de Pensacola, quien después se las apañaba para hacer la entrega. El resto de los alimentos también eran entregados a domicilio. Los habitantes del lugar llamaban a menudo a la puerta trasera, cargados con alguna exquisitez que estuviera en temporada. Y mientras continuaba este incesante ajetreo, todo en casa de la señora Verlow se gestionaba con eficacia, de modo que los huéspedes apenas tenían constancia de cuanto sucedía.

Subí la rampa tras Cleonie para entrar en la casa.

—Cleonie, ¿dónde está el conducto de la lavandería?

—Ahí mismo. —E inclinó la barbilla al frente.

Nos encontrábamos en la entrada posterior, tras la cocina, al pie de la escalera trasera que subía hasta donde estaba el armario empotrado de la ropa de cama. La escalera trasera permitía a Cleonie, Perdita y la señora Verlow moverse por la casa sin incordiar cada dos por tres a los huéspedes. Había una portezuela empotrada en la pared, muy parecida a la que había visto al final de la escalera trasera. Tenía el extremo inferior a la altura de los ojos. No me costó alcanzar el tirador de madera, e inmediatamente lo abrí. Dentro había un espacio cilíndrico acotado por una red de lino. Me puse de puntillas y asomé la cabeza en el interior para mirar hacia arriba, hacia el tubo que se alzaba piso a piso. Concluida la inspección, subí la escalera. Cleonie me siguió a buen paso.

La portezuela que daba al conducto de la lavandería del rellano estaba cerrada. Antes de que Cleonie pudiera alcanzarme, la abrí y, con un grito rebelde, me zambullí de cabeza por el conducto.

Tuve la sensación de que el estómago caía a mayor velocidad que el resto, pero apenas tuve tiempo de reparar en ello antes de salir despedida por la portezuela de la planta baja. Me topé de bruces con el suelo, y el resto del cuerpo no tardó en seguirme. Me quedé algo aturdida tras el golpe, como si acabara de chocar contra una pared, y me empezó a sangrar la nariz. Se me cayeron las gafas al agacharme como una zarigüeya.

Cleonie y Perdita llegaron procedentes de distintas direcciones.

—Saltó —le dijo Cleonie a Perdita—. ¡Bum!

Veía borroso, pero alcancé a distinguir la incredulidad en el rostro de Perdita.

—Ámfila —me pareció que masculló Perdita, para añadir a continuación con mayor claridad—: Te comportas como una ámfila. Leeo —le ordenó a Cleonie, que se alejó corriendo.

Cuando Cleonie me pegó al rostro una toalla de mano llena de cubitos de hielo, comprendí que Perdita había dicho «hielo».

La señora Verlow bajó la escalera trasera hasta donde nos encontrábamos, y se hizo cargo de la situación con una rápida mirada. Me cogió de la mano para incorporarme, y con la otra mano recuperó las gafas del suelo. Luego me empujó con un ligero codazo hacia la escalera.

—Menudo ruido —me dijo mientras me seguía escalera arriba—. Si había alguien intentando dormir, seguro que el pobre habrá pensado que el techo se le venía encima.

—Sí, señora —admití, amortiguada la voz tras la toalla llena de hielo y el rostro que se me hinchaba por momentos.

—Qué inconsciente eres —continuó la señora Verlow—. Eso es lo que hubiera esperado de un chico.

—Me gustaría ser un chico —murmuré.

—Vaya, pues no lo eres, y no me parece que sea tan malo. No soporto a los chicos. Vamos a dejar esto bien claro, Calliope Dakin. —La señora Verlow no se mostró abiertamente airada—. No vas a convertirte en la bribona de la casa. No te comportarás como si fueras un diablillo ruidoso, una huerfanita salvaje o cualquiera de los papeles que hayas podido representar en el pasado. En esta casa vas a convertirte en la Calliope Dakin que serás durante el resto de tu vida. —Hizo una pausa en el descansillo de la segunda planta, y cerró la portezuela de la ropa sucia—. Y esa Calliope Dakin sabrá cómo hay que comportarse.

—Tendría que haber esperado a que hubiera ropa sucia al final del conducto —dije.

Me miró fijamente.

—Exacto. —Luego, me dio las gafas. Se había roto la montura de plástico a la altura del puente, y el cristal se había manchado.

—Señora Verlow, ¿qué significa «ámfila»?

—¿Ámfila?

—Perdita me llamó ámfila.

—Ah… Panfila. Alguien que no tiene muchas luces en la cabeza —respondió la señora Verlow con una sonrisa imperceptible.

Eso me decepcionó mucho. Esperaba que ámfila significara pirata, una temeraria, alguien valiente y feroz.

Llegamos a la puerta de la habitación de mamá. La señora Verlow llamó suavemente con los nudillos.

Al abrir la puerta, la afectada sonrisa dulce de mamá se desvaneció al verme, reemplazada por una mirada triunfal.

—Doy por sentado que Calley ha logrado cambiarle la opinión respecto al asunto del castigo corporal —le dijo a la señora Verlow.

—En realidad, no. —La señora Verlow me empujó hacia mamá—. Me temo que he sobrestimado la capacidad de una niña de su edad para manejarse sin supervisión materna.

Con esa fugaz cuchillada, la señora Verlow me confió a mamá.

Mamá cerró la puerta de la habitación.

—Vaya —dijo—, me sorprende volver a comprobar la capacidad de aquellos que no tienen hijos para saber todo cuanto hay que saber acerca de la educación. —Miró en torno, antes de añadir—: ¿Dónde tienes la maleta? Ponte ropa limpia, Calley, y siéntate en el baño, no vayas a manchar más que la toalla y la ropa. Cuando deje de sangrarte la herida, date un baño.

Me incliné sobre la maleta, que había abandonado en un oscuro rincón del cuarto. Tenía un par de braguitas limpias, y un par de petos que les servían de almohada a los libros de la estantería de Júnior. Llevaba también un montón de ropa de Betsy Cane McCalI; de hecho, la muñeca recortable tenía más ropa que yo.

Mamá miró unos instantes por detrás de mi hombro y luego me dio una colleja.

—¿Eso es lo que metiste en la maleta? —Me abofeteó—. ¿Tengo aspecto de ser unos grandes almacenes? —Chascó los dedos—. ¿Crees que puedo proporcionarte ropa así, como por arte de magia? La ropa cuesta dinero, Calley, mucho dinero, y ahora somos pobres como las ratas. Así de pobres somos.

Me tiré del lóbulo de la oreja izquierda y la observé desafiante.

—No. Somos. Pobres. Como las ratas —dije.

Volvió a abofetearme.

—Tendría que comprarte una chaqueta roja y un fez, para que pudieras pasear por ahí como si fueras el mono de un organillero. Al menos volverías a casa con unas monedas en el gorro. Ahora te quiero fuera de mi vista.