Capítulo 18

Mamá estaba rendida. Estaba al corriente de lo mal que dormía de noche y de lo poco que comía. Mi propio insomnio era equiparable al suyo, de modo que también yo andaba agotada por ahí. Cuando comía, lo hacía con apetito voraz, así que no solía tardar mucho en vomitarlo. Después de que esto sucediera varias veces, Mamadee me declaró incapaz de sentarme a la mesa y me desterró a la cocina. Tansy debió de apiadarse de mí, porque me dio arroz hervido y melocotón en almíbar, alimentos que solía digerir. Para asegurarse de que todos supieran lo que se abusaba de ella, no dejaba de protestar entre dientes acerca del incordio que era tener que preparar comidas diferentes.

Mamá pasó los días siguientes al funeral escribiendo notas de agradecimiento a todos aquellos que habían enviado flores acompañadas por una tarjeta con el pésame, y envuelta en la nube del humo del cigarrillo, repasando y volviendo a repasar la documentación de papá. Los agentes del FBI volvieron de visita, a veces para mantener breves conversaciones, otras para mantener conversaciones más extensas. Mamá flirteó con ambos, y a juzgar por cómo respondieron éstos, quedó claro que estaban encandilados. O arrebatados.

No sorprende que las migrañas de mamá la acosaran de tal modo que llegara a agotar todas las existencias de aspirinas y analgésicos Goody que había en la casa.

—Me encontré con tu amiga en la farmacia —dijo una noche mamá mientras le masajeaba los pies.

—¿Qué amiga?

—Ya sabes a quién me refiero. Pelo color naranja. Fannie.

—Fennie, creo. La señorita Verlow. ¿Por qué iba la señorita Verlow a ser mi amiga, mamá? Es una señora mayor. ¿Qué te dijo?

—Ah, se puso a hablarme como si pensara que podía importarme lo que dijera. Por lo visto tiene una hermana con una casa cerca de Pensacola, como si me importase que su hermana estuviera viva o contemplando el lado equivocado de la tapa de un ataúd. Me dijo que podíamos ir a visitarla y pasar una temporada allí.

—¿Dónde está Pensacola?

Fue como si no escuchara la pregunta.

Jamás, y cuando digo jamás me refiero a la eternidad de los ángeles, jamás aceptaría la compasión de los Dakin.

Mamá contaba con que le recordara que Fennie no era en realidad una Dakin. Me mordí la lengua. Pensaba buscar dónde estaba Pensacola en cuanto pudiera, sin que mi madre se enterase.

—Ni la de nadie, para el caso —sentenció mamá.

No pudo evitar mirar de reojo el baúl de cedro cuyo interior atesoraba el otro baúl.

Todos lo sabían todo, como sucede siempre.

Todos sabían que mamá había dispuesto que enterrasen a papá como un perro en una zanja en mitad de ninguna parte.

Todos sabían que si mamá hubiera tenido el nervio necesario para organizar un banquete apropiado tras el funeral, todos los ricos y los poderosos y toda la gente respetable que había conocido a papá no hubieran asistido, por temor a verse relacionados con una mujer sospechosa de asesinato.

Todos sabían que papá había malversado de algún modo sus propios fondos, y que mamá lo había hecho asesinar, sin duda con la esperanza, como mínimo, de cobrar el dinero del seguro.

Todos sabían también que mamá le había exprimido hasta el último centavo y que luego lo había hecho matar.

Todos sabían que mamá había hecho algo realmente terrible a mi padre para empujarlo a cambiar el testamento y legar a mamá el mínimo estipulado por ley.

Aunque nunca lo confesara en voz alta, incluso mamá estaba asustada; temía que lo hubiera hecho para castigarla por algo que ni siquiera ella era capaz de recordar, o algo que en ese momento no alcanzaba a comprender que fuese tan horrible para justificar semejante represalia. Y mamá estaba asustada de que el FBI siguiera insistiendo y revisando los papeles de papá, por no mencionar los interrogatorios a que la sometían. Mamá albergaba muchos temores, la mayoría justificados.

Sólo en una ocasión se preguntó alguien en voz alta por qué me había omitido papá totalmente en el testamento. Rosetta, la mujer de color que cosía la ropa de mamá y a quien habíamos llevado la comida del banquete fúnebre, se hallaba con mamá en el dormitorio, poniéndole alfileres en la cintura. Rosetta había sido su costurera desde que era una niña, y siguió siéndolo cuando mamá se casó con papá y se mudó a Montgomery. Tiempo atrás, Rosetta había sido la costurera de Mamadee, pero habían reñido. Fue un desprecio hacia Mamadee que Rosetta solicitara servir a mamá, y mamá la contrató. Rosetta no había olvidado los pormenores de la riña que tuvo con Mamadee, y hacía tiempo que había optado por apoyar a mamá en todo.

—¿Por qué el señor Dakin no le dejó nada a…? —preguntó Rosetta a mamá, inclinando la cabeza en mi dirección.

Yo estaba sentada a lo indio en el suelo, clavando a Betsy Cane McCall algunos alfileres que me había dado Rosetta.

A juzgar por la mirada que me dedicó mamá, no se lo había planteado hasta ese momento.

—Probablemente creía que Calley no era su hija —dijo mamá—. Claro que tampoco yo creo que sea mía.

Fingí no escuchar la respuesta de mamá. Clavé a Betsy Cane McCall un alfiler en mitad de la cabeza.

Pues claro que era hija de mi padre. ¿Acaso Mamadee y mamá habían desperdiciado alguna oportunidad para recordarme que era un ejemplar de pura raza, originaria del lado oculto de la luna Dakin?

Sin embargo, aunque no hubiese bienes que repartir, me había excluido del testamento, al contrario que a mamá. Si mamá concebía todo lo sucedido como una conspiración en su contra, era normal que yo me sintiera del mismo modo, puede incluso que un poco más. Para mí la riqueza no significaba nada. Un crío de siete años con una sudorosa moneda de diez centavos en la palma de la mano es inmensamente rico. Mi dólar de plata significaba más para mí que un rescate de un millón de dólares. Sin embargo, puesto que habían sacado el tema a colación, no pude evitar pensar que quizá papá se había olvidado de mí. O algo peor. El único consuelo que tenía era aferrarme a la creencia de que el testamento era falso.

Nuestra estancia en Ramparts empezaba a parecerse menos a una visita y más a un exilio. Echaba de menos ir a la escuela, aunque no quería volver a nuestra antigua casa de Montgomery. No sabía dónde quería estar, pero estaba segura de que Ramparts no era ese lugar. Soñaba despierta con Pensacola, en Florida, en la costa del golfo de México, donde vivía la hermana de Fennie Verlow.

Ford se volvió más insoportable, repugnante incluso, a medida que fueron pasando los días. Cuando no intentaba ponerme la zancadilla para que cayera por la escalera, o me arrinconaba para sacudirme o tirarme del pelo, se dedicaba a atormentar a mamá. Entraba en la habitación donde estuviera ella, se sentaba y la observaba fijamente. Si ella le dirigía la palabra, Ford no respondía. Si intentaba abrazarlo o besarlo, se apartaba incluso hasta el punto de rechazarla y empujarla.

Al principio, ese comportamiento hizo que mamá se sintiera perpleja. Luego, la frialdad y el rechazo de Ford empezaron a preocuparla, a asustarla incluso. Quizá tuviera dudas acerca de si mamá me quería o no, pero no me cabía ninguna duda respecto a lo que mi madre sentía por Ford.

El sueño interrumpido del que había disfrutado hasta entonces se redujo a prácticamente nada. Tuve ocasión de comprobarlo, ya que, a pesar de disponer de la cama del cuarto de la radio de Júnior, me las apañé para que me dejara dormir con ella después de masajearle los pies. Cada noche se levantaba varias veces para ir al baño a fumar. Perdió peso que no podía permitirse perder. Cuando se maquillaba por la mañana, a menudo se detenía largos instantes a contemplarse en el espejo. A veces parecía hacerlo con afán de criticar. En otras ocasiones, parecía mirar a través del espejo, a otro momento o lugar. La oscuridad que le cercaba los ojos me asustaba.

Un día, Ford no quiso levantarse de la cama. Cuando se hizo pis encima, Mamadee llamó al doctor Evarts, que acudió a visitarlo. Luego se entrevistó con mamá y Mamadee. Les contó que Ford estaba profundamente afectado por la muerte de papá y la situación familiar. Ford estaba sometido a una gran tensión, explicó el doctor Evarts, y la conmoción le había pasado una factura terrible. No había duda de que Ford «estaba marcado de por vida» y había que «tratarlo con guantes de seda».

No tardé en comprender qué significaba eso de que había que tratarlo con guantes de seda. Mamadee salió a comprar un televisor a color para Ford, que le instalaron en el dormitorio. Sólo para subirlo por la escalera fue necesario que Leonard ayudase al tipo de la tienda. Ford se acostumbró a pasar la mayor parte del tiempo en cama, mirando la televisión. Tansy le subía la comida en una bandeja.

A veces, Ford fingía ser sonámbulo. En ese estado, podía mear directamente por la ventana. O podía acercarse a la cocina y comer lo que le viniera en gana, beber leche de la botella o zumo de la jarra, o tomar cucharadas y cucharadas de azúcar. Podía soltar un vaso, o un plato, y quedarse ahí de pie entre los pedazos de cristal, con expresión confundida, como si no supiera dónde estaba o cómo se habían roto el plato o el vaso.

Salí una mañana de la casa para no despertar a nadie, y encontré una nota en el parabrisas del Edsel. Estaba escrita con tinta verde en papel rosa, y rezaba:

Asesina

El papel rosa estaba húmedo, y no debido al rocío, sino al perfume, al perfume que se ponía mamá. Asombroso. Eché a correr de vuelta a la casa y levanté a mamá para que saliera a verlo. No le hizo ninguna gracia que la despertara, pues no hacía sino privarla de las pocas horas de sueño de las que solía disfrutar.

—Será mejor que sea importante —amenazó, guardando los cigarrillos y el mechero en el bolsillo de la bata.

La nota la despertó del todo. Arrancó el papel del limpiaparabrisas y lo hizo pedazos.

Acto seguido, me abofeteó.

—Si tú no lo has hecho, considéralo una advertencia para no imitarlo.

Pero no fue la última nota. Aparecieron en el bolso, en su almohada, en el marco del espejo del tocador que había en su dormitorio, incluso en sus bolsillos. Todas estaban escritas en papel rosa, todas escritas en tinta verde, y todas decían lo mismo. Después las hacía pedazos y se deshacía de ellas sin aceptarlas. Encerró en el baúl de cedro sus botellitas de perfume. Cuando creía que no la miraba nadie, buscaba por toda la casa el papel rosa y la pluma con tinta verde. No encontró jamás nada que pudiera relacionarse con estas notas. Parecía no entender que incluso en el caso de haber encontrado algo, hubiera seguido sin tener pruebas de la identidad de quien fuera que la atormentaba.

Si Ramparts no era un refugio, no podía presentarse en ninguna parte de Tallassee, ni en la farmacia, ni en la iglesia los domingos, sin oír aquellos susurros que le surgían al paso. Puede que no lograse distinguir las palabras, pero el tono era inconfundible, siempre acusador. Mamá se mantenía erguida, con la espalda recta y la cabeza bien alta, aunque en la intimidad de Ramparts se volvió asustadiza. Cada día que transcurría era como la tortura china de la gota (práctica sobre la que Ford había leído en alguno de esos cuentos juveniles inverosímiles, y con la que me amenazaba siempre que la recordaba). Cada día estaba más y más agotada.

Permanecimos en Ramparts hasta que llegaron los días y las noches cálidas, hasta que florecieron las magnolias y las hojas brotaron en los árboles, hasta que volvimos a oír el zumbido de las abejas y el alboroto de los pájaros que se apareaban y anidaban; un período de unos dos meses. Durante la mayor parte del tiempo pude salir. Mamá estaba preocupada, y nadie más reparaba en si yo estaba o no allí. No me importaba que lo hicieran o no; sólo quería perderme de vista y no oír a Ford y Mamadee, mis enemigos, quienes me atormentaban. Lejos de ambos, podía recordar a papá. Sin que ellos pudieran oírme, podía hablar y cantarme a mí misma con su voz, para no olvidarlo.

Mis recuerdos de infancia de Tallassee se resumen en que se trataba de un lugar con sus cuestas y pendientes, en mitad del cual había un gran muro de agua que caía sobre una presa y levantaba la bruma. Las cuestas y las pendientes eran mucho más imponentes, las casas, las tiendas y los árboles mucho mayores, y claro, para una niña de siete años las calles eran más largas. Vagabundeaba por todas partes. En los márgenes de los antiguos libros sobre aves y árboles que había en la estantería de Júnior, señalé los que ya conocía y los que me encontraba durante los paseos. Mirlos y pájaros gato, nogales y catalpas. Me causaba placer pronunciar aquellos nombres. Era un poco como volver a la escuela.

Con frecuencia daba un largo paseo hasta la estación de trenes de Birmingham y Southeastern. Papá solía llamarla Sacudida y Cuidado-con-el-Resbalón. Ya no se detenían allí trenes de pasajeros normales, aunque el correo sí, y en cuanto a los almacenes casi podía decirse que estaban abandonados. Las ventanas del antiguo almacén eran muy alargadas, con el alféizar bajo, de modo que podía mirar a través de un vidrio que estaba tan polvoriento como los ojos de una anciana ciega. Tanto en la iglesia como en la escuela dominical había oído muchas veces que vemos como a través de un cristal opaco. Al echar un vistazo al interior del almacén a través de aquellas ventanas, comprendí de pronto que la opacidad no complementaba al nombre, que no se trataba de un objeto, como puedan serlo unos prismáticos o unas gafas de sol, sino que era un adverbio que describía una manera de ver. Porque justo entonces estaba mirando oscuramente a través de un cristal.