En la iglesia, a un lado, se sentaban el gobernador y su esposa, los alcaldes de Montgomery, Birmingham y Mobile, una delegación de la Ford Motor Company de Detroit, la gran mayoría de los hombres de negocios de éxito de Alabama, la mayor parte de los grandes del reino y los politicastros de tres al cuarto de Montgomery, Tallassee y de los puntos situados entre ambas poblaciones y alrededores, así como el doctor Evarts y su señora, los dos agentes del FBI de Birmingham, amén de Mamadee, Ford, mamá y yo.
Para mí lo más interesante del grupo de dignatarios era el director de la Ford Motor Company. Era como si tuviera el pelo pintado. Cuando la luz le incidía de un modo determinado en las gafas sin montura, parecía tener las cuencas de los ojos tan vacías como la pequeña huérfana Annie. Tampoco tenía labios, y los dientes parecían más viejos que él. Tenía aspecto de ser frío al tacto, como una rana. Pensé que debía de ser el señor Henry Ford, el joven, aunque al día siguiente descubrí en el periódico que se llamaba señor Robert S. McNamara. La S era de Strange, extraño, apellido que obviamente cuesta olvidar.
Al otro lado había como cuatrocientos Dakin, o eso fue lo que dijo mamá, aunque Ford me contó más tarde que la mayoría de quienes llenaban los bancos eran modestos hombres de negocios y un puñado de gente de campo.
—Más o menos un centenar de ellos eran Dakin —aseguró Ford—. Ciento uno, contándote a ti, y ciento uno y medio, más o menos, si incluimos lo que queda de papá.
No se incluyó. A mí no me importaba que Ford no quisiera contarse entre los Dakin.
Mamá siempre había hecho hincapié en la empedernida lacra de los Dakin, refiriéndose al hecho de que no tenían dinero. De modo que en lugar de prestar atención al sacerdote o a la mujer del órgano, cuyo asombroso cabello zanahoria estaba peinado con rulos de metal, o pensar en que papá yacía muerto y despedazado en el ataúd, contemplé al otro lado del pasillo a mis tíos y a sus familias, y a todos los parientes que apenas conocía. A mis tíos Dakin, Jimmy Cane, Lonny Cane, Dickie Cane, Billy Cane, incómodos en esos trajes baratos que rara vez se ponían, y que estaban sentados con aire solemne como una hilera de ancianos en sus mecedoras, asomados al porche durante una veraniega noche de sábado. Al igual que la superficie de la luna, sus rostros se veían profundamente señalados por cicatrices, arrugados como pasas. Sus esposas, las tías Dakin, Jude, Doris, Gerry, Adelina, tenían los pechos caídos, como si la leche materna les hubiera sido totalmente absorbida. Aunque no todos eran escuálidos, la grasa que tenían parecía dura, densa. Las flores de los sombreros estaban mustias, y los vestidos de las mujeres, los cinturones de plástico, las blusas de seda artificial de todos los tamaños y colores, siempre de tonalidad oscura, eran de los que colgaban de los almacenes Sears. Mis primos, los hijos Dakin, eran numerosos e inquietos. No llevaban muy bien eso de permanecer sentados en los recios bancos de roble, y las chaquetas o les tiraban de los hombros o les venían muy cortas de mangas. Eran demasiados para que pudiera acordarme de todos sus nombres o de quién eran hijos. Cuando no nos miraban fijamente a Ford y a mí, se reían con disimulo de nosotros. No había hijas Dakin.
Al menos en esa parte de la iglesia, porque en la nuestra estaba yo. Llevaba unos guantes blancos nuevos y un sombrero nuevo, un sombrerillo blanco de paja con una cinta negra y cintas, que mamá tuvo que salir a comprar cuando se dio cuenta de que no tenía nada con lo que cubrirme la cabeza o ponerme en las manos durante el funeral. Para variar compró el sombrero demasiado grande, de modo que me cubriese las coletas y las orejas. Las briznas de paja me hacían cosquillas sin piedad. Cuando intenté volverme un poco más para ver mejor a mi alrededor, Mamadee me hundió las uñas en el cuello.
Como no podía ser de otra forma, mamá había esperado lo peor de los Dakin, pero ninguno de ellos lloró de forma audible, aunque de vez en cuando recurrieron a los pañuelos para secarse una lágrima o para sonarse la nariz sin el menor disimulo. Al menos no hubo voces que gritaran «Te rogamos, Jesús». Las pocas veces que miraron a mamá fue de reojo.
Afuera, antes de subir a los coches para dirigirnos al cementerio, mis tíos se descubrieron y se ajustaron los prietos nudos de las corbatas.
Tía Jude me abrazó.
—¡Pobre pequeña! —exclamó—. Sé que estás destrozada.
Las otras tías murmuraron para dar a entender que estaban de acuerdo y me acariciaron la cabeza.
—Esta niña pequeña no está tan desolada como yo, ni una milésima parte —se apresuró a decir mamá—. Ni una milésima parte.
Pero las tías no tocaron a mamá ni le hablaron directamente. Mamá malinterpretó el gesto como una muestra de respeto hacia su persona y su posición. Los Dakin tampoco importunaron a Ford, ni a Mamadee, y Mamadee y Ford no se molestaron en entablar conversación con ellos.
Si se daba la rara casualidad de que fueran votantes suyos, el gobernador se acercaba a estrechar la mano a los tíos Dakin. Sin embargo, no prestó la menor atención a las tías Dakin, pues las más de las veces votaban lo mismo que sus maridos. Eso cuando votaban.
Subimos al Edsel, al que Leonard había quitado todo el polvo del camino aquella misma mañana. Mamá nos llevó en él a Saint John, en Montgomery. Mamá no iba a subirse al Cadillac de Mamadee. Ella y Mamadee sólo se dirigían la palabra para pedirse la sal por favor y darse las gracias o introducir en la inexistente conversación expresiones que dieran fe del mutuo rencor que sentían.
El paseo al cementerio fue tan largo que me quedé dormida. Cuando el Edsel frenó y desperté, nos encontrábamos fuera, en la campiña. Mamá me puso de nuevo el sombrero y yo me coloqué bien las gafas. Esperaba encontrar uno de esos cementerios verdes de Montgomery o Tallassee. Mamadee había dicho que el entierro de papá sería un circo a menos que se celebrase en la cara oculta de la luna. Por lo visto, le había ganado por la mano a mamá en ese aspecto.
No había hierba, sólo maleza irregular. Las malas hierbas enraizaban en la tierra áspera, entre guijarros de cantos tan afilados que pude notar cómo se me hundían en las finas suelas del zapato plano. El hormigón resquebrajado señalaba los sepultados rectángulos de las tumbas, y todas las lápidas se inclinaban hacia adelante como si quisieran echar un vistazo al hombre, la mujer, el niño o el nonato cuyo recuerdo conmemoraban. En casi todas las tumbas había un jarrón de loza descascarillada o una botella de leche de cuyo interior asomaban flores resecas. Los pocos árboles de los alrededores se inclinaban macilentos, medio muertos. Parecían los árboles de papel que recortábamos en la guardería para la decoración de Halloween, y que junto a la luna servían de telón de fondo a los murciélagos y los fantasmas. Había un cuervo posado en un pino reseco que se inspeccionaba bajo el ala con el pico.
—¿Dónde estamos? —susurré a Ford con la boca seca.
—En el infierno —respondió Ford, que añadió—: aquí es donde entierran a los Dakin.
Me quitó las gafas y las manchó de huellas dactilares, antes de lanzármelas. Mientras intentaba colocármelas, me empujó sobre mamá.
Pestañeaba para enfocar de nuevo la vista cuando aferré a mamá de la mano enguantada.
—¿Dónde estamos?
—La Tierra Prometida. Aquí es donde tu padre se compró una parcela. Así la llaman. La Tierra Prometida.
No era lo bastante mayor para preguntarme por qué papá había comprado una parcela allí, o cuándo, o por qué sólo una y no una de tamaño familiar. Me parecía más importante que, al mirar a mi alrededor, no se viera por ninguna parte el Cadillac de Mamadee, ni a ella, ni a ninguno de los otros grandes del reino, los ciudadanos importantes o los politicastros de tres al cuarto.
Sin embargo, ahí estaban los dos agentes del FBI; los vi salir del sedán negro marca Buick y quitarse el sombrero con ala vuelta. Uno de ellos era calvo. Supe que eran agentes del FBI en cuanto los vi llegar en coche a Ramparts el lunes. Se parecían a los otros, los de Nueva Orleans. El señor Edgar Hoover debió de decidir que si todos ellos se parecían, sería imposible que nadie reparase en ellos. Puede que los hombres no reparasen en ellos, pero cualquier mujer por tonta que fuera se daría cuenta en seguida: dos hombres que parecían haber tomado la ropa del mismo armario.
La pareja de agentes había pasado con mamá la mayor parte de la tarde del lunes. Se habían interesado mucho por los documentos que le había entregado el señor Weems. Mamá tuvo que aducir una jaqueca para librarse de ellos.
Mamá, Ford y yo nos encontrábamos a un lado, y la tribu Dakin se encontraba en el otro, igual que en la iglesia, excepto que en ese momento no nos separaba el pasillo, sino el féretro de papá, que descendía poco a poco en su tumba.
Ese cementerio sigue siendo la imagen que tengo de la vida —y de lo que no es la vida— que sigue a la muerte. Borroso. Reconocible, pero yermo, carente de consuelo alguno.
La mujer del pelo color zanahoria que había tocado el órgano durante el servicio fúnebre se nos acercó con unas hojas de papel mimeografiado que olía a pera. La montura de plástico verde de sus gafas en forma de ojo de felino estaba tachonada de relucientes diamantes de imitación. Me di cuenta de que llevaba lápiz de labios Tangee.
—Calley y yo la compartiremos —dijo mamá.
—No —replicó educadamente la mujer—, la pequeña tendrá su propia hoja.
Me tendió las hojas y tomé una. Ni la situada en la parte superior, ni la última de la inestable pila de papeles, sino una situada más o menos en medio. Como era característico del proceso de mimeografiado, las palabras aparecían manchadas y las huellas de grasa en mis lentes no me ayudaban precisamente a distinguir las palabras. Los guantes tampoco me facilitaron la tarea de sostener la hoja.
Eran partituras con himnos. A medida que se las pasaban entre los Dakin, un predicador (no el de Saint John, sino un rotundo predicador seglar con dentadura postiza de catálogo y un traje gastado) recitó los versos del Todo tiene su momento. Es muy popular en los funerales, supongo que porque consuela a los asistentes, aunque años después comprendí que en esa ocasión resultó grotescamente inapropiado.
Cuando el predicador hubo concluido, la mujer del pelo naranja levantó la mano como si todos hubieran estado hablando y pidiera silencio, aunque en ese instante nadie hacía nada más que aclararse la garganta, sonarse la nariz y bascular el peso ora en un pie ora en otro.
Cerró bien prietos los labios y tarareó una nota.
Entonces, todos los Dakin se pusieron a cantar.
Hay una tierra que es más bella que el día,
que gracias a la fe distinguimos a lo lejos;
porque el Padre nos aguarda en el camino
para prepararnos allí una morada.
Canté como lo hacía papá. Mamá cantó más alto, para pisarme la voz. Ford no me pisó la voz, sino el pie, así que canté más alto aún. Ninguno de los Dakin parecía sorprendido de que pudiera cantar como papá. Por raro que parezca, todos pronunciamos la palabra «lejos» de tal modo que rimase con «morada», lo que empujó a mamá a mirar al cielo brevemente. No obstante, ningún arcángel consciente de la pronunciación adecuada descendió para fulminarnos con un rayo.
Tras la dulce espera,
nos reuniremos en esa maravillosa playa;
tras la dulce espera,
nos reuniremos en esa maravillosa playa.
Cantaremos en esa maravillosa playa
las melódicas canciones de los bienaventurados,
y nuestros espíritus ya no se afligirán,
ni un suspiro habrá por la bendición del reposo.
Fue con el estribillo que seguía a esta segunda estrofa que me metí en problemas. Las palabras que figuraban en mi hoja mimeografiada no coincidían con las de los demás.
El resto de los asistentes repitieron el estribillo tal como lo habían recitado antes. Sin embargo, las palabras que canté eran sólo para mí:
A la oscuridad de la luna,
te levantarás en esa hermosa playa
en cenizas y ruinas
y limpios de sangre tus huesos serán.
Uuuhk, graznó el cuervo en el pino reseco.
En cuanto hubimos terminado el estribillo y todos los Dakin emprendían la cuarta estrofa, mamá me quitó la hoja mimeografiada.
—¿Qué coño estás haciendo, Calley? —me susurró mamá.
A nuestro dadivoso Padre en los cielos
ofrecemos el tributo de loa,
por el glorioso regalo de Su amor,
y las bendiciones que santifican nuestros días.
Intenté recuperar aquella hoja mimeografiada que había escogido de la pila que me ofreció la mujer del cabello zanahoria. La hoja que había escogido igual que un voluntario del público escoge una carta del mazo que le ofrece el mago. La hoja que tenía un mensaje dirigido sólo a mí.
Pero mamá la arrojó al hoyo, bajo el ataúd de papá. Revoloteó como la cabeza de Betsy McCall cuando se la corté. Entonces, los tíos Dakin descendieron el ataúd de papá en la tierra pedregosa. No pensé tanto en que enterraban a papá, como en que hacían lo posible para que no pudiera recuperar la hoja mimeografiada que desprendía olor a pera.
Me arrojé sobre el ataúd, y uno de mis tíos me apartó de él. Forcejeé con fuerza en el estrecho margen de espacio que me permitían aquellos fuertes brazos.
—Eres mi rayo de sol, me haces feliz cuando el cielo es gris —canté.
Tío Billy Cane Dakin me apartó de allí entre abrazos y susurros.