Me había quedado dormida con la ropa puesta, el peto y la camiseta de papá, y me desperté como un pirata, mugrienta y extrañamente desnuda. Me sentía ligera, desatada. No había ninguna llave que me presionara la base de la garganta, ni que me mordiera con sus pequeños y afilados dientes; tampoco llevaba la cinta de seda alrededor del cuello.
El ajetreo del desayuno y los olores que despedía evocaron de pronto, fugaz, una explosión de hambre casi dolorosa. No habíamos comido nada desde que almorzamos en Elba el día anterior.
Me acerqué a la ventana más próxima y aparté las cortinas del cristal. Los misterios de la noche anterior se despejaron totalmente a la luz temprana de una mañana clara y normal, levemente ensombrecida por el ángulo poco pronunciado que dibujaba el sol naciente. A la luz del día, pude ver la duna situada entre la casa y el amplio trecho de playa. La hermosa playa. El rumor del golfo no había cesado de noche.
Me acerqué a mamá para despertarla con suavidad.
—¡Mamá, huele a desayuno!
Abrió un ojo a regañadientes, arrugó la nariz y luego se incorporó para desperezarse y bostezar a conciencia.
—Dios mío, qué bien huele eso. Café. Beicon. —Aspiró con más fuerza—. Y también huele a agua salada. —Dijo en un tono de voz que casi destilaba felicidad.
Apartó la ropa de cama, tomó el albornoz y el neceser, y salió apresuradamente al vestíbulo en dirección al baño.
Aunque me había lavado la cara y los dientes antes de acostarme, me había olvidado las gomas en el pelo. Por tanto, las gomas y el cabello se me habían enredado hasta el punto que daba la impresión de tener un nido en la cabeza.
Cuando mamá regresó del baño y me vio arreglándome rizo a rizo el cabello, con cuidado, con mucho cuidado, se me acercó y empezó a quitármelos a lo bestia. Apreté los dientes. Gemir y protestar no hubiera hecho más que empeorar las cosas. Luego me cepilló el pelo. Tuve la sensación de que me arrancaba lo poco que me quedaba. Sin embargo, hubo suficiente para hacerme una nueva coleta, para lo cual recurrió a las gomas de antes.
Después mamá se vistió. Una sencilla blusa blanca, pantalones oscuros y sandalias. Se peinó a lo chico, con las puntas del cabello hacia dentro, con la ayuda de unos clips, y luego se pintó los labios y estuvo lista para hacer una entrada a lo Loretta Young.
Seguimos nuestro olfato escaleras abajo, hasta el salón de entrada que habíamos cruzado la noche anterior. A la luz del día se reveló como el salón comunitario. Ahí seguían mis playeras, junto a la puerta, limpias y listas para ponérmelas. Así lo hice, y después alcancé a mamá.
Mamá no parecía desorientada. Puede que estuviera siguiendo su olfato, o puede que la casa le resultara tan familiar como había afirmado. Se dirigió directamente a una amplia entrada que no había estado allí la noche anterior. Entre los sonidos que había escuchado antes se contaba el deslizarse de unas puertas correderas en el interior de sendas paredes, qué supuse correspondería a esa entrada.
—¿Quiénes son estas personas? —preguntó mamá al detenerse en la puerta.
Miré detrás de ella. Había varios extraños desayunando, sentados a una larga mesa de caoba, atendidos por una mujer de color vestida de sirvienta. Los comensales hicieron una pausa, tanto en el ágape como en la conversación, para obsequiarnos con una sonrisa de bienvenida.
La hermana de Fennie se acercó a mamá por detrás.
—Señora Verlow, estas personas no serán Dakin, ¿verdad?
—Son mis invitados.
—Sus invitados… —A mamá le tembló la voz. Tomó aire con fuerza y murmuró entre dientes—: Querrá decir que son sus huéspedes…
—Por supuesto.
La idea de que un pariente, por mucho que se tratara de un pariente tan lejano como Merry Verlow, pudiera alquilar las habitaciones de su propia casa a unos extraños le resultaba humillante a mamá, más aún que ser sospechosa de conspirar para llevar a cabo el brutal asesinato de su propio marido. Alquilar habitaciones era la primera admisión pública de las estrecheces económicas de uno. De todas las excentricidades que poblaban el mundo de mamá, la creencia de que todos aguardaban atentos (mejor que atentos, tramando algo) para presenciar su caída en desgracia, desde el elevado pedestal social en el que se había criado para dirigir los destinos de los demás, era la más ridícula. Pero yo sólo tenía siete años y por mucho que hubiera llegado a desconfiar de mamá, y a sentirme poco querida por ella, tenía poco mundo y, por tanto, tendía a sentirme como ella: amenazada por fuerzas que no alcanzaba a entender.
No teníamos otro lugar adonde ir. A pesar del horror y la vergüenza, mamá aguardaba a que Merry Verlow le diera algún motivo para que siguiéramos allí. Me desesperé. ¿Qué iba a decir la señora Verlow que pudiese aliviar la humillación y la desgracia que mamá creía era su deber sentir y demostrar?
—Son todos yanquis —susurró a mamá la señora Verlow.
Fue perfecto, lo único adecuado, las palabras más acertadas que podía haber dicho la señora Verlow.
La clientela de la señora Verlow no se componía de gente adinerada, pero tampoco vivían a salto de mata. Sus motivos para pasar semanas o meses en aquella playa eran variopintos y no le importaban a mamá ni, al menos en ese punto de mi joven vida, tampoco a mí. Eran un grupo de adultos a quienes no conocía. Para mamá, lo único que los hacía soportables era el hecho de que no le irían con el cuento a nadie que nosotras conociéramos, o al menos de eso fue de lo que se convenció mamá.
Con la sonrisa más encantadora que yo le había visto en la vida, mamá se sentó a la cabecera de la mesa. Adoptó al instante el papel de anfitriona, con toda la sutil carga implícita de propiedad que conlleva.
Los comensales murmuraron a coro una educada frase de bienvenida.
Uno de ellos preguntó a la señora Verlow si ya había llegado la prensa.
La señora Verlow levantó las manos en un gesto de burlona tristeza.
—¡Aún no! ¡Espero que el impresor no sepa que lo estamos esperando!
Los huéspedes rieron afablemente.
Después de apropiarse de la cabecera de la mesa, mamá dirigió la conversación durante ese primer desayuno y durante el conjunto de las demás comidas de que disfrutó en compañía de los huéspedes.
Yo no tenía ni idea de dónde debía sentarme. Miré a la señora Verlow para que me lo indicara. Me señaló a la sirvienta, quien me llevó por una puerta giratoria a un office y, más allá, a la cocina propiamente dicha.
Otra mujer de color, cubierta de harina hasta los codos, amasaba una pasta. Ambas cruzaron la mirada. Un dedo índice cubierto de harina me señaló una mesita que había en una esquina. Di por sentado que ahí era donde comían las sirvientas.
Según mi experiencia, casi toda la gente de color, exceptuando a los que eran muy ancianos, tendían a mostrarse lacónicos en presencia de los blancos. A menudo aparcaban sus reservas en presencia de los niños blancos, y fue así como descubrí que las personas de color hablan entre ellos. Después de algunas palabras, tuve suficiente para comprender que las dos mujeres que trabajaban para la señora Verlow eran incluso más opacas que las personas de color de Alabama y Luisiana. La sintaxis, el acento, la dicción, la cadencia e incluso el timbre, palabras que no conocía en aquel momento, a pesar de entender el sentido, esos aspectos de su habla me resultaban diferentes al oído, de un modo sutil e insignificante a la vez. No quiero representar un dialecto bien desarrollado como muestra de ignorancia o estupidez, esto es, odiaría pensar que los dibujo como personajes de Amos y Andy. El juicio que a los siete años emití de su forma de hablar fue, sin duda, una interpretación insatisfactoria.
—Siéntate —ordenó la cocinera, señalándome la mesa. Al pasar por su lado, me pellizcó la parte superior del brazo—. Huesuda —murmuró a la sirvienta—. No dará para un buen caldo.
La sirvienta ahogó una risotada al taparse la boca con ambas manos. Luego me sirvió el desayuno: zumo de uva, un huevo de pobre (un huevo frito, chamuscado en los bordes), pedacitos de beicon y un filete ruso en el plato. Me pregunté cómo sabían que el huevo frito era mi huevo preferido. El huevo con forma de tostada acababa de salir de la parrilla; la carne había sido devuelta por alguno de los huéspedes, quizá por haberse enfriado ya. Yo era demasiado joven y estaba demasiado hambrienta para que pudiera molestarme ese detalle. No aparté la mirada del plato hasta que lo hube rebañado.
La sirvienta regresó del comedor, cargada con una bandeja atestada de los platos que había retirado de la mesa. En cuanto la hubo dejado, sacó una taza de la alacena, vertió cierta cantidad de azúcar en ella, luego el café y, finalmente, coronó el conjunto con una gruesa capa de crema. Para mi sorpresa, me lo puso delante. En el pasado había tomado a hurtadillas algunos sorbos de café de tazas que habían abandonado los adultos, nunca antes había disfrutado de uno corto para mí sola, y menos aún de una taza entera.
La señora Verlow entró en la cocina, procedente de la escalera del servicio. Traía otra bandeja, una bandeja individual. Alguien había tomado el desayuno en su habitación, puede que en la cama. Quizá era la bandeja de la propia señora Verlow. Los sonidos de la casa me resultaban demasiado nuevos para asegurar el número de personas que residían en ella.
—Calley, te presento a Perdita —me dijo la señora Verlow, señalándome con una inclinación de cabeza a la cocinera.
Perdita frunció los labios para dibujar la sonrisa más breve del mundo.
—Y, Calley, ésta es Cleonie. —De nuevo, la señora Verlow me la señaló con un gesto.
—Clee—owny —repetí.
Cleonie me saludó al dejar la bandeja en la mesa que había junto a la pila.
—Calley os ayudará a fregar los platos, Cleonie. Enseñadle cómo debe hacerse.
En silencio, Cleonie acercó un taburete al fregadero, y me encaramé a él.
—Primero lo de cristal —me instruyó Cleonie—. Luego la plata. Vacía y llena. Luego platos, tazas, copas, platos de servir. Vacía, llena. Las bandejas, la cafetera, las cazuelas. Seca cada pieza para que las manchas de humedad no oxiden nada.
Cleonie vertió jabón Ivory en el agua caliente que surgía del grifo y llenaba la pila. Miró a su alrededor. La señora Verlow se había ido.
—Niña, vaya dumbas tienes. ¿Te permiten volar?
—Eso que chamullas, Cloni June Huggins, hace que me duela el melón —la regañó Perdita—. Le das demasiado a la lengua. Cuanto más largas, menos haces. Deja en paz a la canija.
Cleonie sumergió cuidadosamente un vaso en el agua jabonosa.
—Mejor no rompas uno de esos vasos. Son de cristal del de verdad. —Se volvió a Perdita—. ¿Quién pagará lo que ésta rompa? ¿O tendrá que pagarlo una?
Perdita sorbió ruidosamente y arrojó la masa al tablero como si fuera la pregunta de Cleonie.
—Y ¿cómo voy a saberlo yo? Pregunta a la señora Verlow.
Cleonie me miró con severidad.
—Tienes pinta de ser la mayor rompedora de cristal que he visto. —Me tendió un trapo limpio—. A ver, que yo vea cómo te apañas.
Saqué con cuidado el vaso de la pila. La temperatura del agua me tiñó de rojo la piel, pero no hice ningún comentario.
—El agua caliente es lo único que lava como Dios manda.
Enjaboné el vaso y lo enjuagué. Me lo quitó y lo secó con un trapo de arpillera. Lo sostuvo al contraluz. Luego lo bajó y me miró con aire solemne a través del fondo del vaso.
Pude mirar por la ventana que había sobre la pica. Para mi sorpresa y alegría, ahí estaba aparcado el Edsel, junto a algunos otros vehículos. Uno de ellos era un Ford Country Squire del 56. También había un cupé plateado de un fabricante que me era desconocido, con matrícula de Maryland. La señora Verlow se hallaba a su lado, inclinada sobre la ventanilla abierta del conductor. El conductor era conductora, una mujer, o al menos llevaba puesto un sombrero de mujer, un sombrero flexible de ala vuelta muy elegante, inclinado en un ángulo que le ensombrecía el rostro.
—Adiós —se despidió la señora Verlow, dando un paso atrás.
La mujer que se sentaba al volante levantó la mano enguantada para despedirse fugazmente, y luego el sedán se alejó.
La señora Verlow lo vio marcharse; al cabo, entró de nuevo en la casa a través de una puerta que no alcancé a ver desde donde me encontraba.
Unos minutos después, la señora Verlow salió a la misma zona frente a la ventana de la cocina, procedente de otra parte de la casa. Se había anudado un pañuelo a la cabeza y se había cambiado la falda y la blusa para ponerse un mono parecido al que utilizan los mecánicos. Mientras lavaba el cristal, empezó a descargar las maletas del Edsel en un carro de mano. La facilidad con la que levantaba las maletas y bolsas más pesadas me reveló una inesperada fuerza física.
Había un montón de platos que lavar y secar, y no menos equipaje que descargar. La señora Verlow desaparecía de vez en cuando empujando el carro de mano. Oía el chirrido de las ruedas que enfilaban una rampa fuera de mi campo de visión, una rampa que no debía andar lejos. Se abría una puerta, la reverberación de las ruedas cambiaba, y el contenido del carro de mano era descargado en el interior de la casa. En algún lugar cercano había otra escalera, una escalera de servicio para Cleonie, Perdita y la señora Verlow.
Se me enrojecieron más y más las manos, luego se me arrugaron como si la piel estuviera demasiado mojada para seguir pegada a mi cuerpo. Acabé francamente cansada, y ya no me importaba demasiado que la señora Verlow pudiera asomar al aparcamiento y doblar por arte de magia el Edsel, cargarlo en el carro y hacerlo desaparecer en el interior de la casa.
Cuando Cleonie abandonó la cocina, la oí en la escalera de servicio. Entonces, a su paso, oí el sonido del peso del lino descender a través de un conducto inclinado hasta un cubo metálico que no había visto.
La señora Verlow reapareció, recuperado su atuendo habitual de blusa y falda. Se había quitado el pañuelo. Reparé entonces por primera vez en que no tenía el pelo blanco, pues ésa había sido mi primera impresión, sino muy muy rubio, como el de Jean Harlow. No lo tenía rizado y escalado, peinado con rulos de metal como el de Fennie. Más bien lo llevaba recogido en trenzas alrededor de la cabeza. Algunos mechones finos le escapaban de las trenzas para dibujarle un halo casi imperceptible. La piel de la señora Verlow, sin embargo, no era propia de una mujer mayor, ni tampoco su porte. En ese momento me interesaba muy poco la edad, pero si alguien me lo hubiera preguntado entonces, le habría dicho que no me parecía tan joven como mi madre, ni tan mayor como Mamadee.
Aunque llevaba los labios pintados, por lo demás no iba maquillada. Dado que mamá me había hecho ser consciente de la joyería, observé que la señora Verlow llevaba un anillo solitario de oro en la mano derecha. Nunca mencionaba a un marido, ni muerto, ni divorciado, ni separado, y nunca vi una sola fotografía de ella con un hombre que pudiera ser su esposo. Por supuesto, ahora puedo suponer muchas razones por las que una mujer soltera querría llevar un anillo que simbolizaba el matrimonio. Entonces, sin embargo, esperaba de algún modo que el señor Verlow irrumpiera en algún momento en escena. Era demasiado joven para comprender las convenciones, no entendía bien que era más probable que Merry Verlow compartiese apellido, nombre de soltera, con su hermana Fennie, a que ambas se hubiesen casado con dos hombres que se apellidaran igual.
La señora Verlow entró en la cocina por la puerta del office, e inspeccionó brevemente el cristal y la porcelana que descansaba ya en su correspondiente lugar de la alacena.
—¿Ha hecho un buen trabajo la señorita Dakin? —preguntó a Perdita.
Perdita me miró impasible.
—Ajá.
—Bien. —La señora Verlow se llevó la mano a un bolsillo de la falda y, cuando abrió la palma de la mano, apareció en ella una moneda de cinco centavos—. Te aconsejo que lo ahorres, Calley. Tendrás que pagar todo lo que rompas.
—Será mejor que me lo guarde usted.
La señora Verlow me observó con atención. Al cabo, se guardó la moneda de cinco centavos.
—Mantendremos las cuentas claras. Vamos a buscar a tu madre.
La señora Verlow se detuvo en el vestíbulo para recoger un hatillo de ejemplares del periódico local que descansaba al pie de la puerta. Estaban enrollados y atados con un cordel. La señora Verlow deslizó el cordel y sacudió los periódicos para enderezarlos un poco. La tinta negra manchaba la mitad de la primera página. Era un negro extraordinariamente feo, la tinta poseía una tonalidad que en seguida me repelió. Tampoco ninguno de los invitados quiso tocarlo, de modo que aquellos periódicos no fueron leídos por nadie.
Mamá había tomado el café en el porche, en compañía de algunos de los huéspedes, y entonces, con otros pocos, llegó la hora de fumar un cigarrillo. Hacía un día bonito, cada vez más cálido después del frío de primera hora de la mañana, y muchos admiraron el paisaje de arena y mar que los rodeaba.
La señora Verlow colocó los periódicos en una mesita de mimbre y se disculpó con los huéspedes, comentando que algo desastroso debía haberle ocurrido a la imprenta.
Por lo general, no todos los huéspedes se mostraban interesados en leer el periódico, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de uno de ámbito local. La mayoría de la clientela de la señora Verlow quería alejarse del resto del mundo al menos por un tiempo.
El periódico acusó el mismo problema con la tinta durante días sucesivos. Entonces, la imprenta pareció curarse. Unas semanas después, volvió a suceder, aunque sólo fue un día.
Cuando volví el mundo del revés en busca de todas las noticias de prensa relacionadas con el asesinato de papá, pude finalmente leer esos periódicos sin los borrones. Lo que por supuesto había oscurecido la tinta fueron los detalles del juicio celebrado en Nueva Orleans a las dos asesinas, así como la consiguiente sentencia.
El primer periódico informaba también de que no se habían hallado pruebas que pudieran relacionar con el crimen a la viuda Dakin. No había asistido al juicio y no había sido posible ponerse en contacto con ella para entrevistarla. El periódico también informaba de una extraña coincidencia, aunque descubriríamos lo sucedido a través de otro canal y en otro momento. El último periódico emborronado informaba de las muertes de Judy DeLucca y Janice Hicks.
En ese momento, casi no presté atención. Mamá jamás fue lectora de prensa, al menos de la prensa respetable, y por aquel entonces ni siquiera leía la prensa sensacionalista; yo era demasiado joven para preocuparme por las páginas del periódico que no incluyeran viñetas cómicas. Y por lo que yo sabía entonces, el periódico local llegaba a menudo tarde, cubierto de tinta y en condiciones lamentables.
—Señora Dakin, ¿podría hablar un momento con usted? —preguntó en voz baja la señora Verlow.
Con una sonrisa radiante, mamá aplastó en el cenicero la colilla del cigarrillo y siguió a la señora Verlow al interior, donde aguardaba yo.
—¿Ha roto Calley algo? Porque por mí puede darle una bofetada sin necesidad de preguntar.
—No he descubierto que derive ningún beneficio de abofetear a los niños —replicó la señora Verlow—, y sé que a mí no me ayudaría a mejorar en absoluto.
Eso le cortó un poco las alas a mamá. Había tomado por una acolita a la señora Verlow, quien la había alojado en su antiguo cuarto y le había encendido una luz. Ahora resultaba que la señora Verlow manifestaba tener ideas propias.
—He echado un poco de gasolina al coche —continuó la señora Verlow—, y lo he aparcado en la parte trasera de la casa. Para facilitar las cosas, tengo por costumbre pedir a los huéspedes que me confíen las llaves de sus vehículos, puesto que el espacio de que disponemos para aparcar es muy limitado, y a menudo es necesario apartarlos. Me he tomado la libertad de sacar el equipaje del coche y enviarlo a su habitación. Podrá guardar todo cuanto quiera en el desván, que siempre está cerrado, por supuesto. Sólo tiene que pedirme la llave cuando quiera recuperar algo que haya guardado allí. Si quiere subir ahora y ver cómo se ha dispuesto todo…
En los labios de mamá se dibujó esa delgada línea que significaba que nadie iba subírsele a la parra.
—Creo que eso es precisamente lo que voy a hacer.
Y empezó a subir la escalera.
—Ve a jugar, Calley —dijo la señora Verlow, sin mirarme.
Y siguió a mamá escaleras arriba.