Capítulo 17

El banquete fúnebre en memoria de papá se celebró en la casa de tío Jimmy Cane Dakin, un antiguo edificio situado en la cara oculta de la luna, a las afueras de Montgomery. Cuando vi el lugar, comprendí que Mamadee también había ganado aquella batalla.

La casa de tío Jimmy Cane Dakin estaba recubierta de amplios tablones sin pintar, deteriorados por la intemperie. Tenía puertas estrechas, ventanas estrechas con un único par de cristales cada una, y tres o cuatro buhardillas que señalaban la existencia de habitaciones de techo bajo que probablemente eran tan frías durante el breve invierno de Alabama como sofocantes durante los otros diez meses del año. Un porche espacioso y polvoriento ondulaba tres cuartas partes del perímetro de la casa. El conjunto se alzaba sobre pilares de ladrillo de casi metro y medio de altura, que emergían de una oscura arena donde las serpientes trazaban surcos en espiral y erigían dunas en miniatura. Había también un campo polvoriento que en otra estación estaría cubierto de algún cultivo que nacería muerto, alguna hortaliza intragable plantada por tío Jimmy Cane Dakin, su esposa, Gerry, y la manada de críos Dakin que rodeaban la casa.

Mamá no tenía la menor intención de entrar. Aparcó el Edsel a unos metros de la casa. Tío Jimmy Cane Dakin llevó una antigua silla de mimbre del porche y la dejó junto al vehículo de mamá. Desde allí, ella obsequió con una sonrisa triste y unas palabras, sin quitarse el velo, a aquellos Dakin que se le acercaron para presentarle con titubeos sus condolencias.

Ford se quitó la corbata y la guardó en el bolsillo de la americana. Se negó siquiera a mirar en derredor, así que se hundió en el asiento trasero del coche con el sombrero inclinado hacia abajo de modo que le tapase la cara.

—Calley, ve adentro y mira si puedes encontrar algo de beber que tenga hielo —me pidió mamá—. Y lava los bichos muertos del vaso antes de servir la bebida, ¿me has entendido?

Mamá pronunció estas últimas palabras en un volumen lo bastante alto para que pudieran oírla uno o dos Dakin, y en un tono de voz suave para que pudieran pensar que no había pretendido ofender a nadie.

Los tíos, las tías y los primos Dakin se apartaron a mi paso, creando un espacio serpenteante que me condujo a unos crujientes peldaños de madera. Me murmuraron y arrullaron para aliviarme.

La puerta se abrió antes de que acercase la mano al tirador. La mujer del cabello zanahoria, la misma que había tocado el piano en Saint John y que nos repartió las partituras con el himno en el cementerio de La Tierra Prometida, me invitó a entrar con un gesto.

Había estado en casa de tío Jimmy Cane Dakin media docena de veces con papá, pero aquella visita —la última, aunque yo no lo sabía entonces— es la que mejor recuerdo. En el Edsel había hecho un esfuerzo subrepticio para limpiarme las lentes de las gafas con el dobladillo del vestido, sin mejorar significativamente el resultado, de modo que seguía viéndolo todo como envuelto en una nube. Las habitaciones eran de planta cuadrada y de techos altos. El sol había emblanquecido tanto las cortinas de cretona que casi habían perdido por completo su color. El papel de las paredes, que mostraba motivos irreconocibles, también se había descolorido, y estaba surcado de ampollas y pelados. El linóleo del suelo se doblaba como la colcha que cubría la cama mal hecha. La parte inferior de la pila de la cocina estaba cubierta por un improvisado faldón hecho de un mantel desgastado; no había alacenas propiamente dichas, sólo estanterías apoyadas en escuadras de acero. Tía Gerry cocinaba en el hornillo negro de una cocina económica, planchaba con una plancha que descansaba en un soporte que había sobre la propia cocina, y almacenaba los alimentos perecederos en una nevera de hielo. La habitación desprendía un fuerte olor a los chuchos que dormían tras la cocina económica.

Seguí mirando a través de la puerta abierta, a ver si veía a tío Jimmy Cane Dakin, a tía Gerry, o a tía Jude o a tío Billy Cane Dakin. Cualquiera me servía, siempre y cuando no fuera aquella mujer a quien no conocía, la misma que en el cementerio me había dado aquella hoja de papel mimeografiado que olía a pera. Se me contrajo el estómago debido a la incomodidad de la situación.

—En realidad no soy una Dakin —me confió la mujer mientras me hacía entrar en la casa—. La sobrina de mi hermanastra se casó con uno de los hijos mayores de Jimmy Cane Dakin, pero él murió cuando atropello a un ciervo con la furgoneta que conducía, en la autopista de Montgomery, y más tarde ella murió al dar a luz a trillizos. De modo que no soy una Dakin, como tú, pero estoy emparentada con la familia, así que supongo que también estoy emparentada contigo.

Asentí sin decir nada.

—¿Cómo lo lleva Roberta Ann Carroll Dakin? Me refiero a la muerte de tu padre.

Me pareció raro eso de que se refiriese a mamá como Roberta Ann Carroll Dakin, con lo fácil que hubiera sido llamarla mamá. Esa sensación de extrañeza me empujó a mostrarme precavida al responder.

—Todo el mundo dice que le está resultando muy duro.

—Es verdad —admitió la mujer del pelo color naranja, como si hubiese preguntado cuál era la capital de Dakota del Norte, y yo le hubiese respondido que Bismark—. Y por cierto —añadió como si fuese mi recompensa por haberle dado la respuesta correcta—, me llamo Fennie.

—Fennie ¿qué?

—Fennie Verlow. Le he preparado a Roberta Ann Carroll Dakin un vaso de té dulce, porque supuse que debía de estar exhausta tras afrontar la desolación y la tristeza. Deja que le ponga un par de cubitos de hielo y podrás llevárselo.

Fennie se me acercó con un puñado de cubitos de hielo que había sacado de una nevera portátil que había en la mesa de la cocina, y los dejó caer uno a uno en el vaso alto del té azucarado.

—Llévaselo a Roberta Ann Carroll Dakin, cariño. —Cuando tomé el vaso de su mano, añadió—: Y no se te olvide decirle que le he quitado al vaso todos los bichos antes de servir el té.

Cuando repetí el mensaje de la señorita Verlow, mamá abrió los ojos como platos tras el velo, como si hubiera visto un fantasma. No alcanzó a aferrar bien el vaso y el té helado se derramó sobre el surco que el neumático había practicado en la tierra. Mamá se desmayó, pareció fundirse ahí mismo, en la silla de mimbre. Tía Jude, tía Doris y tía Gerry se apresuraron a ayudarla. Una de ellas le levantó el velo por encima del sombrero, de tal modo que pudieran pellizcarle las mejillas, aplicarle paños húmedos a las sienes y arrullarla.

Mamá recuperó lo suficiente la conciencia para susurrar:

—Ha sido un día más largo de lo que esperaba.

Entonces, mamá puso los ojos en blanco. Se hubiera caído de la silla si la señorita Verlow no llega a plantarse ahí para ayudar a mis tías. Las cuatro la levantaron con suavidad y la llevaron al asiento del conductor del Edsel.

La señorita Verlow le susurró algo al oído a mamá. A excepción de Ford y de mí, no había nadie lo bastante cerca para oírlo. Ford se había quitado el sombrero y se había inclinado hacia adelante en el asiento trasero.

—No puede conducir este coche, señora Dakin. Es una viuda desconsolada con dos niños huérfanos, sin un hombre que la guíe o la mantenga, o la respalde cuando se enfrente al mundo. Así que conduzca lenta y cuidadosamente, o déjeme llevarla a casa. Dormirá fresca, con comodidad, y soñará con Joe Cane Dakin como si siguiera vivo. Yo la llevaré a casa.

Al principio, pensé que mamá se había vuelto a desmayar y no oía nada de lo que le susurraba la señorita Verlow. Pero me equivoqué.

Mamá oyó lo suficiente para murmurar:

—Conduce tú. Sólo quiero cerrar los ojos. No dejes que Calley abra la boca.

Las tías Dakin terminaron de cargar el maletero del Edsel con la carne asada del banquete, los botes de sopa, las cacerolas tapadas, las latas que contenían alimentos horneados por capas, los dulces envueltos, los pasteles en los que el bizcocho flotaba como espuma en pedazos de fruta confitada o sirope oscuro, y las botellas de cola Nehi llenas de líquidos densos y azucarados, taponadas con corchos empapados. Toda esa comida olía a tinte quemado, a linóleo, a cuerpos desaseados y a un fondo de grasa derretida.

Ford y yo nos sentamos en silencio en el asiento trasero, ambos preocupados por el estado en que se encontraba mamá, que respiraba lentamente, inmóvil, mientras la señorita Verlow ajustaba la visera del coche para protegerse del sol.

Cuando pasábamos junto a una señal que indicaba la cercanía de Tallassee, mamá pestañeó. Al cabo, se desperezó, bostezó y empezó a rebuscar en el Kelly el paquete de cigarrillos Kool.

—Calley —dijo—, muéstrale a esta encantadora señorita… Sea quien sea, y no me da la impresión de tratarse de una Dakin… Muestra a esta encantadora señorita el camino a casa de Rosetta.

Vamos a dejarle toda esa comida. Ha sido muy amable por parte de los Dakin tomarse tantas molestias, pero ni yo ni tú ni nosotros comeremos, jamás, algo que ha cocinado una mujer blanca que es incapaz de escribir su propio nombre.

—Tía Jude sabe escribir su nombre —objeté—. Dice papá que llegó a décimo curso.

—Cierra la boca —ordenó Ford.

—Amén —dijo mamá.

—Ya conozco el camino a casa de Rosetta —intervino la señorita Verlow—. Y por cierto, me llamo Fennie Verlow.

Mamá habló mientras encendía el cigarrillo.

—Encantada de conocerla.

—No es una Dakin —dije.

Ford se sacó la corbata del bolsillo y me dio un latigazo con ella.

—¿Crees que habría dicho lo que acabo de decir si hubiera sido una Dakin? —preguntó mamá.

Mamá y Fennie Verlow rompieron a reír.

Las niñas de Rosetta descargaron toda la comida y la metieron en el interior de la casa. Antes de que el maletero estuviese medio vacío, los niños y las madres del vecindario se arremolinaron en la puerta trasera. Cuando hubieron terminado, la señorita Verlow condujo el vehículo a Ramparts.

—Calley, Ford, ayudad a Roberta Ann Carroll Dakin a entrar en casa —nos pidió la señorita Verlow—. Aún no está recuperada del todo.

Ford y yo ayudamos a mamá a subir la escalera. La verdad es que no tenía el paso muy firme, y al llegar a la puerta principal la aporreamos hasta que Mamadee en persona acudió a abrirla.

En cuanto me vio Mamadee, dijo:

—¡Mejor será que se haya muerto alguien más, Calley Dakin, para que tengas motivo de orquestar semejante alboroto!

Mamá se desmayó justo en ese momento, y pensé que ese alguien más que había muerto podía ser perfectamente ella. A pesar de lo sucedido, Mamadee no quiso creer que mamá no pudiese con su alma.

—Roberta Ann Carroll —la regañó—. Levanta la cabeza, ponte bien derecha y respira hondo.

Llegó Tansy, limpiándose las manos en el delantal, y le pasó a mamá el brazo por su hombro. Ford se situó al otro lado, y entre ambos ayudaron a mamá a subir al piso de arriba. Mamadee los siguió, sin dejar de regañar todo el rato a mamá, acusándola de montar todo ese teatro para que sintieran lástima por ella.

—¡Como si fueras la primera mujer de la historia en enviudar! Cada día hay un puñado de mujeres que entierran al marido. Cada día —aseguró Mamadee.

Lancé un resoplido alegre ante la imagen que se me vino a la mente: una turba de mujeres vestidas de luto armadas con palas, con los ataúdes de sus maridos al lado, junto al hoyo que estaban cavando. Quizá cada una de ellas tenía que enterrar a más de un esposo. Puede que los maridos no se quedaran ahí enterrados, sino que de noche lograsen excavar un túnel para salir del hoyo, y que las mujeres tuvieran luego que pasarse el día cavando y cavando.

Entonces recordé que la señorita Verlow estaba fuera, esperando a que alguien la invitara a entrar. A las personas que hacían favores a los Carroll se las invitaba a entrar y se les servía un vaso de té azucarado. Si eran blancos, se les servía en el salón; si eran de color, se les servía en la cocina.

Pero cuando abrí la puerta principal, la señorita Verlow ya no esperaba a nadie ni a nada. La llave del Edsel reposaba encima de la capota.