Capítulo 11

Dos días después de que recuperasen los restos, regresamos a Montgomery en el Colibrí de Dixie. Fue mi primer viaje en tren. Mis siete años estuvieron plagados de un montón de primeras veces para mí.

Los tres nos sentamos al fondo de un vagón, lejos del resto de los pasajeros. Nos miraron y susurraron entre sí, pero en cuanto el tren se puso en marcha nos dejaron en paz.

gotongotongoton

El baúl con el dinero del rescate viajaba en nuestro coche. Mamá me hizo sentar con los pies en alto todo el camino de vuelta a Nueva Orleans. Quizá pensó que nadie sospecharía que una niña atontada, con las orejas grandes y que aferraba una muñeca Betsy McCall en un puño pudiera tener un baúl lleno de dinero bajo sus merceditas, ni la llave de éste colgada de una cuerda roja alrededor de su cuello. Y si parecía alelada era gracias a los tranquilizantes que me había dado el médico del hotel, pues seguían actuando en mi cuerpo de niña pequeña. La facultad que había desarrollado mamá para creer aquello que quería creer le permitió fingir que, a pesar de que la prensa escrita y la radio habían cubierto durante una semana lo sucedido, los pasajeros del vagón no estarían al corriente del secuestro y asesinato de Joe Cane Dakin. Por aquel entonces, el asesinato no era algo totalmente ajeno a Nueva Orleans, pero el asesinato de un hombre rico y blanco era noticia en cualquier parte.

Mamá no tenía un vestido de luto apropiado, aunque en el tiempo que transcurrió entre que el forense le entregó Los Restos y la salida del siguiente tren se había procurado un traje negro con zapatos a juego y un sombrero cubierto por un velo. Tuvo que levantar de vez en cuando el velo para fumar. El maquillaje la hacía más pálida, y los ojos parecían más hinchados a causa de las lágrimas. Cuando hablaba, la voz le surgía ronca, temblorosa y distante.

Ford mantuvo el rostro vuelto hacia la ventana. Llevaba una nueva corbata negra con el gabán azul marino y el traje de ir a la iglesia los domingos. No lloró cuando nos dieron la noticia, pero se mordió las uñas a conciencia. Aprovechaba la menor oportunidad para chincharme, golpearme o ponerme la zancadilla. En una ocasión, me arrinconó en una esquina, lejos de los adultos, y me dijo que a papá lo habían matado y descuartizado como a un cerdo. Que las dos mujeres que lo hicieron tenían la intención de asarlo y devorarlo. Que lo habían desangrado para hacerse unas morcillas. Fue la abundancia de detalles lo que me convenció de que no decía la verdad, cosa que no me sorprendió. Tras soltarme, logré ponerme a salvo junto a tía Jude. En esa ocasión, casi la derribo por la fuerza con que me abracé a sus piernas.

Llevaba puestas todas las prendas negras que tenía en mi armario, a saber: las merceditas y el cinturón de cuero negro. Hay madres que visten a sus hijas como si fueran muñecas. Si mamá lo había hecho alguna vez, dejó de hacerlo cuando tuve edad suficiente para vestirme sola.

Todos mis vestidos, faldas y blusas tenían ese aspecto recio y atemporal, producido en serie, de un uniforme escolar. Con motivo de aquel viaje de regreso, llevaba un vestido gris con cuello Peter Pan bajo el abrigo de lana azul marino. La cinta de seda roja era lo bastante larga para colgar invisible bajo el vestido. El abrigo y el vestido eran las prendas que había llevado puestas durante nuestra salida de compras bajo la lluvia. Mamadee las había hecho planchar el lunes que siguió a la desaparición de papá. Desde entonces, me he preguntado si Judy DeLucca llegó a plancharme aquellas prendas, pues volvieron al armario envueltas en fundas del Hotel Pontchartrain.

También yo miré por la ventana mientras nos adentrábamos en Alabama, aunque ya no quedaba un solo vestigio de nieve. Por mucho que me esforzara, no lograba comprender la magnitud de la calamidad que nos había sucedido. A duras penas asimilaba lo que era la muerte. Fuera lo que fuese, les sucedía sobre todo a las personas mayores. Los había visto. Mamá y Mamadee compartían la convicción de que un crío nunca era lo bastante pequeño para ahorrarle la visita a un velatorio o a un funeral. No recuerdo los casos concretos, tan sólo a los viejos que dormían en aquellas pesadas camas, con la cabeza apoyada en almohadas de raso. Recuerdo no haber sentido temor, ni repulsión, y desde luego no sentí ningún pesar.

Pero mi padre no se había convertido en alguien arrugado, no se había encogido ni se le había encanecido el pelo. Sencillamente se había ido y no había vuelto. Todos insistían en que no iba a regresar. Sabía que era infantil, de modo que no lo manifesté, pero yo me aferraba a la idea fantasiosa de que regresaría. Me agotaba la tensión constante de escuchar en todo momento por si oía el rumor de sus pasos.

Apareció un mozo con un carrito para sacar el baúl del tren. Era un hombre calvo de mediana edad, con gafas de montura negra y unos brazos que se habían fortalecido a fuerza de cargar cosas. Vestía con orgullo el uniforme. Me guiñó un ojo y mediante un gesto me invitó a llevarme sentada en el baúl, que traqueteó

takatakataka

detrás de mamá y de Ford. Mamá ni se dio cuenta. Para ser justos, en ese momento tenía muchas cosas en la cabeza, aunque también es verdad que solía considerar transparente a la gente de color. Cuando Ford no fingía estar solo en el universo, era como si esperase que todo el mundo se arrodillara para pedirle perdón por hecho de existir.

—¿Conoció a mi papá? —pregunté al mozo.

Éste pestañeó e inclinó la cabeza en un gesto interrogativo. Supongo que leyó en mi rostro una respuesta a la pregunta que no había formulado, porque sonrió y asintió.

—No personalmente, señorita, pero lamento su pérdida. Oí decir que el señor Dakin era un honesto hombre de negocios. —Habló en voz tan baja que mamá no pudo escucharlo.

—Gracias —dije, y a continuación repetí la fórmula que había oído en velatorios y funerales—: Lo echaré de menos.

Podría haberle preguntado si conocía a Ida Mae Oakes, pero había aparecido Mamadee, que nos esperaba cerca de la entrada del vestíbulo. En cuanto se nos informó de que papá había fallecido, Mamadee se adelantó y viajó en seguida de vuelta a Alabama. Fue casi como si la mala noticia le hubiera causado aprensión. Había recaído en tío Billy Cane acompañar a mamá a identificar Los Restos. El señor Weems se quedó un día más para resolver el papeleo, y luego siguió la estela de Mamadee.

—Calley Dakin, baja ahora mismo de ese baúl —ordenó Mamadee—. ¿Acaso eres una salvaje? Roberta Carroll Dakin, ¡podrías haber tenido la decencia de comprarle a tu marido un ataúd!

Mamadee creía que todo lo que hacía estaba mal, así que no me sorprendió que verme encima del baúl provocara esa reacción en ella. No entendí el resto de las cosas que dijo, porque seguía sin estar al corriente del asunto del baúl de Judy y Janice.

El velo negro de mamá le ocultaba el rostro, pero no alcanzó a disimularle el tono furioso de la voz.

—Mamá, me avergüenzas. Podrías haber tenido la decencia de ahorrarme ese ridículo comentario. Sabes perfectamente bien que Joseph está en un ataúd de caoba, en el coche de equipajes.

Mamadee lo sabía. Sólo quiso asegurarse de que a nadie en la estación le pasara desapercibida la presencia de la célebre viuda Dakin y sus hijos.

—Tendrías que intentar comportarte como una viuda desconsolada, Roberta Ann —la reprendió Mamadee.

—Y ¿qué sabrás tú de eso, mamá?

Fue como si Mamadee se volviera más alta, como si se juntaran las nubes para crear un tornado. Por un instante pensé que podría transformarse en alguna otra cosa, como el arcángel que expulsa a Adán y Eva del Paraíso que vi en una ocasión en un grabado de la Biblia. No obstante, al final se distrajo fingiendo que era necesario que ella supervisara el transporte del equipaje al maletero de su Cadillac, aparcado en el bordillo de la acera, frente a la estación de tren.

Un hombre vestido con traje negro y guantes blancos, un empleado de pompas fúnebres, se hallaba también de pie en la acera, junto a un coche fúnebre cuya puerta trasera aguardaba abierta. Lo había visto anteriormente, entre las flores, los destellos y los susurros de su velatorio.

El hombre se situó apresuradamente junto a mamá, para estrecharle la mano entre las suyas y murmurarle unas palabras de consuelo. Aguardó en la acera mientras los mozos empujaban con aire solemne la camilla metálica en la que reposaba el ataúd de papá. El trasto metálico parecía estar hecho de bisagras, y podía levantarse y bajarse, así que el ataúd se deslizó suavemente en la parte trasera del coche fúnebre. Al observarlo, el

crujidovachirridovieneporrazova

que hacía mientras se movía me ayudó a no pensar en que lo que quedaba de papá pudiera estar zarandeándose y sacudiéndose dentro del ataúd. En realidad no creía que hubiera nada. Los mozos se descubrieron ante mamá y el hombre de las pompas fúnebres.

Éste estrechó de nuevo la mano a mamá e inclinó la cabeza ante Mamadee, antes de cubrirse y apresurarse a ocupar su asiento en el vehículo. Un chofer uniformado, un anciano de color que había estado llevando a los blancos a la morgue blanca, y de ahí a los cementerios blancos desde que Moisés berreaba entre los juncos, se sentaba al volante. Era un accesorio, como tantas de las personas de color que poblaban nuestras vidas, inseparable de su función.

Mamadee sólo conducía Cadillacs blancos, los cuales reemplazaba cada tres años. Mamá jamás le había dirigido un comentario, ni papá le había reprochado a Mamadee aquella muestra de deslealtad corporativa, aunque todos éramos conscientes de ella. Su Cadillac siempre era de cambio manual, porque de todos era sabido que ahorra gasolina. Conducir un vehículo de cambio manual era el modo que tenía Mamadee de informar al resto de la humanidad de que sabía qué era eso. El único problema era que nunca había llegado a dominarlo del todo.

En cuanto nos subimos al Cadillac, mamá en el asiento delantero, y Ford y yo en el trasero con el baúl entre ambos, Mamadee

grrrrrreech

giró la llave y

unk

tiró del cambio y estampó los pies en los pedales del freno y el acelerador. Los engranajes chirriaron y el coche dio un tirón sin moverse del sitio. Tras insistir unos instantes al volante, Mamadee logró arrancar el coche

escreeeep

y llevarlo sobre la acera

uhunka

primero una rueda

bonk

y luego otra sobre el asfalto.

—Todo este asunto me ha parecido de lo más humillante —dijo Mamadee—. A los Carroll jamás les había sucedido nada parecido. ¿Cómo permitiste que pasara?

Estábamos ya perfectamente al tanto de la indeleble mácula que se había extendido sobre la reputación de los Carroll, puesto que Mamadee había expresado ese mismo sentimiento repetidas veces durante su estancia en Nueva Orleans. Mamá no era de las que se dejan insultar sin pestañear. Se las había ingeniado todo el tiempo para responderle en un lugar donde nadie que tuviera importancia pudiera escucharla. Mamá y Mamadee se parecían en muchas cosas. Pero igual que les sucede a los imanes enfrentados por la misma polaridad, se repelían.

—Yo no permití que sucediera nada —dijo mamá, pronunciando cada una de las palabras con claridad y lentitud—. Nadie me preguntó si podía secuestrar a Joseph, torturarlo, asesinarlo y, luego, intentar que cupiera en un baúl que no era lo bastante grande para su tamaño.

Aquella fue la primera mención que se hizo en mi presencia a la existencia de otro baúl. De inmediato me volví hacia Ford. Estaba envarado, lívido, y ésas fueron todas las pruebas que necesité para comprender que todo aquello que había dicho mamá de la tortura y de meter a papá en un baúl era cierto. Ford me había dicho que a papá lo habían descuartizado. Me quedé pasmada al pensar en aquellas dos mujeres decapitando y cortándole a papá las extremidades.

Antes de aquello, para mí la palabra tortura significaba hablar cuando alguien tenía dolor de cabeza. Siempre que a mamá le dolía la cabeza y yo pronunciaba dos palabras al alcance de su oído, gritaba: «Calliope Carroll Dakin, ¡estás torturando a mamá!».

Dado que no sabía que a papá lo habían metido en un baúl, no tuve ni idea hasta ese momento de que era idéntico al que contenía el dinero para el pago del rescate. No obstante, mi imaginación se adecuó a la imagen del torso de papá apretujado en el baúl del rescate. Me veía a mí misma encogida en aquel lugar tan inconmensurablemente pequeño, inmovilizada, sin luz ni oxígeno. Un instante de terror me dejó sin aliento: mamá había hecho que me sentara con los pies sobre ese baúl, colgada del cuello la cinta de seda con la llave, durante todo el trayecto de vuelta a Nueva Orleans. Sin embargo, ahí estaban el rescate sin cobrar, el ataúd y el coche fúnebre, y la declaración inequívoca de mamá a Mamadee conforme papá iba en el ataúd. Además, por supuesto, estaba acostumbrada a las atroces afirmaciones tan características de Mamadee.

—De haber sabido que iba a suceder esto —replicó atropelladamente Mamadee—, jamás te habría permitido casarte con ese hombre. La gente se ríe, Roberta Ann, se ríe y se burla, y te aseguro que tengo que esforzarme para no reírme con ellos. Pensar que a Joe Cane Dakin lo asesinó la Gorda del Circo.

Mamá permaneció unos instantes en silencio. Debía de haber pensado en ello antes de que Mamadee lo sacara a colación. Para mamá, a partir de entonces lo terrible de lo sucedido se había concretado en esa peculiaridad.

«Calley», decía en ese tono de voz desesperante que no sólo te hacía desear suicidarte, sino llevarte contigo a tus mejores amigos, «¿sabes qué fue lo peor de todo? Lo peor de todo fue que la mujer pesaba doscientos kilos».

—No consentiste mi boda con Joseph —dijo mamá.

—Hice lo posible por impedirla.

—Recuerdo perfectamente oírte decir: «Roberta Ann, si no atas a ese Joe Cane Dakin como a un cerdo para que no se te acerque, yo misma lo haré».

—¡Roberta Ann! ¡Eso es falso! ¡Jamás sería tan vulgar!

—Siempre lo consideraste un paleto.

—¡Jamás!

—Te empeñaste en comprar Cadillacs. ¡Un insulto deliberado a mi difunto marido y a mí! ¿Crees que en algún momento nos pareció otra cosa?

—Estás loca, Roberta Ann. —Mamadee habló entonces en el tono de voz razonable que empleaba cuando había logrado imponerse a alguien—. Voy a ignorar todas las insensateces que digas a partir de ahora. —Y tras mostrarse tan virtuosa, cambió de tema—: Habrás hecho planes para el funeral, supongo.

—Pensé que antes podría quitarme los zapatos —respondió mamá de malas maneras.

—¿De veras, Roberta? Qué grosero por tu parte. Te ha oído tu hijo. Tendrás que arreglar lo del funeral en algún lugar próximo a la familia de Joe Cane Dakin.

—¿Por? —A juzgar por el tono de voz, a mamá no le importaba lo más mínimo cuál pudiera ser la respuesta.

—¡Pues porque así no acudirá tanto mirón boquiabierto! —exclamó Mamadee—. ¿Sabes qué pasará si lo organizas aquí en Montgomery, o en Tallassee? ¡Más te vale alquilar una carpa de circo en ese caso! ¡Se presentarán aquí todos esos Dakin para recordarle a todo el mundo con quién te casaste!

—Mamá —dijo mi madre en un tono dramático—, el funeral de Joseph se celebrará en Saint John, y asistirán el gobernador y su esposa, así como el director de la Ford Motor Company. También lo harán un montón de Dakin, así que lo único que hay que hacer es fingir que son tan buenos como el que más. ¿Te suena eso de que las madres intentan consolar a sus hijos en los momentos de necesidad?

—He oído que algunos hijos se dirigen con respeto y gratitud hacia sus madres —replicó Mamadee.

Mamá se echó el velo hacia atrás, abrió el bolso (el Kelly marrón de Hermés), revolvió el interior y sacó el paquete de cigarrillos y el mechero. El humo salió expulsado por las fosas nasales dando forma a un penacho furioso.

De vez en cuando, me volvía para mirar a Ford, sentado al otro lado del baúl. Me sacó la lengua una vez. Otra se llevó las manos a las orejas y las movió como si aleteara. Luego se volvió para mirar con ojos vacíos por la ventanilla. Cuando vi su reflejo en el cristal, comprendí que en realidad se estaba mirando en él.

Mamadee tomó el camino que llevaba a nuestra casa y frenó el Cadillac en la rotonda. Se impuso el silencio al contemplar la casa. Mamá siempre había dicho que era enorme y espléndida, una de las mejores de todo Montgomery. Recuerdo los árboles imponentes, las columnas altas, los espaciosos porches y, ya en el interior, la estancias de techo elevado y las arañas de luces iluminadas por los rayos del sol.

Había un caballete al pie de la escalera, con un letrero en el que se leía:

PROHIBIDA LA ENTRADA

Debajo había algunas palabras que hacían referencia a que aquello era por orden de alguien o algo.

Una guirnalda de cinta naranja colgaba en torno a las columnas, y había otro cartel colgado de la puerta principal. Distinguía las letras que conformaban las palabras PERÍMETRO POLICIAL repetidas en la cinta, como los adornos que había visto deseando una FELIZ NAVIDAD o un FELIZ CUMPLEAÑOS.

—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó mamá con voz quebrada—. Debiste contármelo.

—¿Crees que lo sabía? —preguntó a su vez Mamadee—. Ni hubiera pasado por delante.

Pero no la creímos. No había nada más propio de Mamadee que desviarse del camino para darle a uno una buena patada donde más duele.

—No puedo creer que la policía me haya registrado la casa. ¿O fue el FBI?

—Ambos. No puedes quedarte aquí. —Mamadee apenas pudo contener el tono triunfal—. Tendrás que trasladarte a Ramparts.

Mamá hundió la espalda en el asiento y se cubrió con el velo.

—Sí, mamá. Sí, mamá. Sí, mamá. Sí, mamá. ¿Satisfecha?

—Pero, bueno, Roberta Ann Carroll Dakin, ¿a qué te refieres? —preguntó Mamadee tras volverse hacia ella—. ¿Cómo crees que puede satisfacerme el dolor de mi hija enviudada y sus hijos huérfanos?

Mamá no respondió. Comprendí que había decidido no dirigirle la palabra a Mamadee, al menos por un tiempo.

—¿Qué ha sido de Portia, Minnie y Clint? —pregunté.

Portia era nuestra cocinera, Minnie limpiaba la casa y Clint nos hacía los recados.

—Cállate, Calley Dakin —respondió Mamadee—. El servicio no es asunto tuyo. Sin embargo, estoy convencida de que, a juzgar por lo chismosos que son los negros, sabían antes que tú que había muerto Joe Cane Dakin. ¡Los despedí en cuanto regresé de Nueva Orleans!

Mamá expulsó el humo del cigarrillo con más fuerza si cabe ante aquella muestra de despotismo por parte de Mamadee.

Yo, por supuesto, sabía que los criados de color no tienen nada mejor que hacer que chismorrear acerca de sus patrones blancos; era un tema muy trillado entre Mamadee, mamá y todas sus amistades femeninas. Las damas sureñas seguían comentando la huelga de autobuses, cuando todos los criados de color fueron andando a trabajar en lugar de tomar el autobús en homenaje a la señorita Rosa Parks. La señorita Rosa Parks se había negado a sentarse al fondo, por lo que fue arrestada y toda la gente de coIor se puso como loca. La mayoría de las doncellas, cocineros, chóferes y jardineros llegaron tarde al trabajo a diario durante meses, y cuando se les echaba en cara advertían de las graves consecuencias que habría si se les castigaba por ello. A esas alturas, todos ellos podían sentarse en los asientos delanteros del autobús, aunque no fuera plato de gusto para la mayoría y apenas se cruzara una palabra durante el trayecto.

Recuerdo lo que dijo papá al oír que mamá empezaba a lamentarse: «En fin, querida, ya está roto el huevo, y el polluelo no volverá adentro».

Y recuerdo perfectamente las palabras de papá, porque mi madre despidió a Ida Mae Oakes a la mañana siguiente.