Capítulo 13

El doctor Evarts había nacido y se había criado en Chicago, había acudido al instituto en la ciudad de Nueva York y había estudiado la carrera de medicina en Boston. Se había establecido en Tallassee, Alabama, por la sencilla razón de que allí no tendría competencia alguna. Antes de su llegada, el médico más cercano pasaba consulta en Notasulga, a treinta y cinco kilómetros de distancia. Con lo que prácticamente podía considerarse un monopolio en Tallassee, el doctor Evarts ganaba más de cincuenta mil dólares al año, dólares de 1958. La ciudad le ponía la consulta. Se había asegurado la fidelidad de la clientela al contraer matrimonio con una enfermera diplomada, una mujer eficiente y razonablemente atractiva. Era un matrimonio práctico e inteligente, tal para cual si así podía considerarse el fruto del amor al dinero por parte de él y el ansia de alcanzar una mayor posición social por parte de ella. También era el propietario de un modesto hospital donde residían algunos ancianos muy enfermos, en lugar de hacerlo con sus queridos y más cercanos parientes, y donde algunos de los bebés que más costaba traer al mundo lograban nacer, o no. El doctor Evarts recibía su parte cuando recomendaba farmacias, farmacéuticos y empresarios de pompas fúnebres, y también cuando derivaba pacientes a los principales centros hospitalarios de Montgomery, lo que solía suceder con motivo de operaciones complicadas. Era recibido en las mejores casas casi como un igual. Ni más ni menos; después de todo, nadie iba a confundirle jamás por un sureño de verdad.

Exceptuando las vacaciones que se tomaba dos veces al año, estaba disponible veinticuatro horas al día, todos los días del año. Había contratado a un médico retirado de Montgomery para que cuidara de la consulta cuando se ausentaba durante las vacaciones, no porque le importasen los pacientes, sino por temor a alentar las visitas a otros médicos próximos a Tallassee.

Por supuesto, no sólo tenía que lidiar con Mamadee, sino también con el resto de los grandes del reino. Así los llamaba papá, entre otras cosas, lo que me confundía (cuando apenas era un bebé) y me llevaba a pensar que todas las personas superiores de Tallassee estaban de algún modo emparentadas conmigo a través de Mamadee. Los grandes del reino y los politicastros de tres al cuarto exigían mucha atención, satisfacción inmediata y, luego, eran de los que le discutían la minuta.

El doctor Evarts trataba también numerosas enfermedades de los pobres y abyectos blancos del campo de Alabama cuando eran capaces de reunir uno o dos dólares. Pálidos, deformes e indigentes, estos desdichados llevaban vidas al margen de todos los demás, a excepción del trabajador social, el alguacil y el médico. Eran atormentados por enfermedades que los profesores del doctor Evarts le habían asegurado que estaban erradicadas. El dólar que les exigía por visitarlos en la consulta apenas cubría costes, y sólo por ese motivo disfrutaba del sueño de los justos y los honrados. Sin embargo, no tenía una mentalidad tan avanzada como para tratar a la gente de color. Para ellos, los cuidados médicos más cercanos se hallaban en Tuskegee, y no le preocupaba lo más mínimo cómo se las apañaran para llegarse allí o cómo reunían el dinero para pagar la visita. Más tarde me enteré de que cuando un hombre de raza negra cometía el error de entrar en la consulta, la señora Evarts decidía si las quejas de éste correspondían a la sífilis y, en caso de ser así, el doctor Evarts lo enviaba a Tuskegee, a participar en un estudio que con el tiempo se haría famoso, en el cual la sífilis no se trataba. No fue el primero ni el único que siguió esta práctica; todos los médicos blancos del país habían decidido hacerlo así, como parte del estudio. He leído que los médicos negros también lo hicieron.

Era un hombre atractivo, con una abundante mata de pelo cano, o eso decían todas las damas. Debía de rondar los cuarenta y algo cuando lo conocí. Había mirado con interés a mamá antes de contraer matrimonio, al menos eso aseguraba Mamadee. Mamá contenía la sonrisa siempre que el tema salía a colación. Me resulta poco probable, dado que mamá debía de tener diez u once años cuando el doctor Evarts se instaló en Tallassee. La mayoría de lo que sé de él lo descubrí de pequeña, gracias a las conversaciones entre mamá, Mamadee y sus amigas que escuché a escondidas. El resto lo averigüé años después, cuando me puse a investigar el asesinato de papá.

Mamadee nos había ordenado a Ford y a mí retirarnos a nuestros cuartos. Ford se entretuvo en la balaustrada de la escalera regia del vestíbulo de Mamadee, atento y escuchando. Salí por una puerta lateral y trepé por el roble más próximo, el que daba al salón, mano sobre mano y en calcetines. Pude ver claramente a mamá, quien en ese momento hacía una pausa para encender un cigarrillo. Luego siguió rompiendo

krikkrik

los pedazos de cristal que habían sobrevivido en los marcos de la puerta acristalada. Blandió el atizador de plata con el cigarrillo en los labios. Rompió los marcos con un ruido parecido al que hacía el hueso de la suerte al partirse.

El negro Lincoln comprado hacía dos años del doctor Evarts circuló por la grava que cubría el camino. Mamadee le abrió personalmente la puerta antes de que pudiera llamar al timbre.

Mamadee introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta de par en par.

Mamá ya había escondido el atizador tras el cojín del sofá más cercano. Aplastó el cigarrillo en los restos de la puerta acristalada.

Antes de cruzar el umbral, Mamadee fingió sorpresa ante la destrucción que había ocasionado mamá.

Tras dejar el maletín en el sofá, el doctor Evarts habló a mi madre en tono tranquilizador.

—Vamos, Roberta Ann.

Despeinada, descalza y con las piernas al aire, mi madre dio un paso hacia el doctor Evarts y se medio desmayó en sus brazos.

—Oh, Lewis. —Sollozó. Al cabo, alzó el rostro hacia el techo antes de añadir—: ¡Gracias, Dios mío, gracias, gracias por enviarme a un amigo en un momento de necesidad!

Por supuesto, mamá sabía perfectamente que habían llamado al doctor Evarts. Éste la acompañó al sofá, al que mi madre se dirigió cojeando, con las rodillas flexionadas como si estuviera a punto de caerse.

—Roberta Ann —dijo serio el doctor Evarts—, ya sabes que tu madre es tu mejor amiga. Lo has pasado muy mal últimamente, ¿verdad? Perdóname, querida, soy un despiste. Te ruego que aceptes mis más sinceras condolencias.

Mamadee ofreció a mamá un pañuelo, con el cual ésta se secó las lágrimas mientras el doctor Evarts sacaba una jeringuilla del maletín.

—Me juego algo a que no has dormido desde que empezó esta horrible tragedia —dijo mientras expulsaba el aire de la jeringuilla, de cuya aguja salió un chorro de líquido.

Al reparar en ella, mamá retrocedió.

—No necesito eso, sea lo que sea, Lewis. Sólo necesito que ese maldito abogado me responda.

Jeringuilla en mano, el doctor Evarts le frotó con un algodón el brazo que tenía más cerca.

—Esto te ayudará a descansar, querida. —Hizo una pausa para contemplarle sin pudor las piernas.

Ella libró el brazo.

—¿Quién coño te crees que eres, Lewis Evarts? Mamá quiere que me dejes inconsciente para encerrarme en un sanatorio mental, ¿me equivoco? Quiere que todos me tomen por loca. Pues resulta que no lo estoy. Estoy tan cuerda como puedas estarlo tú, Lewis.

El doctor Evarts lanzó un suspiro y bajó la jeringuilla.

—Roberta Ann, nadie va a encerrarte en un sanatorio mental. A ver si ahora colaboras un poco y descansas. Por la mañana te sentirás mucho mejor.

—¡No! Ya puedes coger esa jeringuilla y clavársela a mamá, si eso es lo que pretendes. Luego me acercaré a casa de Winston Weems y responderá ante mí o sabré por qué escurre el bulto de esta manera.

El doctor Evarts lanzó una mirada fugaz a Mamadee, que permanecía de pie cruzada de brazos, sin apartar la vista de mamá.

—Ha sufrido un ataque de vesícula biliar —explicó a mamá el doctor Evarts—. Estuve allí no hará una hora. Ya no es precisamente un retoño, Roberta Ann. Lo sucedido también ha supuesto un terrible trastorno para él.

Mamá parecía sorprendida. Al menos, ésa fue la expresión que le asomó al rostro.

Encaramada a la rama del árbol, percibí la mentira en labios del doctor. Mamá no, claro, aunque la dio por sentada. Era incapaz de captar la mentira en su propia voz. Pero ¿era capaz de percibir la mentira en labios de otros? ¿Cómo podía reconocerla? Me he preguntado a veces si no se pasó la vida dando por sentado que todos le mentían continuamente, debido a que era incapaz de distinguir cuándo lo hacían.

—Lo sabía —dijo Mamadee—. Roberta Ann Carroll, menudo disgusto le habrás dado a un anciano, demasiado perjudicado para acudir corriendo y ponerse a tu disposición. ¿Qué pensaría tu padre si llega a ver cómo te comportas?

El doctor Evarts cogió de nuevo la jeringuilla y le tomó el brazo a mamá.

—Lewis —dijo mamá—. Devuelve esa cosa al maletín y tráeme una copa de bourbon. Eso y un cigarrillo es cuanto necesito para serenarme y dormir como un bebé.

El doctor Evarts inclinó la cabeza y guardó la jeringuilla.

—Lewis —protestó Mamadee.

—Señora Carroll —dijo el doctor, poniéndose en pie—. Creo que un poco de bourbon no nos perjudicará.

Mamadee le lanzó una mirada cargada de veneno. Aparte de tener en casa un piano afinado que no permitía tocar a nadie, una de las costumbres que Mamadee siguió manteniendo tras la muerte de capitán Sénior fue tener en casa una excelente reserva de los mejores bourbon. Era sabido por todos. Su círculo de amistades disfrutaba del desafío de obligarla a convidarlos a una copa. Ford asaltaba la reserva siempre que íbamos de visita, aunque sólo fuera para demostrar que podía hacerlo.

Mamadee se acercó al aparador del salón, en cuyo interior, tras las puertas de cristal, había docenas y docenas de copas de vidrio, todas llenas con sus respectivos gramitos de aire. De día, cuando corrían las cortinas, las copas descomponían la luz en un arco iris, igual que lo hacían los prismas en los anticuarios que mamá y yo solíamos visitar. Tras las puertas de cristal había unas de caoba, y tras ellas las jarras de cristal tallado, muy parecidas a las del ático B del hotel Pontchartrain, en Nueva Orleans.

Ford trepó por la parte del árbol que quedaba oculta a la casa para espiar conmigo el salón.

Mamá se sentó sobre sus pies en el sofá y encendió un cigarrillo. Mamadee sacó tres copas y una jarra de bourbon. Mientras lo servía, el doctor Evarts admiró la caída del licor en el cristal.

Toqué la llave que llevaba atada de una cuerda alrededor al cuello. Estaba lo bastante hambrienta para comérmela y acabar con la cuerda a modo de postre. Afuera hacía frío y estaba temblando. Cedí el árbol a Ford, me deslicé por el tronco y me puse de nuevo los zapatos.

Encontré a Tansy en la mesa de la cocina, comiendo un pedazo de la tarta de fruta que se suponía iba a ser el postre. Sin esperar a que me invitara, me senté a la mesa en la otra silla que había. Tansy se levantó para acercarme un plato algo desportillado y un vaso turbio de la alacena donde tenía los platos que usaban Leonard y ella. Me sirvió leche y, luego, asió la pala de servir para llenarme el plato de tarta, que a continuación remató con una bola de helado de vainilla. Finalmente, me lo acercó junto con una cuchara.

Se sentó con un gruñido mientras yo me disponía a comer, y me estuvo observando mientras devoraba la tarta y apuraba el vaso.

—¿Te queda un hueco para el pastel de pollo? —preguntó en tono sarcástico.

Asentí con decisión.

Se levantó de nuevo y me ofreció una porción del pastel que había reposado encima de la estufa, razón por la cual seguía caliente. Me llenó de nuevo el vaso.

—Eres la única a la que le gusta mi comida. El Señor me humilla. Todo lo que se hace contra lo mío, se hace contra mí.

—Gracias, Tansy. ¿Viste la nieve?

—¿Nieve? ¡Nieve en Alabama! ¡Mentir es pecado, señorita Calley Dakin!

—¿Tienes cinta adhesiva? —pregunté, decidida a cambiar de tema.

—¿Y si la tengo?

—Necesito un poco.

Me observó unos instantes, intentando decidir si era lo bastante responsable para confiarme la cinta adhesiva. Cuando hube limpiado el plato y apurado de nuevo el vaso de leche, le di las gracias y me dio un rollo de cinta adhesiva que los años habían amarilleado.

—No te metas en líos con mi cinta adhesiva —me advirtió.

Levanté la mano derecha e hice el juramento de las exploradoras, con dos dedos en alto y el pulgar cruzado en la palma, juramento que me habían enseñado las niñas mayores en el patio del colegio.

—¿Qué es ese gesto de bruja?

—Que lo prometo —dije.

—Bueno. De verdad que me agotas, niña.

La dejé mascullando en la cocina no sé qué acerca de los niños malcriados y acerca también de lo que su madre le hubiera hecho de haber tirado la comida, por no hablar de haber desperdiciado algo tan lujoso como la cinta adhesiva.

Subí corriendo dos tramos de escalera hasta llegar a mi habitación. La parte pegajosa de la cinta estaba casi seca, y no tardé en acabar el rollo. La cinta constituía una venda fea e inútil. No bastaría para mantenerle unida la cabeza al cuello a la muñeca Betsy McCall.

Hacía tanto frío en la habitación como afuera. Tenía el estómago lleno, y apenas tuve tiempo de sacar el orinal de debajo de la cama antes de que el pastel de pollo, la tarta de fruta, el helado y los dos vasos de leche reaparecieran, algo usados, en el orinal.

Poco después de marcharse el doctor Evarts en su coche, oí los pasos de mamá en la escalera. Al poco, la puerta del dormitorio de mamá se cerró con fuerza en el piso de abajo.

—¡Roberta Ann! —voceó Mamadee al pie de la escalera. Mamá no respondió.

Bajé la escalera con el orinal en una mano, y llamé a la puerta de mamá, que después de correr el cerrojo me abrió en seguida. Me observó, reparó en lo que llevaba y torció el gesto.

Pasé junto a ella y me metí en el baño para librarme del contenido del orinal.

Mamá permaneció bajo el dintel de la puerta abierta del baño.

—Supongo que Tansy te ha dejado comportarte como una cerda.

Enjuagué el orinal en la pila y luego hice lo mismo con mi boca tras apropiarme del Listerine de mi madre.

—¿Quieres que te dé un masaje en los pies, mamá?

—Voy a darme un baño, Calley. Puedes esperarme en la cama. Ve a por el pijama mientras tanto.

Era más de lo que podía esperar.

Hacía cuatro días al menos desde que los pijamas habían pasado por la lavadora del hotel Pontchartrain. Los tiré al suelo junto al vestido gris, las bragas y los calcetines. Tenía unas bragas limpias, así que me las puse y caminé de vuelta a la habitación de mamá.

—Los pijamas están sucios —le expliqué cuando me dejó entrar.

Lanzó un largo suspiro desconsolado y revolvió el armario hasta encontrar una camiseta de papá. Era de algodón, y estaba un poco dada de sí debido al uso y a los muchos lavados. Al ponérmela parecía más un camisón que me viniera grande, pero al menos estaba limpia. Estaba más que limpia. De pronto tuve la sensación de que papá me envolvía con sus brazos.

—No te pongas esas bragas en la cama —me advirtió mamá, como si yo no supiera que llevar puestas las bragas de noche era algo que no debía hacerse.

Me quité las bragas, las recogí y las doblé como solía encontrarlas en el cajón de casa: con los extremos plegaditos, como si fueran un sobre.

Ya entre las sábanas de mamá me abracé a la almohada. A medida que la camiseta de papá me hacía entrar en calor, me di cuenta de que había dejado de temblar de frío. Me encontraba mejor del estómago. Quizá por ello pensé en Ida Mae Oakes. Concebí la esperanza de que quizá iría a visitarme, aunque sólo fuera para darme el pésame. Quizá acudiría directamente a Ramparts, llamaría a la puerta de la cocina y Tansy le ofrecería un refrigerio, a pesar de lo cual insistiría en que debía verme antes. O puede que fuera al funeral o al velatorio.

Mamá tuvo que despertarme al llegar a la cama. Y empezamos un nuevo ritual.

Mamá había ordenado a Leonard encerrar el baúl del rescate dentro de un antiguo baúl de cedro aún mayor, situado al pie de la cama. Me tiró del cuello, de la llave que llevaba atada a la cuerda de seda roja. Aquella primera noche en casa de Mamadee, cuando me despertó de nuevo, abrió el baúl de cedro y comprobó el otro baúl. Mamá no permitía que me quitara la llave del cuello. Así que tuve que arrodillarme frente a ambos baúles para introducir la llave en las cerraduras. Fue como arrodillarse junto a la cama, y tuve la sensación de que debía pronunciar la oración.

Aquella noche soñé por primera vez que encontraba el baúl y lo abría. A veces, en sueños, incluso a estas alturas, encuentro el dinero del rescate. A veces encuentro a papá, vivo, doblado sobre sí como si nada, como un muñeco sorpresa, dispuesto a incorporarse y sorprenderme. Y a veces encuentro lo que cabría esperar que encontrase en sueños: la pesadilla, la sangrienta, escabrosa y desapacible pesadilla.