Una noche de principios de mayo, mamá y Mamadee permanecían sentadas en el porche. Fumaban cigarrillos y se mecían juntas en sendas mecedoras de respaldo alto, pintadas de verde. La luna creciente asomaba tras las hojas del cercano roble que se alzaba frente a la casa.
Veo la luna
y la luna me ve a mí.
Yo estaba en lo alto de un árbol, haciéndome pasar por un cenzontle.
—Mamá, no tengo dinero —dijo mamá—. Con todo el dinero congelado, necesito algo para sobrevivir. Quizá puedas prestarme un poco de vez en cuando hasta que todo se solucione.
El silencio de Mamadee se extendió más de la cuenta.
—Tendré que mirar de cuánto dispongo, Roberta Ann.
Mamá rió.
—Estás al tanto hasta del último centavo de que dispones, mamá. Tengo que buscar a otro abogado, uno de verdad. Sabes que impugnar el testamento me costará una tercera parte del total.
Mamadee sacudió con energía la ceniza del cigarrillo, ceniza que se perdió en la noche.
—¿Por qué no te entra en la cabeza que no hay motivo para impugnar el testamento? Te lo advierto, Roberta Ann; te advierto que en lo que a eso respecta, mantengas la boca cerrada de aquí en adelante.
Mamá fumó unos instantes antes de responderle:
—Empecé siendo viuda, mamá, pero ahora a alguien se le ha ocurrido convertirme en víctima.
—Estoy segura de que tú lo ves de ese modo —dijo Mamadee—, de lo que no estoy tan segura es de que los demás compartan esa perspectiva.
—¿De qué estás hablando?
Cuanto más largo es el prólogo de algo desagradable, más desagradable resulta ser. Quizá por eso mamá tiró de la lengua a Mamadee.
—Dime lo que está diciendo todo el condenado pueblo, mamá. No creo que sea peor que las cosas que yo he dicho de ellos, exceptuando el hecho de que yo siempre digo la verdad.
—Fuiste a Nueva Orleans con la intención de asesinar a tu marido —recapituló Mamadee en tono condescendiente—. Contrataste a una gorda y a su amiga para que lo hicieran. Él descubrió lo que pretendías y cambió el testamento, pero tú no te enteraste, así que murió de todos modos, y ahora te está bien empleado haberte quedado sin un centavo.
—¿Eso es lo que dicen por ahí?
—Bueno, la mayoría añaden algunos detalles. Y lo único bueno que dicen de ti es que al menos tuviste la decencia de contratar a mujeres blancas para que lo torturaran, lo asesinaran y luego lo descuartizaran.
Ambas mujeres se mecieron un rato furiosas, en silencio, inhalando y exhalando como un par de dragones calibrándose con señales de humo.
Mamá aplastó la colilla del Kool en la rosca del bote Ball que utilizaba de cenicero.
—Es posible que cuenten eso por ahí. Pero estoy segura de que habrá quienes digan otras cosas.
—¿Y qué otras cosas iban a decir? —A juzgar por el tono de voz, Mamadee estaba convencida de que mamá iba a inventárselo todo.
—Habrá quien diga que la muerte de Joseph no tuvo nada que ver conmigo, que Winston Weems y Deirdre Carroll encontraron un modo de hacerse con el dinero de Joe Cane Dakin. Escribieron un testamento, pagaron a los testigos para que jurasen que Joseph lo había firmado, e intentan que todo el mundo crea que soy yo la culpable. Cuando huya corriendo del pueblo, podrás contratar a otra gorda y a su amiga para que asesinen a la idiota de la esposa de Winston Weems, y luego tú y el señor Weems podréis vivir en la cresta de la ola hasta que os pudráis.
—Nadie dice nada semejante —aseguró Mamadee—. Supongo que habrás compartido esa fantasía con esos estúpidos agentes del FBI.
—Pues tiene más sentido que la anterior.
—Lo que me parece más inverosímil, querida, es la parte en la que te marchas de la ciudad.
Mamá dejó de mecerse.
—No puedo creer lo que oigo. No, miento. Puedo creerlo. Te deshiciste de mis hermanas como si fueran ropa usada. Exceptuando a Robert, jamás nos quisiste a tu lado.
—Cuidado, cuidado, Roberta Ann. Si te empeñas en remover el fango, acabará por oler a rayos. —Mamadee adoptó su línea de conducta habitual, en la que cualquier resistencia a sus planes evidenciaba una absoluta falta de virtud—. Si tan egoísta eres para pensar en mí, piensa al menos en Ford. Dentro de unos días empezará el juicio contra esas dos mujeres. Reavivarán el escándalo para vender periódicos. Sería más sabio por tu parte que te buscaras un lugar donde no llames mucho la atención. Y no sólo hasta que concluya el juicio, sino durante diez o doce años. Calley y tú. Ford se encuentra demasiado débil para confiarlo a tus cuidados. De hecho, estoy segura de que cualquier juez razonable consideraría culpa tuya que el muchacho se encuentre tan mal y te acusaría de ser una mala madre.
Mamá contuvo de forma audible el aliento.
Mamadee conocía a todos los jueces de Alabama. Muchos de ellos debían la toga a las contribuciones y a la influencia que había aportado en favor de sus campañas. Mamadee podía convertir aquella amenaza en una realidad.
Mamá sacó un nuevo cigarrillo, que no tardó en encender.
—Mi propia madre. —La primera vez que se llevó el cigarrillo a los labios lo hizo con mano temblorosa—. ¿Me has querido alguna vez, mamá?
Mamadee no hizo caso de aquella pregunta.
—Me avergüenza tener que recordarle a mi propia hija que por pura generosidad he pagado una sustancial cuenta de hotel en Nueva Orleans, al igual que los gastos derivados del entierro de su difunto y arruinado esposo, y que ella y su hija han comido en mi mesa y dormido bajo mi techo durante los pasados meses, por no mencionar que he cargado a mi cuenta todos los gastos generados en Tallassee. Y lo que aún es más importante, Roberta Ann, no he olvidado que tienes un millón de dólares en un baúl que pertenece por derecho a los acreedores de los bienes de Joe Cane Dakin. Y te atreves a pedirme prestado.
Mamá dio un salto. Con la mano izquierda aferrada al brazo derecho, y el cigarrillo en la diestra, se adentró caminando a paso vivo en la oscuridad que se extendía bajo los robles.
En el solitario silencio que siguió, Mamadee se meció satisfecha de sí misma. Tosió un poco, y luego rió para sí.
Mis hermanas, había dicho mamá. Como ropa usada. ¿A quién había dado Mamadee a las hermanas de mamá? Y ¿por qué? Quizá pudiera hallar las respuestas en Ramparts, detrás de un armario, en el fondo de un viejo baúl, en un altillo, en la bodega, en un establo. De pronto, Ramparts había recuperado todo el interés.
Debí comprender que eso significaba que carecía de la menor oportunidad de alcanzar la oportunidad de descubrir absolutamente nada.