Capítulo 8

Mamadee no llegó sola. La acompañaba el abogado de papá, Winston Weems. El abogado Weems era incluso mayor que Mamadee, quien en una ocasión había dicho de él en mi presencia que era la encarnación misma de la rectitud. Lo cierto es que lo parecía. Era un hombre gris, de la cabeza a los pies. Por alguna razón que nunca había alcanzado a entender, la gente asociaba lo agrio, lo seco, lo anémico y lo decrépito con la rectitud.

Mamadee intentó hacerse con el control de la situación. Su primera exigencia consistió en enviarnos de vuelta a casa. Le pediría a Tansy, su ama de llaves, que acudiera a recogernos a la estación.

Mamá se recuperó lo suficiente para discutir con ella.

—No voy a enviar lejos a mis hijos, mamá. —Atrajo hacia sí a Ford, que se dejó, algo que no solía permitir—. ¡Ford se ha convertido en mi hombrecito!

Con lo cual, teniendo en cuenta que Ford era más Carroll que Dakin, Mamadee no podía mostrarse en desacuerdo.

—Pero Calley está de más. Supongo que no querrás que ande por aquí incordiándote, ¿no?

Mamá tenía que pensarlo. Ford no dijo nada, lo que me empujó a abandonar mi silencio.

Expuse lo que se me antojaba la prueba definitiva de lo injusto que sería enviarme lejos, antes de que regresara papá.

—¡Yo no estoy de más! ¡No soy un incordio! ¡Encontré la nota de rescate!

El abogado Weems clavó en mí su mirada de sapo.

—¿Lo ves? —preguntó Mamadee a mamá, antes de arrugar el entrecejo—. ¿Dijiste que estaba en la cama de Calley?

Los cuatro se volvieron hacia mí. Los ojos de Mamadee adquirieron un matiz frío y amenazador. Retrocedí.

—¡Deja ya de encogerte, Calley! —exclamó mamá, que se volvió hacia Mamadee para decirle—: Mamá, sabes que la letra de Calley se parece a la de una máquina de escribir. Además, ¿de dónde iba ella a sacar ese horrible papel y la tinta verde?

Mamadee señaló que cualquiera, incluso un niño, podía obtener tales cosas en la tienda de saldos más cercana. Como siempre, se mostraba más que dispuesta a atribuirle a mi inteligencia los actos más mezquinos.

Sonó el teléfono, lo que me ahorró la inminente condena por todos los cargos que se habían presentado en mi contra. Respondió Ford. El tío Billy Cane Dakin y la tía Jude se encontraban en el vestíbulo del hotel Pontchartrain.

Mamadee, Ford y mamá no podían imaginar cómo se habían enterado de la desaparición de papá, puesto que ni la radio ni los periódicos habían informado de ella.

Más tarde, Mamadee descubriría en la cuenta del hotel el registro de una llamada realizada desde el ático B al número del domicilio del tío Billy Cane. Ella me acusó de haber hecho esa llamada, pero no quise admitirlo.

Si alguien se había propuesto facturarme a algún lugar, no iba a aceptarlo y cruzarme de brazos. De haber tenido el número de teléfono de Ida Mae Oakes, también la hubiera llamado. Necesitaba a alguien, y si no podía ser Ida Mae, serían el tío Billy o la tía Jude. Los tres nos preocupábamos más que nadie por papá. Estaba convencida de que la fuerza combinada de nuestro deseo de que volviera haría que dicho deseo se convirtiera en realidad. Ahora soy incapaz de recordar si a esas alturas había visto o no Peter Pan, ni siquiera si la Disney la había estrenado ya, pero el caso era que había vivido aquellos primeros siete años entre personas convencidas por un sentimiento de fe, que trascendía a la religión, de que lograrían todo aquello que quisieran si lo deseaban con la fuerza necesaria.

Mamadee ordenó a tío Billy y a tía Jude que regresaran a su casa y se mantuvieran al margen del asunto.

Para asombro de Mamadee, la tía Jude asentó bien sus pies torcidos y deformes, mientras que tío Billy echó la cabeza hacia atrás en un gesto desafiante e inamovible.

El abogado Weems intentó intimidarlos para que se marcharan, pero sus intentos corrieron la misma suerte que los de Mamadee.

—Os quedáis —les dijo de pronto mamá a tío Billy y tía Jude.

No sé si realmente los quería allí, pero quizá pensó que podría necesitar de aliados para enfrentarse a Mamadee y al abogado Weems. Puede que tan sólo quisiera llevar la contraria. Pidió al señor Ree—shard que les buscara una habitación barata y después los ignoró, excepto cuando los requería para que le hicieran recados.

Al segundo día de la desaparición de papá, cuando la policía de Nueva Orleans se había mostrado incapaz de encontrarlo en bares, prostíbulos, hospitales o la morgue, mamá, Mamadee y el abogado Weems acordaron con la policía que debían partir del supuesto de que la nota de rescate era auténtica. El señor Weems se marchó a Montgomery para reunir el millón de dólares. Debía regresar a última hora del lunes con el dinero, en billetes pequeños.

Ése fue el día que el FBI se hizo cargo del caso. Para entonces, ya había encontrado el mejor puesto de escucha. Los agentes contaron a mamá, Mamadee y al abogado Weems, además de a tío Billy y tía Jude, que la firma de la nota, los nombres de Judy y Janice, era un subterfugio para que todos creyeran que se trataba de dos secuestradoras. En la extensa experiencia del FBI, las mujeres a veces secuestraban niños, pero nunca, jamás secuestraban a hombres adultos. Los agentes aseguraron a mamá y a Mamadee, así como a los detectives del cuerpo de policía de Nueva Orleans (quienes parecían menos que agradecidos por la amplia experiencia del FBI) que, categóricamente, los secuestradores, si podía hablarse de secuestro, eran varones. Y dada la amplia experiencia del FBI, también podían asegurar a los presentes que el hecho de que hubiera dos firmas en la nota de rescate no significaba que fueran dos secuestradores. Sin ir más lejos, una banda de cinco había estado operando el año anterior en San Luís, pero como no tenían toda la certeza podía tratarse perfectamente de un solo hombre.

Mamadee tenía una pregunta con la que desafiar la amplia experiencia de los agentes del FBI:

—¿Qué han querido decir con eso de que «si puede hablarse de secuestro»?

—Aún queda por demostrar si es o no un montaje, señora —respondió uno de los agentes.

El otro se aclaró la garganta y añadió:

—A veces, lo que parece un secuestro en realidad es una despedida a la francesa.

—¿Qué es una despedida a la francesa? —pregunté más tarde a Ford.

—Pues marcharse a Río de Janeiro para emprender una nueva vida, sin obtener el divorcio ni nada. Por lo general, quien lo hace se lleva todo el dinero consigo, y a veces a la secretaria.

El pensamiento de que papá pudiera habernos abandonado constituía más de lo que podía imaginar. La idea de que se llevara a la secretaria, la señorita Twilley, era incomprensible. ¿Por qué a la secretaria? ¿Nos pondría ella las conferencias telefónicas con él? ¿Taquigrafiaría las cartas que nos escribiera papá con la letra confusa, en el código secreto que empleaba? Y ¿por qué a eso se lo llamaba despedirse a la francesa? Todo lo francés estaba relacionado con una gran cantidad de procesos y objetos. Por ejemplo, desde el balcón del ático B podía arrojar una pelotilla de papel mascado al barrio Francés.

Algo me escocía en los ojos, que se tornaron llorosos.

—Eh, tú, llorica. ¡No pienso contarte nada! —amenazó Ford.

—¡Si no estoy llorando! ¿Qué más?

—Lo otro que suele suceder es que a veces el secuestro oculta el asesinato de alguien.

Se me cerró la garganta; sentí como si me hubieran dado una patada en el estómago y el golpe me hubiera repercutido en la columna. El asesinato constituía una amenaza frecuente en nuestro hogar, pero como sucedía en televisión, no era más que una ficción incruenta. True Sex Crimes y sus imitadoras formaban parte de una prensa tan desconocida para mí como pudieran serlo las publicaciones para chicas. La idea de que alguien real pudiera matar a otra persona real me supuso una auténtica conmoción. En ese momento, me sentí ridícula y, aún peor, tuve la sensación de que mi ridiculez podía ser letal. Era lo bastante mayor para comprender al menos parte de la maligna naturaleza del ser humano. Y era mi papá quien estaba en juego. Nunca se lo había dicho a nadie antes, pero me hice pis encima. Me bajó por las piernas hasta los calcetines. El peto lo ocultó lo suficiente para que pudiera apartarme de Ford, antes de que éste cayera en la cuenta de lo sucedido.

No obstante, antes me planteó una pregunta retórica a la cual él, por supuesto, tenía respuesta.

—¿Sabes quién es siempre el primer sospechoso?

Negué con la cabeza.

—La esposa. O el marido, si es la esposa quien ha desaparecido.

—¿Mamá? —susurré.

Ford asintió. Había algo en aquello que lo complacía, o puede que simplemente estuviera disfrutando al asustarme.

Le di un fuerte empujón y eché a correr hacia mi habitación.

Entre tanto, Janice Hicks horneaba brioches en la cocina del hotel y Judy DeLucca nos los servía a diario, cada mañana, junto al café de mamá.