Capítulo 23

El trayecto al sur desde Elba a Pensacola asciende a poco más de trescientos veinte kilómetros, aunque no parece tanto visto en el mapa. Tuve tiempo de preguntarme por qué fue Fennie la primera persona en la que pensó mamá. Observé a mamá de cerca. Escuché todo lo que dijo. Fue el indicador de la gasolina lo que terminó por convencerme de que mamá, después de todo, no sabía nada.

Nos fuimos del hotel por la entrada principal. Haberse marchado de cualquier otro modo hubiera sido equivalente, al menos para mamá, de que nos marcaran a fuego en la piel una P de pordiosero. En nuestro espléndido desfile a través del diminuto vestíbulo del hotel, en dirección a la salida y al Edsel, aparcado frente a las ventanas que daban al comedor, mamá se complació en elaborar una discusión en voz alta consigo misma, acerca de si realmente queríamos visitar a nuestra (imaginaria) tía Tallulah, en Opp Road. Deseé tener una tía Tallulah, sólo para tener una tía con ese nombre. Por un instante, la imaginación me empujó a preguntarme si mis tías de verdad, Faith y Hope, vivirían en Opp Road, bajo el nombre falso de Tallulah. Faith y Hope Tallulah, ropa usada.

Nadie prestó la menor atención a la representación de mamá.

Sabía que nadie nos iba a detener y que llegaríamos a Pensacola Beach. Imaginaba que la hermana de Fennie sería como la propia Fennie. Incluso esperaba que la propia Fennie nos daría allí la bienvenida.

Mamá seguía suspirando, fingiéndose abrumada ante el peso de tan tremenda decisión cuando se sentó al volante y puso en marcha el coche. Miró por el retrovisor al dar marcha atrás, y no dejó de mirar por él. Gracias a la experiencia que tenía, se las apañó para encenderse un cigarrillo apenas sin buscar a tientas el encendedor, usando ambas manos, a medida que el ingrato hotel Osceola se encogía en el retrovisor y desaparecía a nuestra espalda. Sostuvo el cigarrillo entre los dedos mientras exhalaba el humo.

—Mantén la vista atrás por si ves al alguacil, pequeña, y afina el oído por si oyes amartillar un rifle, porque tendrás que decirle a tu mamá cuándo toca agacharse —dijo.

Incorporada sobre el respaldo del asiento, fingí vigilar por si veía al alguacil. Lo curioso es que asomó el coche del alguacil justo cuando salíamos de Elba, pero no se lo dije a mamá. El alguacil no nos seguía. He visto suficiente televisión para saber que los alguaciles no andan por ahí disparando a la gente por cosas sin importancia como exceso de velocidad o no pagar la cuenta del hotel. Y si nos daban el alto, ni un mero ayudante de alguacil o el propio alguacil tendrían nada que hacer al enfrentarse a mamá. Lo que le había hecho a esos agentes del FBI podía hacérselo a cualquier hombre normal. Y por lo que había podido observar a esas alturas, todos los hombres eran simplemente eso.

—Hemos cruzado la frontera del estado de Florida —dijo mamá al cabo de una hora—. Ya puedes sentarte bien y descansar la vista, Calley.

Al sentarme, miré por casualidad la aguja del indicador de la gasolina. Me tomé un segundo para asegurarme. Según la aguja, el depósito estaba vacío.

Pude mencionárselo a mamá. Probablemente me habría dicho: «Vaya, has hecho bien en avisarme de ese pequeño detalle, así que supongo que habrá que parar en la gasolinera más cercana, aunque ¿quién crees tú que va a pagarnos la gasolina, cuando le pida al amable gasolinero que nos llene el depósito de este Edsel tragón que me regaló tu padre?».

Lograría que pareciese que era culpa mía que el depósito estuviese vacío. Podía fingir que no teníamos con qué pagarla.

Y fue por ese motivo por lo que no dije nada. Cuando finalmente el Edsel dejara de circular y le saliera humo negro por el tubo de escape, mamá tendría que sacar algo del dinero que tenía escondido para pagar la gasolina. Puede que incluso tuviera oportunidad de ver mi dólar de plata.

Añadí a Florida en la parte posterior del manual y, luego, bajo el nombre, el primero que vimos después: Prosperity. Mi padre me había contado que la prosperidad significaba vivir mucho mejor que los puercos. Qué divertida me parecía la perspectiva de quedarnos sin combustible en una población llamada Prosperity. Entonces, dejamos atrás en todos los sentidos a Prosperity. Llegamos a Ponce de León, y luego giramos al oeste, hacia el sol.

Ese sol poniente parecía prender los pinos de copa alta que se erigían al oeste de la autopista. Exceptuando el breve rato que habíamos pasado a las afueras de Banks, y el tiempo que habíamos pasado en Elba, durante aquel día habíamos conducido desde la salida a la puesta de sol. Y ahora la aguja del indicador de la gasolina señalaba que teníamos una cuarta parte del depósito llena. Algo no debía de funcionar del todo bien.

—¿Qué es Ponce de León? —pregunté a mamá.

Antes de responder, arrojó por la ventanilla la colilla del Kool.

—Un antiguo mariposón español. ¿Qué pasa? ¿Me has tomado por la Enciclopedia Británica?

Intenté imaginar en qué podía diferenciarse una mariposa española de una mariposa norteamericana. Nunca se me había pasado por la cabeza que las mariposas pudieran tener nacionalidad.

Argyle. Defuniak. Springs.

Sabía lo que era Argyle, un patrón de jersey o de calcetines.

—¿Qué significa «Defuniak»? —pregunté a mamá.

—Arrojar por la ventanilla de un coche a un crío que hace demasiadas preguntas —respondió.

La aguja volvió a señalar que el depósito estaba vacío. Si bien yo no le quité ojo, mamá no le hizo ni caso. El sol se puso bajo las desiguales copas de los pinos, y luego se ocultó tras un horizonte que ni mamá ni yo podíamos ver.

Mamá encendió las luces. La aguja del combustible señaló que teníamos más de medio tanque de combustible lleno.

Crestview, Milligan, Galliver, Holt, Harold, Milton, Pace, Punta Gull.

No planteé ninguna pregunta respecto a esos lugares. Crestview y Punta Gull eran nombres que definían los lugares en sí, lugares en los que podía una subirse a una cresta en el terreno y disfrutar de algún tipo de paisaje, o un lugar puntiagudo donde había muchas gaviotas (gulls). A los otros lugares les habían puesto el nombre de alguien, y no los reconocía, aunque había un niño en la escuela llamado Jerry White, y conocí a un hombre llamado Milt que en tiempos trabajó para mi padre en el concesionario de Montgomery. No encajó. Al llegar a Punta Gull, la aguja del indicador de combustible había caído hasta señalar la V de Vacío.

—Mamá.

No respondió.

—Mamá, ¿sabes a quién entregó Mamadee a tus hermanas?

Mamá me dirigió una mirada furiosa. Estaba boquiabierta.

—Pues me encantaría saberlo —mintió—. Así podría meterte en el próximo tren, avión o automóvil, y enviarte derechita con ellas. Te facturaría a contra reembolso si tuviera una dirección a la que enviarte.

Después de haber conducido más de ciento sesenta kilómetros desde Elba, llegamos a Pensacola cuando pasaban unos minutos de las nueve. De nuevo me moría de ganas de hacer pis. Mamá condujo hasta el centro de Pensacola, calle arriba calle abajo:

Zaragoza, Palafox, Jefferson, Tarragona, Garden, Spring, Barrancas, Alcaniz,

y luego lo hizo de vuelta. Algunas manzanas de casas me recordaban al barrio Francés. Habían cerrado las tiendas, e incluso en la mayoría de los hoteles se habían apagado casi todas las luces. Un reloj que había en el interior de un banco señalaba casi las diez de la noche. Al cabo, dimos con el camino al muelle.

Mamá frenó el coche.

—Esto es como cazar conejos. Y lo hace para humillarme, porque soy tu madre y tu amiga Fennie Verlow está celosa de la influencia que tengo sobre ti.

Sentí entonces algo que apenas habría podido articular a los siete años; si eso era verdad, sería la primera vez que mamá expresaba el hecho de que le importaba la influencia que ejercía sobre mí. Me incorporé en el asiento y miré en derredor, ostentando hasta qué punto era capaz de girar la cabeza y asomarme por la ventanilla.

—Según tú, Fennie dijo que la casa de su hermana estaba en Pensacola Beach. Aquí no hay nada más aparte de los muelles. No veo la playa en ninguna parte.

—Por ninguna parte —me corrigió mamá, que apretó el acelerador—. Había olvidado que me dijo que estaba en Pensacola Beach.

Hizo un giro de ciento ochenta grados justo frente a un vehículo de la policía de Pensacola.

—Será mejor que esa maldita playa no ande muy lejos, porque casi nos hemos quedado sin gasolina —comentó.

El coche de la policía nos dio el alto con el claxon.

Mamá lanzó un quejido, pero frenó de inmediato.

El vehículo aparcó delante de nosotras, y del interior salió un policía y echó un vistazo por la ventanilla abierta a mamá y a mí. Tenía la frente despejada, y al quitarse el sombrero reveló el pelo ralo. Sonrió de oreja a oreja a mamá.

—Buenas noches, señoritas —dijo—. Supongo que se han perdido.

Mamá le sonrió como sonreía a un hombre cuando quería algo de él.

—Así es —dije—. Vamos a Pensacola Beach.

—Shh —me silenció mamá con su habitual enfado—. Mi hija está tan cansada, agente, que descuida sus modales. Sin embargo, está en lo cierto. Buscamos Pensacola Beach.

El policía me dedicó una mirada indulgente.

—Se la ve cansada a la pequeña, sí. Tendrá que girar la próxima a la derecha, y luego dos a la izquierda. Eso la llevará de vuelta a Scenic Highway. ¿Ha visto las señales?

Mamá asintió.

—Luego gire a la derecha en Scenic Highway, y se encontrará justo en la carretera elevada que conduce a Gulf Breeze; no tendrá más alternativa que seguir recto hasta pasar por un puente minúsculo, y entonces habrá llegado a Pensacola Beach.

—Oh, Dios mío —dijo mamá—. Es un lugar distinto a Pensacola. No me extraña que tuviéramos problemas para encontrarlo.

—Sí, señora. Ahora será mejor que arranque, que así la niña podrá meterse en la cama. Mi hermana Jolene tiene a una como ella. Son la mar de dulces, no le dan problemas a nadie.

Mamá pestañeó varias veces. Al dar un paso hacia atrás, la sonrisa del policía se hizo más pronunciada.

—Buenas noches, señoritas —saludó con una inclinación de cabeza.

Se puso de nuevo el sombrero y se situó a un lado de la carretera. No nos quitó la vista de encima mientras nos alejamos.

—Pensé que nos iba a multar —dijo mamá mientras miraba por el retrovisor—. El broche final a un día perfecto.

Volvimos a girar para tomar la carretera, Scenic Highway, que nos había llevado a Pensacola. Se distinguían las aguas negras, bañadas por un fragmento de luz de luna. La carretera nos condujo a un largo puente que unía dos costas sobre el agua. La carretera elevada.

—Gracias, señor agente —dijo mamá, que rompió a reír.

Mientras cruzábamos el puente, la luna colgaba sobre nosotras en el cielo nocturno.

Veo la luna

y la luna me ve a mí.

Si la luna me veía, la suya era una mirada furtiva, puesto que la luz que despedía podía compararse a la que se filtraba a través de unas cortinas movidas fugazmente.

Al otro lado había una señal que rezaba Gulf Breeze, y a continuación llegamos al segundo puente minúsculo que había mencionado el policía, al otro lado del cual se arracimaban algunos oscuros edificios de propósito imperceptible. Aquello era Pensacola Beach. Justo enfrente, el agua negra. Los frágiles cuernos de la luna señalaban a la derecha.

—¡A la derecha! —exclamé—. Aquí es donde tenemos que girar a la derecha.

En esa ocasión, mamá no me llevó la contraria. Giró a la derecha y siguió adelante. El camino asfaltado concluyó. La carretera se volvió más estrecha, la gravilla más frágil, hasta que a ambos lados no hubo más que agua negra que olía a salmuera y a crustáceos en mal estado. El camino sin pavimentar serpenteaba entre la arena clara y la alta y oscura hierba. La corteza de la luna se perfilaba justo encima. Sólo podía verla cuando asomaba medio cuerpo por la ventana y miraba arriba, al cielo. No había ninguna indicación de dónde nos encontrábamos, ni de lo que nos esperaba más adelante.

Y finalmente el Edsel tosió y protestó. Mamá tiró de mí para meterme de nuevo en el coche. El Edsel sufrió otra sacudida, y luego se quedó inmóvil. Le temblaban las luces como tiembla la de un candelero que gotea.

—Nos hemos quedado sin gasolina en una carretera mugrienta en plena noche —dijo mamá—. Y ¿quién sino tu amiga Fennie nos ha traído a este lugar?

—Lo siento, mamá.

—Eso espero. Podría haber tenido la cortesía de contarnos que Pensacola Beach no es lo mismo que Pensacola, y que está en una isla a la que se llega tras cruzar dos jodidos puentes, uno largo y otro diminuto. Si llego a saberlo, podría haber parado a llenar el depósito.

—Veo una luz.

—¿Dónde?

Señalé.

—No la veo.

Mamá giró la llave del contacto. La escasa luz que desprendían los faros delanteros titiló y se apagó. Apretó con un suspiro el botón para apagarlas.

—Se acabó la maldita batería.

Nos envolvió una oscuridad casi total.

—Sigo sin verla —dijo.

—Yo sí.

Abrí la puerta del coche y, casi sin querer, salí a la pálida arena.

—No te hagas daño —dijo mamá—. No necesito añadir a una cría lastimada a la lista de complicaciones.

Cerré la puerta del coche.

—Es una casa, mamá.

De hecho, no había visto ni una casa ni una luz.

—Llama con fuerza, podrían estar dormidos.

Caminé por la arena. Hundía las deportivas en ella, casi hasta la altura de los calcetines. Me escocieron los pies. Los tenía doloridos debido al ajetreo de aquella mañana con el baúl.

Me acuclillé a hacer pis en una mata de hierba alta. Luego, me encaramé a la cresta de una duna, donde vi la luz respecto a cuya existencia había mentido. La luz en la ventana de una casa que yo sabía que pertenecía a la hermana de Fennie.

Fue una escena unidimensional; carecía de sustancia, era como irreal, como un collage infantil de piezas pegadas sobre una cartulina negra. Vegetación escasa, duna y arena, la pálida luz de la luna sobre los cristales, el porche y el balcón, donde los escasos fragmentos se cubrían de una desapacible oscuridad. La nube que cubría la luz la hizo pestañear furtivamente.

Se apagó entonces la luz de la ventana. Aquella pérdida repentina me dejó clavada en aquel lugar, pero entonces, en la planta baja, se encendió una nueva luz que dio forma a una puerta abierta. El eje de la oscuridad se desgajó al instante, como sucede cuando se abre un iris; una figura encorvada me saludó con la mano.

—¡Te estoy viendo, Calley Dakin! —vocearon—. ¡Y ahora tráeme a tu madre, niña!