Capítulo 19

Tuve que probar con diecinueve huevos para conseguir vaciar una docena sin agrietarlos. Tansy me regañó de lo lindo por ello, aunque la única consecuencia real de mi combinación entre desatino y torpeza fue una punta de merengue en el pastel de limón capaz de avergonzar al papa. Después de cubrir con cinta de encaje las cáscaras de huevo, las pinté con una mezcla de agua, vinagre y restos de comida. Mientras se secaban, trencé una cestita de papel y recogí musgo para que sirviera de nido a los huevos. Quité las cintas de encaje, y el resultado de mi obra me pareció excelente. Los coloqué en la cesta con un esmero que no debía desmerecer al que hubiera puesto un joyero al manipular un huevo Fabergé; finalmente, situé la cesta en mitad de la mesa del comedor.

Era la primera vez que acudíamos a misa después del funeral de papá, y puesto que era Pascua, mamá tenía un traje nuevo. Como Ford parecía condenado a estar en cama de por vida, se quedó en casa. De no haber sido así, también él habría estrenado un traje nuevo, que probablemente necesitaría, ya que a pesar de las desgracias que lo acosaban, crecía como el bambú japonés. Mamadee también iba de estreno. Rosetta, la costurera, se rió entre dientes cuando supo que yo no tenía nada que estrenar, puesto que de todos es sabido que estrenar algo en Pascua da buena suerte, al contrario que llevar la ropa vieja, que trae mala suerte. Incluso a los siete años, aquella costumbre me parecía una tontería; es obvio pensar que alguien con dinero pueda permitirse comprar ropa nueva, mientras que la ropa vieja es de por sí signo de pobreza, cuando no de tacañería.

Llevaba puesto el vestido gris y las merceditas negras, que en su momento me puse con motivo del funeral de papá, y Mamadee me dijo que diera las gracias por tener un sombrero de paja y unos guantes que sólo me había puesto una vez. Antes de celebrarse la misa estuve inquieta en la escuela dominical, y luego, durante la misa de Pascua, tuve que sobreponerme al fuerte olor a lilas, tan fuerte que era sofocante. De hecho, me quedé dormida unos segundos, y desperté con un sobresalto. Me dio por pensar en algo muy raro: si yo era Jesús, no había logrado mover la roca un milímetro.

A la vuelta de la iglesia, después de quitarme el sombrero de paja y los guantes, me fui derecha a la mesa, preparada para la comida, dispuesta a admirar la cesta de los huevos. Mamadee me siguió, pero era lo que hacía siempre, así que no le di importancia. Di por sentado que quería asegurarse de que no le rompiera nada de cristal.

—Exquisito —murmuré.

—El orgullo precede a la caída —sermoneó a mi espalda Mamadee.

Acto seguido, me dio un alfilerazo en el omóplato con el alfiler que había sacado del sombrero.

—¡Jesús! —grité de dolor.

Mamadee me dio una fuerte colleja.

—¡Mentando el nombre del Señor en vano, y en Pascua!

—¡Acabas de clavarme un alfiler! —le grité.

—¡No he hecho tal cosa!

Podría haberme enzarzado en una riña con ella.

—Te odio —le dije tras levantar la barbilla.

Mamá lo escuchó todo. Lo vio todo. Estaba ahí mismo, en la puerta del comedor, con el sombrero en la mano.

—Ve a tu habitación, Calley —me ordenó mamá.

Cuando pasé por su lado, me dio una colleja en la nuca. Puede que pensara que Mamadee no me había dado con la fuerza suficiente.

—Esa cría es un monstruo —dijo Mamadee—. No sé cómo puedes dudar siquiera dos segundos de que Calley sea quien te escribe esas horribles notas.

—No son mías —voceé desde la escalera—. ¡No he escrito ninguna de esas notas! ¡Mientes!

Subí de dos en dos el resto de los escalones. Con la ventaja que tenía, estaba convencida de que Mamadee no podría alcanzarme. Cerré la puerta de la habitación de Júnior de un portazo, con tanta fuerza que tembló el cristal de la ventana. Se oyó en toda la casa el eco del golpe, un eco que el silencio que siguió hizo más audible.

—¡Me voy a hacer pipí en la cama! ¡Que alguien vaya a comprarme un televisor a color! —voceé al sepulcral silencio que reinaba, tras abrir de nuevo la puerta y salir atropelladamente al rellano.

Aquella provocación no obtuvo respuesta.

De vuelta al cuarto de la radio de Júnior, abrí la ventana y me encaramé al techo. Allí me quedé sentada a lo indio, dispuesta a trazar planes. Huiría. Buscaría a alguno de mis tíos Dakin. Uno de ellos me acogería: seguro que Billy Cane y tía Jude lo harían. Si mamá no me quería, podía haberme dejado a su cargo. Pensé en Ida Mae Oakes, pero, claro, aunque hubiera sabido dónde encontrarla, no habría podido reunirme con ella. A la que diera tres pasos en la zona de la gente de color de la ciudad, algún adulto me cogería de la mano y me llevaría andando fuera, y buscaría a algún otro adulto blanco que me devolviera a mamá. Desde aquel lugar, también Ramparts podía considerarse situado en la cara oculta de la luna.

Un cuervo me observaba posado en el roble vivo más cercano. Trabé contacto visual con él. Graznó con fuerza un feo ¡cawwwww! Se lo devolví. El cuervo alzó el vuelo como ahuyentado por el diablo. Al cabo de unos minutos, se posó en la misma rama de antes. Fue de punta a punta, garra a garra, decidiendo dónde aferrarse. No apartó de mí su fría mirada. Con afán de experimentar, hice un gesto brusco. El pájaro aleteó sobresaltado. Sin embargo, cuando me quedé quieta, él me imitó.

Los cuervos tienen mucho que decirse unos a otros, y parte de ello resulta muy obvio, igual que con las personas. Por ejemplo, un cuervo pondrá sobre aviso a otros en el vecindario del momento en que perros o gatos hagan acto de presencia.

Tras unos instantes de asegurar al cuervo que no pretendía hacerle daño, me puse a graznar.

El ave me escuchó con atención. Luego emprendió el vuelo y le vi descargar una bomba blanca que alcanzó con fuerza el parabrisas del Cadillac de Mamadee.

Cuando volví al interior de la habitación, saqué la funda de la almohada, dispuesta a embutir dentro un par de bragas limpias, calcetines, la camiseta de papá, Betsy Cane McCall y las muñecas recortables. Me quité el vestido y lo arrojé al suelo. Di una patada a las merceditas para arrinconarlas. Pensé en cortar la cinta de seda que llevaba alrededor del cuello y tirarla al baño, o arrojarla por la ventana, llaves incluidas. Me dolía el omóplato. Comprobé el dorso del vestido en busca del lugar donde Mamadee me había clavado el alfiler; había una mancha de sangre.

Saqué el vestido al rellano y lo arrojé al vestíbulo de entrada.

—¡Mentirosa! —grité.

Pero nadie respondió. Era como si estuviera sola en la casa.

Volví a la habitación y me desplomé en la cama. El ambiente estaba cargado del aroma de las lilas.

Un rayo de sol me acarició el rostro como una mano cálida y suave al tacto. Flotaba, ingrávida y elegante, llevada por la corriente. Un pie me mantenía ligada a la tierra, y mi única amarra era una delgada cinta verde. Era toda oídos, oídos blancos y carnosos, y la corriente que me mecía susurraba una incesante canción en una voz que me resultaba familiar.

Me despertó el trajín de la plata y la porcelana procedente del piso de abajo, del comedor, junto a los calambres en el estómago que me provocaba el hambre. La fragancia del jamón recién cortado subió por la escalera hasta llegar a mi habitación. Mamá y Mamadee eran los únicos comensales. La única conversación consistía en los habituales murmullos del por favor pásame aquello, el gracias y el de nada.

Nadie subió a traerme algo de comer o a decirme que podía bajar.

Puse todos los discos de swing y bebop que había en la caja al máximo volumen que me permitió el fonógrafo. De pronto, la placa giratoria perdió empuje y la aguja chirrió en los surcos. El plato se detuvo por completo. Desenchufé el tocadiscos y enchufé una lámpara para comprobar si había corriente. No había. Por si acaso, comprobé el resto de los enchufes de la habitación y no había corriente en ninguno de ellos. Alguien había apagado la corriente de la habitación.

Debieron olvidar el hecho de que no necesitaba un tocadiscos. Canté a voz en cuello todas las canciones que pude recordar.

Meé dos veces en el orinal de porcelana, y las dos veces arrojé el contenido por la ventana.

Los discos estaban esparcidos por el suelo. Cuando me dispuse a recogerlos para enfundarlos en las cubiertas y devolverlos a la caja, vi brillar algo bajo la cama. Tendida boca abajo, me estiré cuanto pude para alcanzarlo.

Luego me tumbé en la cama para inspeccionar la cosa que había encontrado bajo la cama. Estaba hecha de hilos de seda trenzados, como el cordón de pasamanería de una cortina, pero más refinado y liviano. Sin embargo, no era un cordón de pasamanería. Un rizo de la trenza lucía un diminuto broche dorado. Otro bucle separado en forma de Y rodeaba al primero por tres sitios distintos. Eran como un par de tirantes atados a un cinto, sólo que para alguien muy pequeño.

El bucle en forma de Y le entró con facilidad por la cabeza a Betsy Cane McCall, hasta que reposó sobre sus pequeños hombros, pero la parte del cinturón era demasiado grande para ella. Pude enrollarle el cinto un par de veces alrededor de la cintura. Luego le puse uno de los jerséis hasta que logré ocultarlo por completo. En algún lugar, pensé, había una muñeca a la que aquello debía sentarle como un guante. Ya tenía algo que buscar en la inmensidad de Ramparts.

Al atardecer de aquella larga jornada primaveral tenía un hambre atroz. Tumbada en la cama en la creciente oscuridad, oí a mamá, a Mamadee y a Ford tomando la cena servida en bandeja en sus respectivas habitaciones. Al principio, me puse furiosa otra vez, hasta que comprendí que podía ser un momento perfecto para infiltrarse en la cocina.

Y eso fue lo que hice. Sin siquiera molestarme en vestirme de nuevo, bajé descalza, sólo con las bragas puestas. Entré sigilosamente en la cocina vacía. El jamón de Pascua envuelto en papel de aluminio fue lo primero que vi al abrir la puerta de la nevera. Bajo el papel, estaba perfectamente cortado en lonchas. El olor que desprendía me avivó aún más el hambre. Tomé una loncha y le hinqué el diente, al tiempo que de pronto me sobrecogía la sensación de que era carne, carne muerta en los dientes. Fría carne muerta, fría como arcilla. Creció en mi boca el sabor a sal gruesa, el empalagoso sabor a sirope de azúcar, con una capa de piel resistente al mordisco. Se me revolvió el estómago. Quise desmayarme, vomitar y escupirlo al mismo tiempo. Escupí el bocado en la mano que tenía vacía y metí la loncha masticada y la parte que no había masticado aún bajo el papel de aluminio. Tenía la boca arenosa, como si hubiera estado comiendo mugre.

Los restos del pastel de limón al merengue se conservaban en el estante inferior del congelador. Estiré la mano para tomar un puñado con el que me llené la boca. La acidez del limón y la perfecta dulzura del merengue se impusieron al sabor del jamón, y el frío limazo se deslizó con facilidad por el nudo que se me había hecho en la garganta. Los restos del pastel no tardaron en desaparecer, pues comí con las manos hasta hartarme. Regué el pastel con té dulce de la jarra. No fue una comida elegante. Había migas del pastel, trozos y restos de merengue en el suelo, frente al congelador donde había comido de pie. Lancé un sonoro eructo. Me había manchado la boca con el pastel. Saqué la lengua y me relamí hasta donde pude para limpiarme el rostro.

Entonces me dirigí al comedor para echar un vistazo a los huevos de la cesta. Era la única cesta que recibiría por Pascua. El año anterior, el Conejo de Pascua me había dejado una enorme llena de dulces, con un conejito relleno dentro. Ford me había llamado tonta y me había contado el secreto; así descubrí que papá era el Conejito de Pascua. Recordarlo me hizo sentir de nuevo enfadada: con Ford, por contármelo; con mamá por no haberme preparado una cesta ese año; con papá, y no sólo por ser incapaz ya de asumir el papel de mi Conejito de Pascua.

Tansy había quitado la mesa, de modo que la cesta de los huevos estaba de nuevo en su lugar. Cuando me acerqué, comprobé que alguien los había aplastado. Durante una fracción de segundo, apenas pude respirar. Entonces, vi que bajo los restos había otro huevo, uno entero, el único que quedaba intacto. Aparté los restos y las cáscaras, lo recogí y lo sostuve en la palma de la mano. Estaba vaciado y decorado, pero no era de los míos, y estaba segura porque reconocía los míos. Era de un rosa de flor de azalea, y tenía una trama con diversas tonalidades verdes estampada.

En el piso de arriba, mamá salió de la habitación. Me volví hacia la puerta del comedor y esperé.

—¿Qué estás haciendo, Calley? —preguntó al detenerse en la puerta.

Sostuve el huevo en la palma de la mano.

—Alguien me ha aplastado los huevos. Encontré éste, que no es de los míos.

Mamá se acercó para inspeccionarlo, pero apenas lo miró.

—Pues a mí me parece igual que los demás.

—Pues no lo es.

—Después del rato que se ha pasado Tansy ayudándote con esos huevos, vas tú y los aplastas —me acusó mamá, observando con gesto torcido la cesta de los huevos.

—¡Yo no he sido!

Cerró los dedos alrededor del huevo que había sobrevivido entero y lo aplastó. Por un instante, pestañeó rápidamente y luego abrió la palma de la mano y miró hacia abajo. En la maraña de fragmentos había un rollito de papel. Se deshizo del huevo en la mesa y recogió la notita. Tras desenrollarla, le echó un rápido vistazo, como si mirarla durante mucho tiempo pudiera cegarla. Tinta verde, papel rosa. Luego me la tendió.

—Estarás hambrienta —dijo—. Cómetela.

Me la metí en la boca, mastiqué con fuerza y luego se lo escupí a la cara. Me di la vuelta y eché de nuevo a correr. Ni siquiera se molestó en seguirme.