Capítulo 14

Cuando recogí toda la ropa sucia para llevársela a Tansy, me quedé con la camiseta de papá y la oculté bajo la almohada, en el catre que había en el piso de arriba.

Era domingo. Mamá me ordenó ponerme el peto. Eso significaba que no íbamos a misa. No habíamos ido a misa desde que volvimos de Nueva Orleans. Quizá no íbamos a volver nunca. Puede que en lugar de ir a misa nos dedicáramos día y noche a arrodillarnos frente al baúl lleno de dinero. Mamá no dio explicaciones.

Mamá despertó a Ford y le ordenó bajar a desayunar. Más que sentarse, Ford se dejó caer en la silla y contempló el tazón de cereales que Tansy le había colocado delante. Mamá le puso la cuchara en la mano. Ford revolvió interminablemente los cereales.

—Enfermarás —dijo mamá—. Eso es justo lo que necesito: dos críos enfermos.

Ford me lanzó una fugaz mirada sorprendida. Hice el gesto de vomitarle en el tazón para demostrarle que también yo me encontraba mal.

Tansy se apresuró a darnos la espalda, al tiempo que hizo un ruido raro. Fingió que se trataba de un estornudo, pues sacó un pañuelo del voluminoso delantal y se sonó la nariz, aunque la verdad es que me dio la impresión de que intentaba no reír.

—Claro que fue culpa de Calley, Tansy, ¿cómo ibas a dejar que se atiborrara hasta ponerse mala? —dijo mamá—. Ni se te ocurra darle postre a la hora de comer, ¿me oyes?

—Sí, señora —respondió Tansy mientras le llenaba a mamá la taza de café.

Ford soltó la cuchara, que se sumergió en el tazón de los cereales.

Tansy la recogió con unas pinzas pequeñas de plata. Cuando se la devolvió, Ford la dejó caer con un ruido seco en el mantel.

—Ford, cariño —le rogó mamá—, si no comes te convertirás en un espectro.

—¿Cuándo volveremos a casa?

—Tansy, creo que tus brioches son mucho mejores que los que sirven en el hotel Pontchartrain —le dijo mamá tras volverse hacia ella.

Puede que la mención al hotel Pontchartrain le recordara que quien había horneado allí los brioches había resultado ser una maníaca homicida. Cuando vi que Tansy se ponía lívida, me cruzó por la mente la idea de que mamá podría haber sido más delicada al hacerle el cumplido.

Ford le dio a mamá uno o dos minutos antes de preguntar:

—¿Vas a romper hoy alguna otra ventana?

—Puede que sí. ¿Quieres ayudarme?

—A menos que tenga una oferta mejor…

Mamadee siempre tomaba en la cama el primer café de la mañana. Mamá seguía untando de mantequilla el brioche cuando bajó Mamadee.

Ford rogó inmediatamente a Mamadee que le disculpara, y ésta así lo hizo tras exigirle un beso.

—Discúlpame, Mamadee —dije yo también.

—¿Sigues aquí, Calley? —preguntó Mamadee, que veía marcharse a Ford con la mirada extasiada de un perro que tiene un bistec a la vista.

—Sí, señora.

Desplazó glacial la mirada en mi dirección, hasta que reparó en mí. Luego hizo un mohín, un tzzt.

—Me alegraré cuando el buen Dios me cierre los ojos y no tenga que verte hacer pucheros hasta el día del juicio final.

—Yo también —repliqué enfadada.

—¿Cómo?

—Que yo también me alegraré cuando te mueras.

Me soltó una bofetada y luego me cruzó de nuevo la cara con el dorso de la mano.

—¡Vergüenza! —Se llevó la mano al pecho y cayó a plomo en la silla—. ¡Víboras en el pecho!

Había oído a más de un predicador decir que el buen Dios jamás nos somete a pruebas que no podamos soportar, de modo que quise quedarme a ver si realmente se moría, aún teniendo en cuenta que podía conservar la fuerza necesaria para darme una nueva bofetada y para apelar más al buen Dios, así que me dirigí a la puerta y me quedé afuera.

Superó al instante el ataque al corazón.

—Te juro que esa niña no tiene nada de humano. Un duende debió de llevarse a tu hija y la sustituyó por Calley —aseguró Mamadee a mamá en un tono de voz totalmente normal—. Winston Weems llegará a las once y media, cuando salga de misa.

—¿De veras? —Mamá encendió un cigarrillo—. ¿Ha superado ya el ataque de vesícula?

—Eso parece. Recuerdo lo que me hizo sufrir el mío. Le rogué a Lewis Evarts que me la extrajera y pusiera punto y final al dolor, pero no quiso porque la operación es muy delicada. Estuve en cama desde el día siguiente a Acción de Gracias de 1954 hasta Pascua de 1955, y el domingo de Pascua estaba convencida de que me desmayaría en mitad de la iglesia.

Los recuerdos médicos y quirúrgicos de Mamadee podían continuar, puesto que la lista incluía, aparte de la vesícula biliar, cuatro largos períodos pasados en cama, una operación de apéndice, piedras en el riñón, una histerectomía y una migraña crónica, males que se ensañaban mucho más en Mamadee que en el resto de los individuos que también pudieran sufrirlos.

En lo alto del roble me distraje viendo a Leonard quitar los restos de la puerta acristalada y barrer los pedacitos de cristal de dentro y fuera. Tomó medidas de todo y las anotó en una vieja libreta.

Salió durante una hora y regresó con su anciano padre. Papá Cook era al menos tan anciano y sordo como Dios, pero seguía ayudando a Leonard cuando eran necesarias un par de manos más. No disfrutaba tanto de eso como de dar órdenes a Leonard. Leonard aparcó la antigua camioneta de fabricación casera tan cerca como pudo y ambos descargaron varios tableros de madera contrachapada. Leonard le dijo a Papá Cook qué hacer, y luego Papá Cook, que en realidad no había oído una sola palabra, explicó a Leonard qué había que hacer. Su método pareció resultar eficaz.

Por lo visto, el salón permanecería a oscuras durante la reunión de mamá con el señor Weems.

El vehículo del viejo Weems apareció en el camino al dar las once y media. Llevaba consigo esa enorme cartera de abogado. Se detuvo en el porche para pasarse el pañuelo por la frente.

A esas alturas me encontraba en el tejado de mi ventana, a la sombra del alero, observándolo. Ford se hallaba en el interior, tumbado en la cama de hierro, hojeando un antiguo ejemplar del National Geographic y abriendo y cerrando un encendedor metálico que había encontrado tras los libros de bolsillo del estante que había encima del catre. El encendedor no funcionaba porque no tenía gasolina, pero el chasquido metálico bastaba para irritar y entretener a Ford.

—Acaba de llegar —dije.

Tansy abrió la puerta al señor Weems.

—¿Te parece enfermo? —me preguntó Ford.

—No más de lo habitual. Sigue igual de ceniciento.

Desde lo alto del corto tramo de la escalera alcancé a oír a Tansy acompañando al señor Weems a la biblioteca de mi abuelo. Luego Mamadee acudió a darle la bienvenida al señor Weems.

Silbé a Ford. Éste soltó el National Geographic y ambos nos asomamos en silencio, esperando a que mamá saliera de su habitación.

Tansy subió trabajosamente la escalera y llamó con suavidad a la puerta de mamá. Mamá salió llevando un traje informal a lo Lauren Bacall, compuesto por unos pantalones de seda azul marino con la cintura un poco por encima de la cadera, un jersey a rayas y sandalias de tacón. Llevaba el pelo recogido, lo que le dejaba al descubierto el cuello delgado y los zafiros engarzados en oro que le refulgían en las orejas. No tenía aspecto de viuda. Claro que, aparte de la ropa de luto, tan sólo disponía del vestuario que había escogido para el viaje a Nueva Orleans.

Cuando mamá y Tansy bajaron la escalera y la primera planta quedó despejada, Ford y yo nos metimos en el cuarto de mamá y cerramos la puerta sin hacer ruido. La habitación se encontraba justo encima de la biblioteca. Puesto que la chimenea de la biblioteca comunicaba con la chimenea del cuarto, lo único que tuvimos que hacer fue arrimarnos a ella y pegar el oído a la fría losa de cerámica.

—Señor Weems —oí decir a mamá cuando entró en la biblioteca de Sénior.

—Señora Dakin. —El señor Weems me pareció frío y seco como un hueso recién desenterrado. Me pregunté también si olía de ese modo.

Hubo cierto revuelo en la biblioteca cuando desplazaron unas sillas de un lado a otro. Mamá tomó la más cercana a mí. Mamadee titubeó un instante y finalmente se sentó en la otra silla, que protestó bajo su peso. No quiero decir que Mamadee fuera gorda. Tenía el culo gordo, pero por lo demás estaba bien. Me refiero a que probablemente era la silla la que necesitaba de ciertos arreglos. El señor Weems reposó su huesudo trasero en una tercera silla.

—Confío en que se encuentre mejor —dijo mamá.

—Gracias, querida, así es. —El señor Weems tosió, como si amenazase con una recaída—. ¿Puedo preguntarle cuándo se podrá visitar el féretro?

—Nunca. No voy a permitir que cualquier paleto de Alabama contemple boquiabierto el ataúd de mi marido, e intente imaginar qué hay dentro y qué aspecto tiene. El funeral se celebrará pasado mañana, a las diez.

El señor Weems tamborileó nervioso en los brazos de la silla.

—He hablado con la policía —dijo—, y también con un agente de la sede que tiene la Oficina Federal de Investigación en Birmingham. Al FBI le gustaría entrevistarla de nuevo en cuanto le sea posible. Han llevado a cabo el registro de la casa. Ni la policía ni el FBI tienen objeción alguna a que regrese a su hogar, aunque el acreedor hipotecario sí tiene objeción.

—¿Acreedor hipotecario? —Aunque a mamá se le quebró la voz, en seguida se recuperó para añadir—: No hay embargo de la propiedad. Joseph la compró a tocateja. Era nuestra y nos pertenecía sin duda alguna.

—Lamento decirle, querida señora, que no es así. Su difunto marido, que Dios lo tenga en su seno, hipotecó totalmente la propiedad. Hace un tiempo que venció el plazo para redimir la hipoteca. De no haber sido por la tragedia, el desahucio se hubiera llevado a cabo el Miércoles de Ceniza. El acreedor hipotecario ha sido paciente debido a la naturaleza de las circunstancias.

Mamá se levantó de un salto.

—¡No le creo! ¡Es mentira! Me lo hubiera contado. Nunca mantuvo en secreto nada relacionado con los negocios. ¡Sabe perfectamente que él siempre me quiso al corriente de todo! Se lo oyó decir, decir que el diablo se lo llevara si permitía que su viuda no tuviera ni idea de la situación económica a su muerte, como les sucede a muchas esposas. Tengo mi propio talonario de cheques, y no sólo se encargaba de mantenerme el crédito sino que en ninguna ocasión me advirtió de que estuviera gastando demasiado.

Los golpes de Tansy en la puerta interrumpieron la diatriba de mamá. Entró cargada con la tintineante bandeja del café.

Nadie dijo nada mientras lo sirvió. Mamá encendió un cigarrillo y se puso a buscar un cenicero justo debajo de donde yo me encontraba.

En cuanto Tansy cerró la puerta al salir, mamá retomó el tono airado con el que se había dirigido al señor Weems.

—Winston Weems, ¡esto es absurdo, una locura!

—Pero es la verdad —aseguró envarado el señor Weems—. El acreedor hipotecario es el Banco de Atlanta y Depositaría de Atlanta, Georgia. Evidentemente, su difunto marido no quería que nadie en Alabama estuviera al corriente de sus apuros económicos. Muy astuto por su parte.

Mamadee sorbió el café. Me sorprendió el hecho de que hubiera guardado silencio.

—Quiero ver la hipoteca. Y el testamento de Joseph, ahora mismo —dijo mamá.

El señor Weems suspiró. Siguió al suspiro el chasquido metálico de los cierres de la cartera de cuero, que abrió para extraer un documento.

—Hipotecas —corrigió a mamá—. También los concesionarios fueron hipotecados. Su difunto marido ha estado desnudando a un santo para vestir a otro. Me temo que es muy posible que se haya producido un fraude. — El señor Weems sonaba desmesuradamente complacido—. Véalo usted misma.

Depositó una considerable pila de documentos en la mesa del café; después se oyó a alguien revolver entre ellos.

—Aquí está el testamento. Es poco más que un texto modelo. Tal como exige la ley, usted, por ser su viuda, recibirá una tercera parte de sus posesiones.

Mamá expulsó con fuerza el humo del cigarrillo.

—¿A qué clase de juego está usted jugando? Vi el testamento de Joseph cuando usted lo actualizó. No se trataba de ningún texto modelo. Había fideicomisos para los niños, de los cuales yo quedaba instituida en legataria.

—Este último testamento fue ejecutado el 17 de febrero de este año —continuó el señor Weems—. No fue ejecutado en mi oficina. No lo vi hasta que fue descubierto en la caja de seguridad que tenía su difunto marido en el Carroll Trust. En este testamento, Ford Carroll Dakin queda nombrado legatario y recibe dos terceras partes del total.

La respiración de mamá se volvió tan inaudible como el susurro de la brasa del cigarrillo.

—Desdichadamente, no hay total —añadió el señor Weems—. Es decir, no hay bienes, sólo deudas.

—Eso no es posible —dijo mamá.

Se oyó el tintineo de la porcelana mientras se servía un café con un pulso que no podía considerarse firme.

—Mentiras, mentiras y libelos. Cómo se atreve a calumniar a Joseph.

—Puede no creerme, Roberta Ann —respondió el señor Weems—, pero sepa que lamento sinceramente su pérdida, y que también lamento sinceramente haber encontrado en este lamentable estado los asuntos de su difunto marido. El hecho es que le ha legado la tercera parte de menos que nada, y que al joven Ford le ha legado dos terceras partes de menos que nada.

Se levantó. Acto seguido se oyó el chasquido del cierre de la cartera.

—El acreedor hipotecario me pidió que le comunicara que podía retirar objetos personales de la casa bajo mi supervisión. Encontrará la lista en ese pliego, junto a mi renuncia. Buenos días, señora.

Mamá dio un paso hacia adelante y hubo un movimiento súbito. El líquido voló hasta alcanzar algo. A juzgar por el jadeo, quedó claro que ese algo fue el rostro del señor Weems. Mamadee ahogó un grito casi inmediatamente después.

Por un instante se oyó a alguien sorber por la nariz, y el latigazo del pañuelo del señor Weems cuando éste lo sacó del bolsillo de la chaqueta. Se aclaró la garganta y se secó el rostro, luego, la corbata y la pechera de la camisa.

Mamá aspiró con fuerza el humo del cigarrillo. Con fuerza y orgullo. Luego se sirvió tranquilamente otra taza de café.

El abogado recogió la cartera y se dirigió hacia la puerta.

Mamadee lo acompañó pegada a él, murmurándole que estaba profundamente avergonzada, horrorizada, que nunca sería capaz de volver a mirarlo a la cara y que la pobre Roberta Ann estaba tan desquiciada por la pena y la impresión, y no es que eso fuera una excusa… Cosas así.

Mamá resopló desdeñosa. Arañó un poco la superficie de la mesita del café al recoger la documentación. Dio unos pasos hacia el escritorio y dejó caer los papeles con un golpe seco. Las ruedas del sillón del escritorio protestaron cuando se sentó.

Lanzó un suspiro de enfado.

—Joe Cane Dakin —dijo—. ¡Me gustaría desenterrarte y meterte en la picadora! ¡El infierno te parecería un lugar agradable cuando acabase contigo!

Tansy abrió la puerta sin llamar.

Nos tapamos la boca para evitar reírnos mientras escuchábamos a Tansy murmurar entre dientes, indignada, al tiempo que frotaba, frotaba y limpiaba la alfombra y la tapicería.

Ni Ford ni yo volvimos a cruzar palabra hasta que nos encontramos de nuevo en el cuarto de la radio de Júnior. Ford se desplomó en la cama y contempló el techo.

—Todo esto es una jugarreta —aseguró—. Aquí hay gato encerrado. Necesitamos a un detective.

Me senté en el extremo de la cama, junto a Betsy Cane McCall.

—Esto no es la televisión, ni una película o una historieta.

Flexionó el brazo y se puso la muñeca bajo la nuca.

—¿Sabes cómo acabará esto, Dumbo?

—No —respondí al tiempo que negaba con la cabeza.

—La silla. La silla eléctrica. A tu padre lo han asesinado y tu madre pagó a alguien para que lo hiciera.

Cogí a Betsy Cane McCall y se la arrojé.

—¡Mentiroso!

Ford la apartó de un manotazo.

—Tu padre —dije, poniendo énfasis en el posesivo— y tu madre. Irás al infierno por atribuirle a tu propia madre el peor de los crímenes.

—¿Eso crees? Hay cosas peores. No eres lo bastante mayor para saber qué son. Aunque una de ellas tiene orejas como las tuyas.

—Para oír mejor tus mentiras —dije.

—No eres especial. Eres un monstruo. Una regresión Dakin. Sabes qué es una regresión, ¿verdad? — Se puso a cuatro patas e imitó a un asno—. Jijoojijoojijoo —rebuznó. Entonces, dejó de imitar a un burro y se puso en pie—. Eres una degenerada.

Meneé las orejas ante él.

Dio un paso hacia mí, me asió del hombro e intentó tirarme del extremo de la cama. Casi se me cayeron las gafas. Yo le devolví el empujón y le di una patada con la rodilla. Sus bonitos ojos de Carroll se cubrieron de una humedad sospechosa.

Salió cojeando de la habitación. No tenía aguante para mis golpes.

Lo raro fue que en ningún momento mencionó el dinero del rescate, e incluso más extraño fue que el abogado Weems, Mamadee y mamá tampoco hubieran dicho nada al respecto. Era como si se hubiera evaporado.

Me puse bien las gafas y recoloqué a Betsy Cane McCall sobre la almohada.

A primera hora de la tarde fui a ver a mamá.

—Largo —dijo cuando llamé a la puerta. Tenía los ojos llenos de oscura preocupación. Parecía sumida en la tristeza.

Me acerqué a ella y la abracé.

—¿Acaso tienes enormes tapones de cera en los oídos, Calley Dakin? ¿No acabo de decirte que te largaras?

Tocó las llaves que me colgaban al cuello y comprobó el nudo de la cinta de seda. Había sacado la cinta de una de las bolsas de zapatos.

—Calley, he leído esos documentos hasta volverme medio ciega. Joe Cane Dakin se ha condenado a arder en el fuego del infierno por lo que me ha hecho. Esa cinta y la llave que tienes alrededor del cuello son lo único que nos queda en este mundo, así que será mejor que no las pierdas.

Pude haberle preguntado por el dinero del rescate, pero justo en ese momento oí el Edsel. De todos modos, me habría mentido. Eché a correr para saludar a tío Billy Cane Dakin.