Capítulo 12

Ramparts se alzaba casi en el punto más elevado de la pequeña ciudad de Tallassee. La casa estaba rodeada de varios acres de antiguos robles cubiertos de musgo. A todos los efectos, Ramparts era el museo Carroll, dedicado a la eterna glorificación de los Carroll. Apenas había una pared que no contara con el retrato de uno u otro Carroll, o de varios: jueces Carroll, senadores del Estado Carroll, un alcalde Carroll, un fiscal del Estado Carroll, un congresista Carroll, un general Carroll y tres capitanes Carroll.

Supongo que todos aquellos Carroll fueron como todo hijo de vecino, una mezcla de bondad y maldad, de fuerza y debilidad. De hecho, la mayoría de ellos había tenido esclavos, y todos ellos habían sido buenos segregacionistas, del tipo de blancos adinerados que apoyaban en secreto o ignoraban al Klan y sus actos de terrorismo. Quiero decir que eran unos hipócritas, como la mayoría de nosotros.

No llegué a conocer al abuelo, Robert Carroll Sénior, porque murió antes de nacer yo. Fue capitán durante la primera guerra mundial, y Mamadee siempre se refería a él de ese modo, capitán Carroll. Mamá solía decir que la ciudad era demasiado pequeña, y que todos se conocían demasiado bien para que Mamadee lo llamase general Carroll, pero que lo hubiera hecho de haber podido. Robert Carroll Sénior había sido el único heredero del Carroll Trust Bank y demás propiedades Carroll, en los tiempos en que había plantaciones y un par de molinos de uno u otro tipo. De hecho, había incluso una población llamada Carrollton en Alabama occidental, aunque si algún Carroll vivía en ella, Mamadee no debía de relacionarse con ellos.

Aunque el Carroll Trust Bank no llegó a hundirse cuando la Depresión, la fortuna de los Carroll sufrió las consecuencias, o eso aseguraba Mamadee en sus arranques de tacañería. El capitán Sénior se las apañó para mantener el banco y Ramparts, y para proporcionar a Mamadee los Cadillac y una renta suficiente para apartarla de la casa de caridad. Mamadee ahorraba en las cosas más nimias, al tiempo que era capaz de justificar gastos más importantes en aras del valor. Dudo que alguna vez llegase a estar tiesa, ya que he reparado en que este comportamiento se da a menudo en la gente rica. Quizá sea una fugaz manifestación del sentimiento de vergüenza lo que empuja a los ricos a escatimar los céntimos, al tiempo que se rodean de grandes lujos sin el menor titubeo, aunque puede que eso sea suponer mucho por mi parte.

En el salón de Ramparts había un piano de cola Chickering. Había permanecido cerrado durante todos los años de mi corta vida, exceptuando el día de la visita anual del afinador. Mamadee no lo tocaba, pero tampoco estaba dispuesta a permitir que otro lo hiciera. Tampoco mamá tocaba el piano, y yo no había podido descubrir si alguien en la familia había sabido tocar. Lo que sí sabía era que se trataba probablemente del único piano en todo el mundo que ejercía más como enorme pedestal para candelabros, jarrones de flores o un retrato de boda con marco de plata que como instrumento musical.

Mi estancia favorita en Ramparts era la antigua biblioteca del capitán Sénior, entre otras cosas porque Mamadee casi nunca entraba allí. La llamaban «biblioteca» porque en su interior había una estantería, aunque casi nadie abría los libros que ocupaban los estantes. Los antiguos volúmenes se cubrían de polvo, los bordes de las páginas crujían y los lomos de cuero se desdoblaban y desprendían. Cada vez que cogía uno acababa estornudando. La mayoría de aquellos libros versaban sobre exploradores e incluían ilustraciones con muchos mapas en tonos pastel: azul celeste, verde menta, rosa, amarillo mantequilla. Desde entonces he disfrutado contemplando mapas, esas gloriosas ilusiones que nos permiten saber dónde nos encontramos.

En la pared, detrás del escritorio, había varias fotografías del capitán Sénior; en todas ellas estaba rodeado de hombres, armas y perros. En ninguna aparecía con Mamadee. La foto de la boda se encontraba en el vestíbulo, y la grande de Mamadee vestida de novia era la que reposaba encima del Chickering.

Un Victrola de 1913 con una placa en su interior en la que se dejaba constancia de su pertenencia a la Víctor Talking Machine Company se hallaba junto al sillón favorito del capitán Sénior, en cuyo asiento, a pesar del paso de los años, aún se distinguía el hueco de sus posaderas. Cuando era más pequeña, casi me había roto el brazo tirando de la manivela para hacer girar el plato del Victrola. Al igual que el ataúd de papá, el Victrola, o más bien el armarito, era de caoba; lo sabía porque Mamadee y Tansy, su criada, me habían advertido en más de una ocasión que no lo rayara.

En el interior del armarito había enormes discos antiguos. A nadie parecía importarle que los rayara. Había estado jugando con ellos desde que era un bebé. Pesaban mucho, y tenían el canto afilado. Cuando era demasiado pequeña para cargar con ellos, cogí uno y se me cayó a los pies. Aún recuerdo cómo se enrojecieron mis piececillos.

Los 78 sonaban como si los hubieran grabado en el fondo del mar, y estaban perfectamente perforados.

Tapsusurrsusurrsusurrsusurr

Aunque más adelante descubrí que los gustos musicales del capitán Sénior eran pedestres, en aquel momento, los 78 me obsequiaron con su agradable sonido. Alabama Jubilee, Hará Hearted Hannah, Red River Valley, Down Yonder, The Tennessee Waltz y Goodnight, Irene son algunas de las melodías que recuerdo.

Al lado de la chimenea reposaba la radio Superheterodyne de Westinghouse. Funcionaba perfectamente, a pesar de lo vieja que era. No había televisor en aquella habitación, ni en ningún rincón de Ramparts. Mamadee creía que la televisión era un capricho pasajero, como las películas en tres dimensiones. A juzgar por cómo solía evitar el televisor que había en nuestra casa de Montgomery, sospecho que le tenía miedo.

Me acerqué a la estantería y abrí el armarito para sacar algunos discos.

—Calley, te veo más que dispuesta a rayarme ese mueble. Ve arriba y deshaz el equipaje —me ordenó Mamadee tras asomar la cabeza por la puerta.

Visitábamos Ramparts tan a menudo que teníamos asignadas habitaciones propias. El cuarto de mamá se remontaba a su adolescencia. Papá solía hacerle bromitas a mamá respecto a la cama cuando acudíamos de visita. Mamadee no había efectuado un solo cambio en la habitación desde que mi madre se casó con papá, de modo que mis padres se veían obligados a dormir en la antigua cama de mamá. Por suerte, al menos era una cama doble. Un poco apretujados, afirmaba papá, pero estaban cómodos.

Para mí, lo más interesante del cuarto de mamá era la instantánea a color de ella, encajada en el marco del espejo del tocador. La fotografía estaba algo arrugada, y en ella mi madre vestía una blusa sin mangas y unos amplios pantalones cortos de los cuarenta. Estaba sentada en el pretil de una terraza, con la espalda apoyada en una pilastra, y se abrazaba las rodillas.

Tenía el cabello peinado con la raya al medio, rizado y echado hacia atrás en un estilo muy años cuarenta que nunca he logrado saber cómo se consigue. No es que haya intentado peinarme así. Sabía que mamá tenía ese aspecto cuando conoció a papá.

La habitación de Ford había pertenecido al hermano pequeño de mamá, Robert Carroll Júnior. Del techo colgaban algunos aviones de madera de balsa, y sobre el escritorio había una copia enmarcada de Invictus. El estante estaba a rebosar de novelas juveniles de aventuras, en cuyas páginas abundaban los Toms, Joes, Franks, Dicks y los «cáspitas» y «carays» y «albricias». Recuerdo vagamente los banderines que decoraban las paredes y un diploma que colgaba junto a una borla dorada.

Otro dormitorio, amueblado con dos camas, había pertenecido a las hermanas mayores de mamá, Faith y Hope. Lo sabía porque mamá me lo había dicho en una ocasión. Tenía la convicción de que o bien se hallaban encerradas en la cárcel, que era el peor sitio del mundo a excepción del infierno, o bien habían muerto. Había retratos, fotografías e instantáneas de Júnior por doquier en Ramparts, aunque no recuerdo haber visto una sola fotografía de Faith y Hope. Podría haber dormido allí, pero las camas nunca estaban hechas, las alfombras estaban enrolladas al pie de la pared, y todo allí estaba cubierto por guardapolvos. Me parecía curioso que la carpintería del marco de la puerta estuviera salpicada de agujeros. Supuse que en algún momento la habitación había sido entablada. No me hubiera sorprendido, ni tampoco que a Faith y Hope las hubiesen dejado morirse de hambre en su interior, como castigo por algo que Mamadee había considerado que constituía un desafío. Quizá por haber rayado la madera de caoba del Victrola.

La habitación que yo solía utilizar se encontraba arriba, separada de las demás por un puñado de escalones, bajo el alero. Aunque en tiempos le había servido de habitación al servicio. Júnior se apropió en algún momento del angosto espacio, aunque nunca había llegado a dormir allí. Al encontrarse situada en lo alto de la casa, sus radios debían de haber disfrutado de mayor recepción. Había en la habitación una cama individual de acero esmaltado en marrón, un armarito con una radio de baquelita encima, y una silla y una mesa de escritorio que habían conocido tiempos mejores. En el escritorio había una radio de onda corta, una pila de folletos y libros antiguos sobre radioaficionados y un fonógrafo portátil. De una de las perchas del armarito colgaba una bolsa de redecilla llena de bolas de naftalina, y al pie había una caja de madera anaranjada repleta de discos, en cuyas fundas podía leerse el nombre de Bob Carroll Júnior.

Yo prefería la caja de los discos al tesoro de los piratas. Los discos eran más recientes que los de capitán Sénior; muchos de ellos podían escucharse aún en la radio. La caja incluía grabaciones de Charlie Parker, Count Basie, Duke Ellington y Dizzy Gillespie, y más, por ejemplo éxitos (tal como los llamaban en los programas radiofónicos) como Don’t Sit Under the Apple Tree, Swinging on a Star, Rum and Coca—Cola y Sentimental Journey.

Entre los discos guardaba un cincel herrumbroso que había sustraído de una caja de herramientas del establo, por si acaso a Mamadee se le ocurría entablar la habitación conmigo dentro. Ya era lo bastante alta para salir por la ventana, así que probablemente no lo necesitaría, pero lo dejé por consideración a cualquier otro niño, en caso de que a Mamadee se le ocurriera en el futuro entablar la puerta.

Debajo de la cama de hierro había un orinal de porcelana con la tapa descascarillada. Encima de la cama, unos cuantos libros polvorientos, con el nombre inscrito de Robert Carroll Júnior, reposaban en un estante de madera de fabricación casera. A Field Guide to the Birds of Eastern and Central North America, de Peterson, era uno de ellos. Era la primera edición, publicada en 1934, y no es que entonces eso de la primera edición significase nada especial para mí. Otro de los libros era Birds of North America, también de 1934, con 106 láminas a todo color firmadas por Louis Agassiz Fuertes. Era un libro antiguo y pesado como la Biblia, lo cual a mis ojos le confería cierta autoridad. Era más sencillo tomar de la estantería North American Trees: Guide, de Hall, sin necesidad de abrirme la cabeza. El tercer libro dedicado a las aves era el más reciente de todos, una edición de 1946 de la Audubon Bird Guide: Eastern Land Birds, de Richard Pough. Tenía el lomo verde y me encajaba cómodamente en la mano. Había tres o cuatro más, todos ellos dedicados al estudio del mundo natural, y en los márgenes alguien había escrito notas con una caligrafía difícil de entender. Llevaba mirando aquellos libros desde que fui lo bastante alta para alcanzarlos en la estantería, antes incluso de aprender a leer. Por suerte, Mamadee ni se acercaba a la habitación, de modo que no tenía que preocuparme de que me sorprendiera con ellos y me los quitara, algo que estoy convencida de que hubiera hecho de descubrir que disfrutaba con ellos.

En una ocasión oí que Mamadee comentaba a una de las mujeres con las que jugaba al bridge que la muerte de su Bobby había matado también al capitán Carroll, seguro como que dos y dos son cuatro. Supuse que quería decir que el capitán había muerto de tristeza, destino habitual de los desamparados de Alabama. Ya que papá había muerto, si es que había muerto de verdad, tenía que plantearme si yo podía morirme de pena también.

Casi al alcance de la mano, frente a la ventana, uno de los antiguos robles susurraba y crujía, y en él, los pájaros y las ardillas se dedicaban a sus cosas.

Leonard, el jardinero de Mamadee, me había dejado la maleta en la cama y el gramófono en el suelo; mi muñeca Betsy Cane McCall y la cajita con las muñecas también reposaban en la cama. Había abierto la ventana unos centímetros para ventilar la habitación; hacía frío. Arrojé el abrigo sobre la colcha, abrí la maleta y uno de los cajones del armario, y arrojé el contenido de la primera en el segundo, para cerrarlos a continuación con fuerza. Deslicé la maleta del gramófono bajo la cama, junto al orinal de porcelana, con lo que sólo me quedaban la muñeca y la caja de las muñecas. Levanté la tapa y miré el interior. Betsy McCall Seguía Hecha Pedazos. En Ramparts.

Me rugió el estómago. Bajé las escaleras de dos en dos y atravesé como un vendaval las puertas de la cocina. Tansy dejó de cortar a daditos las zanahorias.

—Un día arrancarás los goznes de la puerta —dijo Tansy—. Vete, niña. No quiero a ningún crío dando vueltas por mi cocina. Alguien podría hacerse daño.

—¡Tengo hambre! —protesté—. ¡Me muero de hambre!

—Igual que un millón de chinos. Vete.

Tansy cocinaba y se encargaba de las labores del hogar más llevaderas; encontraba defectos en las tareas de la interminable serie de apuradas mujeres que acudían para el trabajo duro. Mamadee había despedido a todos los criados que había tenido, eso cuando no los había forzado a abandonar el puesto. Tansy había sido despedida o se había marchado de todas partes, así que el único empleo que podía conservar era el de Ramparts. Ambas estaban condenadas a entenderse. Tansy era para Mamadee alguien a quien regañar a diario, y Mamadee era para Tansy alguien a quien odiar a diario.

Salí dando un portazo y atravesé el pasillo en dirección a la biblioteca.

Ford salió de la nada y me aferró de la muñeca. Me apartó de mi camino y al tirar de mí me dio la vuelta para ponerme de cara a la pared, todo ello al tiempo que me aferraba el brazo a la espalda. Abrí la boca para gritar, pero me dio un rodillazo en la base de la columna, así que no hubo forma de que el aire me llegase a los pulmones.

—Shh —me susurró al oído mientras me empujaba al lavabo de las visitas. El aliento le olía a bourbon, lo que significaba que había logrado burlar de nuevo las salvaguardas del mueble de los licores de Mamadee. Me empujó al interior y cerró la puerta al entrar. Finalmente pude volverme para mirarlo. Tenía el pelo revuelto, como si hubiera estado llorando. Le goteaba la nariz, que en ese momento se secó con el dorso de la mano.

—Me estoy volviendo loco —dijo con voz rota—. No puedo soportarlo más. Mamá encargó a esas dos mujeres asesinar y descuartizar a papá. No sé cómo, pero lo hizo. Tú lo sabes. A ti no se te escapa ni el pedo de un ratón. —Me amenazó con el puño en alto—. Dime ahora mismo cómo y por qué hizo tal cosa, o te juro que te mato, Dumbo. ¡Te arrancaré las estúpidas orejas de tu estúpida cabeza, y luego te las meteré en la garganta!

—¡Ella no lo hizo! —exclamé; después, bajé el tono de voz hasta convertir mis palabras en un susurro—. Mamá no hizo eso que acabas de decir. Eres un mentiroso, Ford Carroll Dakin, un mentiroso y un abusón.

Nos miramos fijamente durante largos segundos.

—Yo seré el siguiente a quien matará —dijo finalmente Ford—. Eso te gustaría, ¿verdad? Incluso la ayudarás.

Negué con la cabeza.

—Pues claro que la ayudaría, pero mamá no va a matarte. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a matar a papá?

—Por dinero —susurró él—. Si se libra de mí, tendrá todo el dinero.

Sabía que el dinero era algo importante. Mamadee y mamá lo mencionaban a menudo. Sin embargo, era incapaz de comprender qué podía tener que ver ninguna cantidad de dinero con lo que le había pasado a mi padre, sobre todo teniendo en cuenta que no sabía muy bien qué era lo que le había sucedido exactamente, aparte de que dos locas lo habían matado, lo habían hecho pedazos y luego lo habían metido en un baúl. Mamá no había matado a papá; fueron esas mujeres quienes lo hicieron. Y ese par de locas ni siquiera habían llegado a recoger el rescate.

Y si bien mamá me había amenazado con matarme tantas veces que apenas podía tomarla en serio, sabía que nunca había amenazado con matar a Ford, al menos que yo hubiera oído. Estaba loca por él; a sus ojos, Ford era incapaz de hacer algo mal.

—¿Dinero? Quédate con el mío. Puedes quedarte con el dólar de plata que tengo escondido en el dormitorio, en casa. —Lo reconsideré. Papá me había regalado ese dólar de plata con motivo de mi quinto cumpleaños—. Si es eso lo que quieres. —Ahora parecía que estábamos regateando—. Podrías darme a cambio esa carta de Fred Hatfield.

—Puedo coger ese viejo dólar de plata cuando quiera. Y no vas a hacerte con ese Fred Hatfield en la vida, así que mejor será que lo olvides.

Me sentí aliviada; si me lo robaba, me libraría de la culpabilidad de que pudiéramos haber hecho un intercambio.

Oí los pasos de Mamadee en el corredor.

—Mamadee —susurré.

Ford se llevó el dedo índice a los labios. Ambos permanecimos inmóviles. Mamadee se detuvo a la altura de la puerta del cuarto de baño de los invitados.

—¿Calley? ¿Ford? Ford, cariño, ¿estás ahí? Te he oído. ¿Te encuentras mal, pequeño? —El tirador de la puerta sufrió una fuerte sacudida—. Abre ahora mismo la puerta.

La única ventana que había estaba demasiado alta para escapar por ahí. No había salida. Ford no tenía la picardía necesaria para asegurarse de que hubiera una salida. Me dedicó una mirada de advertencia y corrió el pestillo.

Mamadee se hallaba de pie ante la puerta, con los brazos en jarras.

—¿Qué está pasando aquí?

—Nada, señora —respondió Ford—. Nos entró la llorera, así que nos metimos aquí para no molestar a nadie.

Me rugió el estómago de forma audible.

—Calley —dijo Mamadee—. ¿Cuántas veces te he dicho que no tragues aire?

Abrazó a Ford de tal modo que no pudo zafarse. Me quedé mirándolo el tiempo necesario para sorprender en él una expresión de disgusto.

—Mi pobre y desdichado huerfanito —murmuró Mamadee—. No te preocupes, yo te protegeré.

Al pasar por su lado y salir por la puerta, oí el silbido de Ford, un silbido triste, como el de un neumático pinchado por un clavo.

Me detuve con la mano en el tirador de la puerta que daba a la biblioteca. Mamá estaba en el interior, hablando por teléfono.

—Primera noticia de que la policía iba a registrarme la casa. Aún tengo que ver la orden de registro… —Se produjo una pausa mientras le respondían, y entonces mamá añadió—: ¿Disculpe? No sé cómo se le ha ocurrido no consultarme, señor Weems. No tiene derecho a autorizar la invasión de mi hogar. No le he dado poderes para ejercer como mi abogado, ¡excepto cuando tuvo que entregar el dinero del rescate! —Se le quebró la voz—. Será mejor que me dé una explicación ahora mismo. Le espero dentro de una hora.

Y al colgarle golpeó con fuerza el teléfono.

Mamá se sonó.

—Santo Dios —murmuró.

Abrí la puerta para echar un vistazo. Estaba sentada al escritorio de Sénior.

—Supongo que lo habrás oído todo —dijo al verme—. No hagas caso de lo que acabo de decir. Estoy en plena crisis. No sé qué está pasando, pero me importa un bledo.

—¿Quieres que te dé un masaje en los pies, mamá?

Resopló incrédula.

—Sí, me gustaría, Calley. Vaya si me gustaría.

Mamá se levantó la falda y se desabrochó las medias. Arrastré un cojín y me senté en él, para después enrollarle las medias de seda y masajearle los pies.

—Lo único útil que ese anciano tontorrón tenía que contarme era que tu adorado y difunto padre era el propietario de una parcela en un cementerio perdido de la mano de Dios. ¿No te parece la guinda del pastel?

Sabía qué era un cementerio, pero el hecho de que fuese el propietario de una parcela, de una única parcela, era algo que se me escapaba. Sin embargo, sabía que a mamá no le gustaba la idea.

El bienestar que pudo proporcionarle a mamá el masaje en los pies, así como la comida que preparó Tansy, no sirvieron de gran cosa. Primero pasó una hora, y luego otra sin que el señor Weems hubiera satisfecho a mamá personándose en Ramparts; tampoco respondían al teléfono en casa de los Weems. El Edsel seguía de camino desde Nueva Orleans, conducido por tío Billy Cane Dakin, y Mamadee no iba a dejar a mamá las llaves del Cadillac. Mamá amenazó con acercarse a casa del señor Weems caminando. Tallassee era, y es, una ciudad pequeña, de modo que no había ningún lugar, ni siquiera Ramparts, que estuviera lejos de cualquier parte. La respuesta de Mamadee consistió en encerrar a mamá en el salón. Mientras mamá arrojaba bandejas y candelabros a diestro y siniestro, rompía lámparas y destrozaba las ventanas a golpe de silla, Mamadee llamó al doctor Evarts.