Capítulo 22

Privada del aliento para hablar, y más aún para protestar a gritos, quise aferrar el volante y enviar el Edsel a estamparse contra el árbol más cercano. Un temor igual de arrollador se apoderó de mí, pues temí que mi madre pudiera echarme del vehículo y dejarme tirada. O, como ahora parecía totalmente posible, que pudiese dar marcha atrás para atropellarme, tal como había hecho con mi tocadiscos.

Aún me dolía el oído. Acurrucada en el asiento, deseé que regresara mi padre con mayor desesperación que nunca hasta ese momento.

En una carretera rural a la salida de Tallassee, mamá se puso las gafas para protegerse la vista del sol, que ascendía en el cielo azul completamente despejado. Siempre y cuando los mapas de la biblioteca de capitán Sénior fuesen correctos, si conducíamos al este llegaríamos a Georgia. Pensacola estaba al sur. Mamá debía saber adonde íbamos. ¿Por qué si no conducía en dirección este?

La carretera cruzaba campos polvorientos y matorrales, y casas abandonadas infestadas de kuzu. Mamá bajó la ventanilla, para que el olor del campo sucio y desgreñado se introdujese en el Edsel. Los perros atados a los árboles dormían aún frente a las granjas, donde las gallinas picoteaban el suelo indiferentes. Los mosquitos zumbaban en enjambres sobre las zanjas a ambos lados del camino. Mi padre me contó una vez que las serpientes mocasines paren en esas zanjas.

Me calmó la sensación de familiaridad al sentarme en el asiento contiguo al del conductor, como hacía cuando viajaba con papá. Cada kilómetro recorrido nos alejaba más y más de Mamadee. Mi tocadiscos estaba tan roto como Humpty Dumpty. No daría a mamá la satisfacción de lamentarme en voz alta por él. Dejé de crispar los puños y se me relajó la mandíbula a medida que avanzaba el Edsel. Habíamos dejado atrás a Mamadee. Valía la pena haber sacrificado el tocadiscos por eso.

Llegamos a una encrucijada en la que no había señales ni indicaciones, ni casa, ni establo, hombre o perro. Ni siquiera una nube de polvo rojizo que indicase el paso reciente de un vehículo. No había un mirlo en el cielo, ni ningún ejemplar de cuervo, ya fuera de cuervo común o de algún otro, ni un estornino o un mirlo oxidado, y eso que en Alabama siempre hay mirlos en el cielo.

Mamá frenó el Edsel en mitad de un cruce. Apagó el contacto.

—¿Qué voy a hacer? Mi lugar en el mundo, mi querido hijo, mi marido… Todo me ha sido arrebatado.

Le flaqueó la voz. Se compadecía de sí misma. Tan convencida estaba de ser una víctima que logró que pensase que de algún modo todo había sucedido para perjudicarla.

—Aún me tienes a mí —le recordé.

No puedo decir que me sorprendiera la mirada cínica que me dedicó.

—Se lo prometí a tu padre —dijo, impaciente; miró a un lado y luego a otro—. Podríamos girar a la derecha, o podríamos girar a la izquierda. O podríamos ir recto y ver adonde nos lleva esta polvorienta carretera.

Quise saber qué le había prometido a papá. Miré a todos lados, tal como había hecho ella, y luego levanté la vista. Seguía sin ver un mirlo en el cielo, ni mirlos ni nada.

—Vamos a la de… —empecé a decir, aunque me corregí en seguida—: No, es decir, vamos a la izquierda, mamá. Quiero ir a la izquierda.

De pronto, una bandada de mirlos revoloteó en lo alto.

—Cuenta los cuervos —dijo mamá.

—Uno por la pena —recité—, dos para ir, tres para la izquierda, cuatro para la derecha, cinco para detenerse y pasar la noche…

—Ah, cierra la boca —exclamó mamá—. No lo decía en sentido literal. Calliope Carroll Dakin, te juro que eres subnormal. Además, lo has dicho al revés. Siempre lo tergiversas todo. Pensé que me moría de vergüenza cuando te dio por meter la pata con aquel verso en ese espantoso cementerio.

Mamá se volvió hacia la izquierda. Lanzó un suspiro, como si acabara de ver allí las Torres Esmeralda de Oz. Entonces, se volvió hacia mí, sus labios dibujaron una sonrisa torcida y sacudió la cabeza, como si quisiera advertirme que las Torres Esmeralda de Oz eran un espejismo y una trampa. Miró fugazmente a la derecha y también desechó ese camino.

—Tomaré el camino recto.

Fingí meditarlo unos instantes.

—¿No podemos ir a la izquierda?

—Hoy no. —Mamá puso en marcha el coche.

El Edsel arrancó, levantando una nube de polvo a ambos lados.

Abrí la guantera para sacar los mapas de carreteras. Mamá extendió de inmediato la mano derecha. En los viajes que había hecho con papá, pude estudiar los mapas de carreteras tanto como quise. Mamá cerró la palma de la mano en señal de impaciencia. Le di los mapas. Se los fue pasando a la mano izquierda y los arrojó por la ventanilla uno tras otro. Me volví en el asiento para verlos desaparecer volando tras el coche, pájaros—mapa en la estela del Edsel, papel tatuado de caminos que aleteaba al viento.

En la guantera había un manual y un fragmento de lápiz. Los saqué y transcribí en la parte posterior del manual las indicaciones de la carretera, a medida que fuimos pasando junto a ellas:

Carrvüle, Müstead Goodwins, LaPlace, Hardaway, Thompson, Héctor, High Ridge, Postoak, Omega, Sandfield, Catalpa, Banks.

Pasarían años hasta que volviera a verlas, exceptuando en las páginas de un atlas de los estados.

A las afueras de Banks, mamá aparcó a un lado de la carretera. Hicimos pis en un pinar. Nuestro pudor no corría mucho riesgo en aquellos caminos tan desiertos. Teníamos papel para secarnos, aunque no me pareció buena idea comentar la falta de un lugar donde lavarnos las manos.

Entonces mamá se sentó al volante y contempló la carretera que llevaba a Banks. Se retocó los labios en el espejo. Vació el cenicero por la ventana. Encendió un nuevo cigarrillo. Cuando puso de nuevo en marcha el Edsel, hizo un giro de ciento ochenta grados que nos alejaría de Banks. Atravesamos Troy y Elba.

Habíamos conducido unos ciento noventa kilómetros. Echaba de menos los mapas. Estaba casi segura de que la ruta que había tomado a Elba era tranquilamente el doble de larga de lo necesario, en parte debido al rodeo que había dado en dirección a Banks. No tenía ni idea de por qué Banks podía interesarle a mamá.

Mamá parecía no saber muy bien adonde ir. Se aferró al hecho de que había pasado la hora de la comida, el almuerzo de Alabama, para asegurarme que si no comía pronto, se desmayaría. De hecho, además de hambrienta estaba exhausta.

Elba era una modesta población de Coffee County. Mamá dijo que lo mejor de eso era que allí no conocíamos a nadie, y nadie nos conocía. Pero se equivocaba. Para mí, lo mejor de Elba era que se encontraba al sur de Montgomery, y lo peor era que no estaba lo bastante al sur.

Sin duda, las cosas han cambiado mucho desde aquellos tiempos, y Elba cuenta ahora con un Holiday Inn o un Motel 6, o incluso con algo tan espléndido como un Marriott Courtyard, pero entonces, la elección estaba entre el hotel Osceola, Slattery’s (lugar al que allí se conocía por el nombre de motel Piojoso, o Piojoso a secas, por la abundancia de pulgas que había, según me contó mamá), o la pensión. Mamá prefería dormir en el Edsel antes de alojarse en una pensión. Me explicó que todo el mundo en una pensión está tan avergonzado de sí mismo que las cortinas siempre están corridas, que en todos los colchones se había muerto alguien, y que quienes allí se alojaban compartían el baño, lo cual, teniendo en cuenta la comida, creaba un estreñimiento generalizado, que era de lo que se hablaba siempre en una pensión: de aguantarse. Consecuencias, dijo mamá.

El hotel Osceola carecía totalmente del empaque del Pontchartrain. Para mi sorpresa, mamá se fue derecha al mostrador nada más entrar, y pidió la mejor habitación. La mejor habitación se encontraba en el tercer piso, y era la única de todo el hotel que tenía baño propio. Mamá regresó al Edsel seguida por el hombre gordo que la había atendido tras el mostrador, y le hizo cargar con parte del equipaje, una maleta, mi maletita roja y el baúl. Mamá me dejó en el vestíbulo mientras lo acompañaba arriba, a la habitación, como si se hubiera propuesto pasar allí la noche. Estaba decepcionada, y también me sentía algo preocupada. ¿Y si mamá cambiaba de idea, daba la vuelta y nos llevaba de regreso a Ramparts?

Comimos en cuanto bajó. Lo hicimos en el comedor, desde donde se divisaba la calle mayor de Elba, y especulamos acerca de cuál de los hombres sentados en mecedoras al otro lado de la calle, en el porche del almacén general, con la barbilla pegada al pecho, estaba muerto. A las dos en punto, fuimos las últimas a las que sirvieron, y todo tuvimos que hacerlo nosotras. Mamá se zampó vaso a vaso de café con hielo, y no dejó de quejarse del calor, a pesar de que no hacía calor.

Recuerdo pensar incluso entonces que era algo positivo que mamá no se preocupase por mí, porque si también se hubiera considerado responsable de mí aún estaría más alterada.

—Es estupendo que tengamos el baúl arriba, ¿no te parece, Calley? Puede que no le salvara la vida a tu padre, pero, coño, estoy segura de que la nuestra la salvará.

Así de trastornada estaba mamá. Dijo «coño» en público. También dijo «nuestra», lo cual hizo que me sintiera mejor.

Arriba, en la mejor habitación, aún me pareció más perturbada. Por primera vez desde que me las había confiado, me quitó el lazo y las dos llaves del cuello. Una de ellas, por supuesto, correspondía al baúl de cedro que se había quedado en Ramparts. La arrojó sobre el cubrecama. Luego se arrodilló junto al baúl para abrirlo.

Estaba vacío.

Exceptuando las oscuras manchas que había dejado la sangre de papá.

Se puso lívida. Se balanceó sobre los tacones y se puso en pie con cierta torpeza.

—¡Dios mío! ¡Dios bendito! —exclamó antes de salir disparada hacia el baño.

Por supuesto, la seguí. La encontré arrodillada junto a la cómoda, vomitando todo el negro café con hielo que había ingerido.

Cuando se acuclilló de nuevo, humedecí un paño en el lavamanos y se lo tendí para que se limpiara los labios. Luego humedecí otro paño y le limpié el rostro a medida que lo volvía hacia mí. Me alarmó el modo en que temblaba y se estremecía. Quise echar a correr hacia el teléfono para avisar a recepción y llamar a un médico.

Mamá me aferró de la muñeca.

—¡Esta mañana estaba ahí, Calley! ¡Tú lo viste! Estaba ahí cuando nos levantamos esta mañana, y pesaba lo suyo, tanto que apenas pudimos moverlo. La única llave es la que tenías al cuello y que no te has quitado en ningún momento, ¿verdad?

—No, mamá.

—¿Te la has quitado?

No me la había quitado. Aunque de pronto comprendí que no nos habían quitado el dinero del maletero. De ninguna manera.

Después de sacarlo de Ramparts y meterlo en el Edsel, después de que mamá y yo entrásemos de nuevo en la casa, alguien había sustituido el baúl por otro idéntico, el mismo en cuyo interior se guardó el cadáver descuartizado de papá. A los siete años, aún tenía que ver más televisión, o más películas, para comprender que el baúl ensangrentado debía encontrarse por fuerza en el depósito de pruebas criminales de Nueva Orleans. Al final, averiguaría siendo adolescente esa información, gracias al procedimiento policial que encontré descrito en las novelas baratas. De haberlo sabido, probablemente hubiera supuesto que si Mamadee podía untar a los jueces de Alabama, también podía sobornar a los polis de Nueva Orleans, Luisiana. Hoy en día, aún lo creo así.

Mamá empezó a recuperarse, y me dejó que la ayudara a ponerse en pie y tumbarse en la cama. Cerró los ojos al reparar en el baúl, pues no quería ni verlo. En cuanto se hubo tumbado, volví al baño para humedecer un paño con agua fría. Se lo coloqué doblado en los ojos cerrados, y me senté a su lado para cogerle la mano.

—¡Llévate esa cosa fuera de mi vista! —exclamó mamá entre dientes, cubierta por la máscara del paño en los ojos.

Pude empujar y arrastrar el baúl al interior de un armario empotrado, y encerrarlo dentro. Olía. Olía a sangre, como lo hace una carnicería. El hedor era tan intenso que no alcancé a comprender cómo se nos había escapado nada más entrar en la habitación, ni por qué mamá y el hombre que había subido el baúl no habían reparado en él.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó mamá con una nota de desesperación en la voz.

—¿Y si recurrimos a Fennie? —Creo que era la pregunta que mamá esperaba que hiciera.

—¿Qué iba a poder hacer Fennie? Ni siquiera sabemos cómo se apellida.

Al menos mamá había logrado pronunciar bien el nombre de Fennie. Al decir que ni siquiera sabíamos cómo se apellidaba, mamá insinuaba que no le importaría que le recordase el apellido de Fennie, ni cómo ponernos en contacto para hacerle llegar una llamada de socorro.

—Verrill —dije. A mamá no le importó que fuera capaz de entenderla tan bien—. Verrill. No. No era Verrill. Verlow, eso es. Verlow.

—¿En qué podría beneficiarnos?

Negué con la cabeza.

—No sé por qué, pero no creo que esa tal Fennie Verlow viva en Tallassee.

—Yo también.

—«Yo tampoco», Calley —me corrigió mamá—. Sea donde sea que resida esa humilde mujer, podría tener un teléfono, aunque no tenemos el número, ¿verdad?

—No, señora.

—En ese caso, supongo que si me quieres algún bien, tendrás que bajar a buscarle a tu mamá una aspirina para el dolor de cabeza.

—Necesito dinero.

—Baja y pídela por favor, querida.

Seguí ahí de pie, con la sensación de que me estaban timando.

—Te servirá de práctica, porque me temo que a partir de ahora tendremos que mendigarle algo a alguien todos los días de nuestras vidas. Hoy consiste en pedirle al primer caballero de aspecto amable que te encuentres en el vestíbulo veinte centavos para comprar una caja de aspirinas. No se lo pidas a una dama, querida, porque te dará los veinte centavos, pero luego no se separará de ti hasta que haya descubierto de quién eres hija.

Mama mentía. Vaya si mi madre mentía. Aún no éramos mendigos. No había mencionado las joyas del joyero ni los objetos de valor que había cogido en Ramparts, ni cualquiera de los compartimentos donde escondía el dinero, incluido, casi con toda probabilidad, mi dólar de plata. Y teníamos el Edsel. Podía venderlo. Yo sabía por qué cantidad, una suma que por suerte a una niña de siete años le resultaba tan astronómica como el millón de dólares del rescate.

Al cerrar la puerta, sonó el teléfono en nuestra habitación. Ese brrrring del teléfono en la habitación de hotel de Elba, Alabama, lugar donde nadie sabía que estábamos, me permitió respirar tranquila.

Era Fennie, por supuesto; no me fue necesario quedarme a escuchar tras la puerta para saberlo.

—¿Sí? —dijo mamá en el tono más dulce de voz, reservado siempre para los extraños.

Eché a correr por el corredor para no oír nada más.

Abajo no le pedí a nadie los veinte centavos para las aspirinas de mamá. Me acerqué a la señorita que había tras un diminuto mostrador en el interior del vestíbulo, junto a la puerta de entrada del hotel. Vendía chicles, cigarrillos de chocolate y el Dothan Eagle.

Fruncí el entrecejo para asegurarme de llevar las gafas un poco torcidas.

—Mi mamá tiene dolor de cabeza y me ha enviado abajo a por unas aspirinas, pero no me ha dado dinero. Me dijo que podían cargarlo a la cuenta de la habitación, como hicimos una vez en Nueva Orleans…

La dependienta era joven, poco más que una chica. Podría haberse mostrado cariñosa con un bebé, pero los niños ambulantes no le interesaban lo más mínimo. Ante la presencia de una cría de dudosa inteligencia, lo único que quiso fue librarse de mí cuanto antes, más incluso que cerciorarse que era la hija de una dienta que se alojaba en el hotel. Puso el bote de aspirinas encima del mostrador mientras sonreía con afectación a un punto situado en algún lugar por encima de mi cabeza.

Mamá nunca me preguntó dónde había obtenido el dinero para las aspirinas. Tenía otras cosas en la cabeza, como idear el modo de dejar el hotel Osceola con la elegancia propia de su condición, al tiempo que prescindía de satisfacer la cuenta.

—Vamos a reunimos con la hermana de tu amiga Fennie en Pensacola Beach —me informó mamá—. Cuando le mencioné que nunca habías visto el golfo de México ni pisado una playa de arena blanca, tu amiga Fennie no quiso ni oírmelo decir. Así que, gracias a ti, supongo que tendremos que abandonar este lugar para ir a ese otro lugar.

Sabía que mamá se guardaba para sí lo que le había dicho Fennie Verlow.

—Oh, si quieres podemos seguir aquí, mamá.

—No, no podemos. Si seguimos aquí no haremos más que aumentar la cuenta. Iremos a casa de la hermana de tu amiga Fennie en Pensacola Beach, o tendrás que bajar al vestíbulo y empezar a mendigar mucho más dinero que los veinte centavos que te habrá costado el bote de aspirinas.

—¿Cómo sabía Fennie dónde encontrarnos?

—Tiene familia aquí en Elba. —Es mucho, teniendo en cuenta que nadie en Elba nos conocía—. Al menos, eso ha dicho.

Puede que uno de esos familiares trabaje en la cocina del hotel. O sea la doncella. O la telefonista.

—Puede —admití—. Así que quizá podríamos meternos en el coche y conducir como si fuéramos a visitar a alguien, dejándolo todo aquí, y así nadie sabrá que nos hemos ido, y los familiares de Fennie podrán ocuparse de todo cuando los de abajo no estén atentos.

Mamá me miró divertida.

—Sé qué sucedió. Debí pasear junto a la cuneta un día, y un bebé extendió la mano y se aferró a la punta de mi falda; ese bebé eras tú. Porque ninguna hija mía me propondría con tanto desparpajo semejante zafiedad.

—Lo siento, mamá.

—Y espero que te avergüences profundamente, tal como corresponde a una joven.

—Sí, señora.

Eso fue exactamente lo que hicimos.

Nadie nos impidió alejarnos en coche sin pagar la cuenta ni llevarnos las maletas. El equipaje nos aguardaba al llegar a casa de la hermana de Fennie.