Capítulo 21

Mamá me sacudió para despertarme. Se había llevado el dedo a los labios para que guardara silencio. Yo ya estaba despierta, aunque seguía con los ojos cerrados. Ella se había levantado hacía un rato, se había maquillado, arreglado el pelo y vestido. Llevaba un traje sastre y un sombrero elegante. Sin decir una palabra, sacó las maletas de debajo de la cama.

Me vestí de prisa y la ayudé a hacer las maletas. Miré el espejo del tocador una vez y la vi guardando un joyero a mi espalda. Aquel joyero no le pertenecía.

Me llamó la atención una hoja de papel que vi encima del tocador. Decía: «Por la presente, yo, Roberta Ann Carroll Dakin, autorizo a Deirdre Carroll a ejercer de loco parentis por mí, en relación con mi hijo menor, Ford Carroll Dakin, hasta que cumpla la mayoría de edad». Estaba mecanografiada, a excepción de la firma de mamá al pie de página, lo que me empujó a sospechar la intervención del viejo Weems en aquel asunto.

Entonces abrimos el baúl de cedro, sacamos el otro baúl y descendimos en silencio la escalera llevándolo entre ambas. Pesaba como un muerto. No tenía ni idea de que el dinero pudiera pesar tanto. No creo que empujar la mesa del salón de Mamadee hubiera resultado tan difícil.

Mamá se partió una uña y se hizo una carrera en las medias; no sé cómo, pero logró morderse la lengua y no soltar ninguna palabrota.

Para cuando metimos el baúl en el maletero del Edsel, yo me tambaleaba de cansancio. Mamá vio que necesitaba un respiro. Me senté unos minutos en el arcén y examinó los arañazos y rasguños, cortes y mellas que tenía en las piernas y en los pies. El peto me había protegido un poco, pero dado que había caminado descalza, los pies se habían llevado la peor parte. Me sangraban varios cortes y tenía algunas uñas negras.

Mamá bajó otra de las maletas grandes. Luego la acompañé de nuevo al dormitorio. Hicimos varios viajes con el resto del equipaje. El Edsel se hundió debido al peso. Todo ello lo hicimos sin cruzar palabra.

En voz baja, me ordenó subir a hacer la maleta sin perder un instante.

Tardé cuatro minutos en subir, recogerlo todo y bajar de nuevo. Los libros en la maleta pesaban lo suyo al bajar los escalones, de modo que me topé con ella y con el resto de los bultos, entre ellos el fonógrafo. Mamá salía del baño de los invitados del piso inferior. No llevaba puestas las medias.

Me detuvo con la mirada.

Estuve a punto de caerme al dejar en el suelo la maleta y el fonógrafo. Entré corriendo en el baño de los invitados. Las medias rotas de mamá estaban en la papelera.

Mamá entró y salió de la casa a paso ligero. Cuando salí, la maleta y el tocadiscos estaban donde los había dejado. Temiendo que mamá pudiera marcharse sin mí, tropecé con ellos. Me di en las piernas con la maleta, creo que por segunda vez en el mismo lugar donde ya lucía un moretón.

Estaba de pie junto al maletero abierto, con un par de candelabros de plata de Mamadee envueltos en servilletas de hilo en la mano. Los guardó con cuidado entre las maletas. Envueltos en servilletas, asomaban otros objetos que antes no había visto allí.

Llevaba las deportivas asomando de los bolsillos del peto, junto a Betsy Cane McCall. Llevaba la camiseta de papá bajo el peto. El cepillo de dientes y el peine que me había llevado a Nueva Orleans seguían en el cuarto de baño de mamá. El abrigo colgaba aún del armario de Júnior. Me hubiera gustado poder llevarme todas aquellas cosas, y también la caja de los discos. El dolor que tenía en el estómago me advirtió de que mamá podría abandonarme si intentaba subir para recuperar cualquiera de esas cosas.

No había sitio en el maletero para mi equipaje. Mamá había aprovechado incluso parte del asiento trasero. Intenté encajar el tocadiscos en algún hueco.

Mamá me silbó. Se me acercó, asió el tocadiscos y lo dejó caer en el camino de entrada. El golpe abrió la tapa, y los discos se esparcieron en la grava. Después, mamá aferró la maleta, ahogó una protesta ante el peso inesperado de la misma y la embutió en el suelo del asiento contiguo al del conductor. Luego me levantó a mí y me subió al Edsel, antes de cerrar con fuerza la puerta.

Decidida a recuperar el tocadiscos, llevé la mano al tirador. Mamá ocupó el asiento del conductor y se estiró para cerrarme. Acto seguido, me abofeteó con fuerza. El golpe me alcanzó de lleno en la oreja izquierda. El dolor hizo que me zumbaran los oídos.

Cuando mamá puso el coche en marcha, apareció Mamadee en el porche. Seguía con el camisón puesto, un kimono de seda y babuchas de piel de cabritilla, con el cabello cano recogido con rulos de color rosa. Una crema blanca y brillante le cubría el rostro. El ajetreo en el cuarto de baño de los invitados o el portazo del coche debieron despertarla, o quizá la intuición de que mamá le estaba robando. Asió las puntas del kimono a la altura del pecho y echó a correr hacia el asiento del conductor del Edsel, para arañar con fuerza la ventanilla.

Mamá sacó el encendedor del vehículo, hundió la punta del cigarrillo en el extremo ardiente y puso marcha atrás. Luego bajó lentamente la ventanilla. El humo del cigarrillo envolvió el rostro de Mamadee.

Mamadee tosió e intentó hablar.

—¡No puedo creer que vayas a marcharte sin decir una palabra! ¡Sin una palabra de adonde vas! Esos agentes del FBI querrán que les dé una dirección, y respecto a los papeles de la custodia de Ford, digo yo que tendrás que…

Mamadee no llegó a pronunciar la siguiente palabra.

Mamá miró rápidamente a ambos lados y hundió con tal fuerza el pie en el acelerador que Mamadee estuvo a punto de caerse al suelo. La inercia me empujó hacia adelante, me di un golpe en la cabeza y luego reboté en el asiento. Bajo las ruedas del Edsel, mi tocadiscos crujió como la caja magnífica que era. Mamá tiró del volante para trazar un giro que nos llevó fuera del camino, a la hierba, y luego de vuelta a él. Mi esfuerzo por aferrarme a algo me sorprendió abrazada al respaldo del asiento. Los neumáticos del Edsel escupieron gravilla sobre las ventanas del salón mientras mamá lo enderezaba en el camino.

A nuestra espalda, Mamadee se agachó con las manos en alto para protegerse de la lluvia de gravilla y polvo que le cayó encima. A la luz del sol que asomaba en el horizonte, se vio cubierta de blanco de la cabeza a los pies, como un fantasma. Nunca volví a verla, en vida, pero oímos hablar de ella, mamá y yo, aunque para entonces ya se había convertido en un fantasma de verdad.