Capítulo 10

El secuestro se convirtió en una noticia de dominio público en cuanto el FBI se involucró en el caso. La publicidad es algo que al FBI siempre se le ha dado bien.

Nos encontrábamos más o menos abandonados a nuestra suerte en el ático B. El abogado Weems flotaba como una moscarda; sus deslucidos ojos marmóreos recalaban en mí lo bastante a menudo como para que me entrasen todos los temblores. A veces, se le formaban en la comisura izquierda del labio diminutas burbujitas de saliva, como si tuviera ganas de hincarme el diente.

Mamadee se había adueñado de la cama de Ford, quien se había visto forzado a dormir en un catre y soportar la ignominia de compartir habitación con su abuela. Estaba tan susceptible como una avispa atrapada, y me culpaba por el hecho de que Mamadee hubiese preferido su habitación a la mía.

De haber podido dormir, lo hubiera hecho bajo el piano o en el balcón, antes que compartir habitación con Mamadee. La sensación era más que mutua; a Mamadee le ofendía compartir el mismo aire que yo respiraba, la ofendía tanto que su piel parecía adquirir una tonalidad cerúlea, como si contuviera el aliento.

Casi a diario, la migraña tumbaba a mamá en la cama, encerrada a oscuras en la habitación. Cuando lograba ponerse en pie, sobrevivía gracias al bourbon y a los cigarrillos mentolados.

Tío Billy Cane y tía Jude, los únicos a quienes no incordiaba la prensa, nos traían los periódicos y las revistas, así como todo aquello de lo que no nos podía abastecer el hotel.

La noche del Mardi Gras, cuando se suponía que yo estaba metida en la cama, escuché a través de una ventana abierta la cacofonía proveniente de las calles. Era un ruido muy hermoso. Lo recuerdo aún, y con mayor claridad de lo que recuerdo la mayoría de las cosas grotescas que me sucedieron en aquel tramo concreto de mi vida. Entre las diversas voces, oí cantar a un borracho You Are My Sunshine.

You Are My Sunshine es como el himno de Luisiana. Eso me lo contó papá.

Sunshine.

Se veía más lluvia que sol en Nueva Orleans. Los periódicos y la radio informaban de que había nevado el día en que partimos a Luisiana, y yo no estuve allí para ver la nieve. Me fabriqué un cuento: papá había vuelto a casa para hacer fotos de la nieve, y no tardaría en regresar con ellas, para demostrarnos el milagro. Para mi cumpleaños. Quizá la nieve supiera como un helado de vainilla.

Tío Billy Cane y tía Jude me subieron al ático un pastel de cumpleaños y el «pastel de una milla de alto». Al verlos no sentí ni la emoción ni el placer que recordaba haber experimentado en anteriores fiestas. No quería pastel, y mucho menos si tenía una milla de altura. Pedí un deseo y soplé las siete velas amarillas de un tembloroso soplo, pero papá no regresó.

Mis tíos también me entregaron algunos obsequios envueltos en papel de regalo: uno plano que debía de ser una muñeca recortable, otro cuadrado y plano que sería uno o dos discos de cuarenta y cinco, una cajita que probablemente contenía una pulsera de abalorios o un brazalete de cuentas de piedra pulida, pero me limité a mirarlos, y luego me acerqué a la puerta a esperar a papá.

—¿No vas a abrir los regalos? —me preguntó tío Billy.

Negué con la cabeza.

—Esperaré a papá.

Ford rió con disimulo.

Mamadee estaba molesta conmigo.

—Roberta Ann, estás consintiendo a esa niña.

Mamadee me asió de los hombros para darme una de sus sacudidas patentadas. Lancé un quejido que debieron de oír en Alabama. El tío Billy me arrancó de las garras de Mamadee. Ésta se distrajo llamándolo pueblerino entrometido, basura y demás, cosas que a él le incomodaron tanto como la picadura de un mosquito.

Tía Jude me llevó a mi habitación. Mamá la siguió y se quedó en la puerta, titubeando.

Tía Jude me tocó la frente, al tiempo que se sentaba en la cama y yo lo hacía en su regazo.

—Esta niña está fría y húmeda. Si está temblando. —Tras volverse hacia mamá, añadió—: Roberta, haz algo de provecho. Trae un vaso con un dedo de bourbon.

Mamá enarcó una ceja ante la temeridad de tía Jude, a pesar de lo cual siguió sus instrucciones.

Tía Jude me dio a beber el dedo de bourbon.

—Si se pone a vomitar, tú te encargarás de limpiarlo —dijo mamá.

—La niña se ha puesto enferma del miedo que tiene por su padre —explicó tía Jude sin atisbo alguno de mordacidad, casi como si mamá no le hubiera dicho nada—. Será mejor que llames a un médico. No se encuentra bien, Roberta, no se encuentra nada bien.

A mamá debió de preocuparle que su idoneidad como madre pudiera verse puesta en entredicho, porque lo cierto es que llamó al médico del hotel.

Éste me examinó, mantuvo una conversación en voz baja con mamá y tía Jude, y luego me dio algo, algún tipo de sedante.

No me importó que hubiera preguntado a mamá y a tía Jude por mi estado mental.

—Señora Dakin, no habré malinterpretado el hecho de que su hija es débil mental, ¿verdad? ¿Es muy sugestionable? A diario me encuentro más casos parecidos. Los padres se sienten perplejos. Por suerte es fácil identificar la causa. No la deje ver la televisión ni escuchar la radio, y jamás le permita leer tebeos. Querida señora, lleva usted más peso a cuestas del que nadie podría soportar, pero debo ser franco con usted. Una niña con esa tendencia histérica empeorará a medida que se acerque a la pubertad. Quizá quiera usted considerar hacer ciertos preparativos. Si puedo serle de ayuda…

Yo sólo quería que se marchara y que regresara papá.

No obstante, ese doctor tuvo un detalle conmigo, pues el sedante que me dio, junto al bourbon, me permitió disfrutar de un largo olvido aterciopelado.

El cambio que experimentó la cama con el peso de mamá me despertó el tiempo necesario para rozarle los pies cuando se tumbó, aunque estaba adormilada. No fue hasta después, cuando se quedó dormida y yo seguía tumbada a su lado, que recuperé la claridad mental. De pronto me había despertado absolutamente, era consciente de la presencia de mamá, de mi respiración, de la realidad en la cual me hallaba confinada. El grito que me había arrancado del sueño seguía doliéndome en el interior del cráneo. Pensé que era una sensación parecida a cuando explota una bombilla y, por supuesto, dolía. Ya no tenía miedo, tan sólo acusaba un silencio desconocido que iba en aumento, la sensación de que no hay nada más.

El jueves, al sexto día, llegó la segunda nota de rescate.

Judy DeLucca la entregó personalmente cuando sirvió por la mañana el café y el bollito de mamá.

—La he encontrado en la puerta —le dijo a mamá al tiempo que le tendía el sobre de color rosa.

Ford y Mamadee seguían durmiendo, de modo que disponíamos de la nota sólo para nosotras. Mamá tenía un cerco oscuro alrededor de los ojos, como si estuviera aquejada de una terrible enfermedad. El desagradable perfume que envolvía la nota hizo que se me revolviera de nuevo el estómago. Mamá frunció la nariz como si el olor la hubiera golpeado; acto seguido, la abrió.

Joe Cane Dakin será hombre muerto

Si no sigues nuestras instrucciones

Janice + Judy

—Vale, pero ¿qué instrucciones? —preguntó mamá—. ¿Qué jodidas instrucciones? —Miró fijamente a Judy, como si se lo estuviera preguntando a ella—. Y ¿quién es Janice? ¿Quién coño es Judy?

—Judy soy yo —respondió Judy.

—Ah, tú no —dijo mamá en tono impaciente.

Mamá arrugó la nota y me la tiró.

—Calley, en cuanto termine el desayuno llamaré al FBI.

Judy retrocedía en dirección a la puerta cuando mamá la detuvo.

—Ayer me trajiste tres brioches, y esta mañana sólo hay dos —apuntó mamá.

—Janice tiene algunos problemas con el horno —se defendió Judy—. No calienta bien, está destemplado. Sacó cinco docenas de brioches que estaban demasiado duros para servirlos.

—Dile a Janice que no me interesan las dificultades que pueda tener con el horno. Dile a Janice que lo único que me preocupa en este momento es el secuestro de mi marido, y que necesito cada mañana tres brioches, y no sólo dos, para mantener las fuerzas.

—Puede que lo hicieran —le dije a mamá cuando Judy se hubo marchado.

—¿Que quiénes hicieran qué? —preguntó mamá mientras untaba de mantequilla uno de los brioches.

—Esa Judy y la Janice que hornea tus brioches. Puede que fueran ellas las que secuestraron a papá.

—Calley, ahora mismo mi vida es un infierno, así que no necesito que me digas idioteces. —Al cabo, preguntó—: ¿Crees que esa simplona de Judy y Janice la cocinera escribieron esas notas para reírse de mí?

—Pero ¿dónde está papá?

Se le apagó el rostro. Encendió un cigarrillo mientras reflexionaba, y luego se puso a maquillarse.

En cuanto Mamadee y Ford se presentaron para desayunar, les mostró la nota. A continuación, el abogado Weems fue puesto al corriente. Éste reparó, al igual que lo habíamos hecho todos, en que se parecía mucho a la primera, y aconsejó que se informara en seguida al FBI. Con el tiempo, incluiría en la minuta que envió a mamá ese consejo, y recibió justamente lo que merecía: absolutamente nada.

Se personó un agente del FBI, se apropió de la nota en calidad de prueba y preguntó a mamá:

—¿Qué instrucciones?

—Esa misma pregunta me hago yo. Pregunté a la chica que me trajo esta mañana el desayuno. Se lo he preguntado también a mi hija de siete años, pero no supieron qué decirme. No tengo ni idea de qué instrucciones se supone que debo seguir.

—En tal caso, será cuestión de esperar a que lleguen.

—Espero que sea pronto —dijo mamá—. Porque me gustaría ver pagar al FBI lo que nos está costando este hotel.

Pero no llegaron instrucciones de ningún tipo, ni aquella noche ni a la mañana siguiente. Judy sí acudió, aunque lo hizo con un solitario brioche.

Mamá estaba demasiado furiosa para hablar. Pensé un instante que era capaz de apagarle el cigarrillo entre ceja y ceja.

Judy comprendió que mamá estaba furibunda y se apresuró a decir:

—Ha sucedido algo con el horno. Dice Janice que casi le explotó en la cara cuando intentó encender la luz.

—¡No hay excusa para servirme este diminuto brioche, que además está duro como una piedra, y un café imbebible, y menos aún con los precios que tienen en este hotel! —protestó mamá.

Pero después de que se marchara Judy, mamá llamó al FBI.

—Hay una Judy No—sé—qué que trabaja de doncella en este hotel, y también una Janice No—sé—quién que trabaja en la cocina, y no sé por qué razón tengo que hacerles a ustedes el trabajo, aunque si fuera J. Edgar Hoover les preguntaría qué harían con un millón de dólares si les cayera del cielo.

Cuando la oyó decir todo aquello, al principio Mamadee se mostró incrédula, y luego aterrada. Hasta ese momento, ignoraba, al contrario que mamá y yo, que una de las doncellas del hotel y la pastelera tenían el mismo nombre de pila que quienes firmaban las notas. Ford tampoco estaba al corriente. Éste estaba conmocionado, e incluso más molesto que Mamadee porque nadie hubiera sido capaz de atar cabos.

—Intenté decírselo a mamá —le dije a Ford.

Pero no me prestó más atención de la que me había prestado mamá.

—¿Cómo no te diste cuenta antes? —le susurró Mamadee a mamá, mientras el abogado Weems arrugaba el entrecejo para dejar constancia de su desaprobación.

—¡Puede que se deba al hecho de que todo el mundo se ha pasado los últimos siete días diciéndome lo que tenía que hacer! —voceó mamá—. Esa chica es una retrasada mental, ¡no sé cómo iba a apañárselas para secuestrar un cenicero!

A esas alturas, Judy DeLucca y Janice Hicks habían molido todos los huesos del cuerpo de papá, a fuerza de golpear el cadáver durante más de cuarenta minutos con una sartén de la fundición Black María que habían robado de la cocina del hotel y que empuñaron por turnos. Apretaron con fuerza y lograron decapitarlo, cortarle los pies y luego las piernas, seguidas de las manos y los brazos, armadas para la ocasión con una hachuela de carnicero que también habían robado de la cocina del hotel. Finalmente lograron embutir a papá en el baúl. Cuando fue arrestada, Janice llevaba el pie izquierdo de papá en el bolso de piel de cocodrilo de imitación. La cabeza, el antebrazo izquierdo y el pie derecho jamás aparecieron.

Judy y Janice confesaron de inmediato el secuestro, tortura y posterior asesinato y descuartizamiento de Joe Cane Dakin.

Judy le contó a la policía que alguien había irrumpido en el apartamento y le había robado los miembros que faltaban. El hermano pequeño de Janice, Jerome, redactó una larga carta al Times—Picayune, quejándose de que la policía no hubiera hecho nada en absoluto para investigar el robo que se había producido en la puerta contigua.

No sorprende que los detalles me fueran ocultados en aquel momento. Estoy segura de que ni siquiera mamá estaba al corriente de todos ellos. He reconstruido la historia a partir de una miscelánea de publicaciones y periódicos contemporáneos, a partir de las diligencias presentadas al juzgado y los informes de los investigadores privados. En el papel de prensa, que ya amarillea, veo las fotos de papá, de mamá cuando la llevaron a la comisaría de policía para interrogarla, y de Judy DeLucca y Janice Hicks durante el juicio. Parece como si todas ellas estuvieran representando un papel en una película en blanco y negro de James M. Cain.

En 1958, el mundo era principalmente blanco y negro, y no sólo desde un punto de vista racial. La gente seguía leyendo periódicos y revistas, y escuchaba la radio. Sólo una minoría poseía una televisión, y estos aparatos eran en su mayor parte en blanco y negro. Desde el triunfo del color, es el pasado lo que se ha visto relegado al blanco y negro y, si nos remontamos más en el tiempo, al sepia. Aunque siga con vida, quien se fotografíe en blanco y negro está como muerto a la vista, como si el negativo y la foto captaran el fantasma en el que ha de convertirse.

Apenas reconozco a mamá. Se la ve tan joven, demasiado joven como para haber sido mi madre o la de Ford. En esas imágenes parece una estrella de la prensa sensacionalista. Me recuerda a esas primeras fotografías de Marilyn, cuando apenas pasaba de los veinte años.

Mamadee mira a mamá y se ve a sí misma treinta años más joven. El pelo en brillantes ondulaciones sobre los hombros, una esclavina de pelo en la que centellea un broche de diamantes. Mamadee es el espectro de mamá en el futuro, siempre y cuando mamá viva tanto, teniendo en cuenta los cambios de la moda. Mamadee frunce el labio superior con amargura, y está envarada de puro resentimiento. Hay un brillo de algo parecido al pánico en los ojos de Mamadee, como si sintiera que le flaqueara uno de los tacones. Aunque quizá tan sólo se deba a esa fotografía.

El abogado Weems, con el pelo liso y brillante peinado hacia atrás, y un traje de tres piezas que aparenta estar hecho para alguien de mayor altura que él, podría ser un congresista que interroga a un sospechoso de llevar a cabo actividades comunistas ante la Cámara durante las vistas del Comité de Actividades Antiamericanas.

La mayoría de los jóvenes en plena pubertad no son precisamente atractivos. Todo lo contrario que Ford. Yo era demasiado pequeña para verlo, pero ahora observo la aguda conciencia de una fiera, dispuesta a dar un brinco ante el chasquido de una rama. Las fotografías no pueden captarlo bien; alguna parte de Ford está siempre en movimiento. La película es demasiado lenta, el flash demasiado débil, la apertura demasiado pequeña para capturarlo, físicamente, mientras huía del Ford de entonces para evolucionar al nuevo modelo Ford.

Veo los ojos apagados de papá en las nada espontáneas fotografías tomadas con fines comerciales, las instantáneas de la convención o las fotos recuperadas de los archivos de prensa de Alabama. Ahora sé que son como los míos. Son los ojos de un espectro, perturbado y turbulento. Sus labios flácidos no me revelan nada.

Lo que los artículos, los relatos, los capítulos de los libros y los testimonios tomados durante el juicio no pudieron revelar fue el motivo del secuestro.

El millón de dólares podría haber constituido el móvil, cierto, pero sólo si Janice y Judy hubieran intentado conseguirlo. Sabían que mamá lo tenía. Todos en el hotel, toda Nueva Orleans, sabían que mamá tenía el dinero, en billetes pequeños, guardado en un baúl que el abogado Weems había traído desde Montgomery en el Colibrí de Dixie.

Me resulta extraño que nadie señalara la coincidencia de que el baúl que contenía el dinero del rescate fuera idéntico al baúl en el cual Janice y Judy se habían volcado con tanto ahínco, con tanta sangre, con tanta ineficacia, para embutir el cadáver de papá. Mismo tamaño, mismo color, idéntico fabricante. La guerra había terminado apenas hacía unos años, y dado el número de soldados que se movilizaron, debía de haber cientos de miles de esas cosas flotando por el país.

Cuando fue preguntada sobre por qué habían escogido a papá para el secuestro, Janice respondió:

—Porque se alojaba en el piso doce.

Preguntada por la importancia de que se hubiera alojado en la duodécima planta, Judy fue incapaz de dar una respuesta.

Preguntada sobre por qué no habían hecho siquiera el intento de recoger el rescate, Judy respondió:

—Esperábamos que llegara el momento adecuado.

Preguntada sobre qué momento les hubiera parecido el adecuado, Janice se limitó a encogerse de hombros.

¿Por qué habían torturado a papá?

¿Por qué, una vez muerto, tuvieron que mutilar y desmembrar el cadáver?

¿Por qué, después de tomarse la molestia de ocultar el torso en un baúl que se reveló demasiado pequeño para ello, para todo ello, tuvieron que dejarlo al pie de la cama ensangrentada? ¿Fue a falta de un hombre de color que necesitara de quince centavos para bajarlo por la escalera?

En otros estados, en años posteriores, puede que declararan dementes a Judy y a Janice. En Luisiana, en 1958, Judy y Janice fueron declaradas culpables de secuestro y asesinato en primer grado. Janice y Judy admitieron hasta el último detalle de la tortura sufrida por papá. Si se olvidaron algo, nadie pudo imaginar qué. Sin embargo, ambas murieron sin que nadie pudiera descubrir por qué hicieron lo que hicieron.

¿Qué fue lo que las motivó? He ahí el gran misterio, el porqué de que a estas alturas se siga escribiendo acerca de este caso.

La verdad es que Janice y Judy no tenían ni idea de por qué habían hecho lo que hicieron. Es cierto que había un motivo, pero el motivo no les pertenecía a ellas, sino a otra persona.

En 1958, cuando yo sólo tenía siete años, estaba segura de que sabía por qué había muerto papá.

Murió porque mamá y yo fuimos de compras.

Murió porque entramos en la tienda que hacía tictac.

Murió porque mamá perdió el Kelly de Hermés, y porque reapareció en el interior de un archivador cerrado con llave.

El día en que encontraron la primera nota, intenté explicarle todo esto a mamá, pero ella me agarró de los hombros y me zarandeó con fuerza, mientras me preguntaba a voz en cuello:

—¿Qué tienda, Calley? ¿A qué te refieres con eso del bolso? ¿Quién en la bendita gloria de Dios es el señor Rideaux? ¿Acaso no te das cuenta de que mami tiene otras cosas en qué pensar?