Judy era Judy DeLucca, la camarera que nos había servido el desayuno aquella mañana. Tenía veintidós años, y era de ojos y pelo castaños. Tenía la nariz torcida hacia la izquierda, como si alguien diestro le hubiera arreado una fuerte bofetada.
Janice era Janice Hicks, de veintisiete años, ojos castaños y cabello castaño. Daba la impresión de que tenía el rostro plano porque las mejillas le asomaban por encima de la diminuta nariz. Tenía tanta papada que no había forma de determinar dónde le acababa la mandíbula y dónde le empezaba el cuello. Pesaba algo más de doscientos kilos. Janice trabajaba en la cocina del hotel Pontchartrain, horneando entre otras cosas el brioche que Judy nos servía a diario.
Mamá enarcó las cejas recién realzadas cuando le tendí la nota. La tomó y aspiró.
—Vulgar, querida, muy vulgar. Pégame un tiro si me sorprendes alguna vez poniéndome semejante perfume.
Leyó las palabras apresuradamente y se le abrieron mucho los ojos.
—No me gustan nada las bromas, Calley.
Como si no lo supiera.
Cerró la mano con fuerza hasta convertir la nota en una pelota, que a continuación me arrojó a la mejilla.
Me miró fijamente. Se había quedado lívida.
—Oh… Dios… mío —susurró. Recogió la nota, la extendió y la observó con atención—. No la has escrito tú, ¿verdad? —Tenía los ojos muy abiertos, y de pronto se le habían empañado. Le temblaba la nota en las manos. Le temblaban los labios, y entonces gritó como alguien a quien acaban de arrancarle un brazo.
Ford llegó corriendo. Mamá se mostraba incoherente, histérica. Ford le sirvió un vaso de algo de una de las jarras, ella cerró las manos alrededor del vaso y se lo llevó a los labios. La calmó unos instantes, lo suficiente para que pudiera revolverlo todo en busca del tabaco y el encendedor.
Ford leyó la nota a toda prisa, y luego me empujó hacia la salida de la habitación.
—¿La has escrito tú?
Tiré de la mano para intentar soltarme, pues me había cogido de ella.
—¡Eres un indeseable! ¡Mi letra es perfecta!
Mi escritura era, y sigue siéndolo, extraordinariamente limpia; espacio cuidadosamente las letras minúsculas, todas ellas de un mismo tamaño. A veces parece mecanografiada, y no es de extrañar, pues aprendí a escribir gracias a las letras que Ida Mae Oakes mecanografiaba en una antigua Corona. Ida Mae dijo que podía hacerlo si me concentraba, y que tenía que concentrarme. Aprender a concentrarse era incluso más importante que aprender a escribir.
Mi profesora de primer grado, la señorita Dunlap, quería que aprendiera a unir las letras. Ella lo llamaba escritura. Fingía ser demasiado tonta para aprender. Tonta también significa otra cosa de la que me habló Ida Mae Oakes. Me contó que si alguien se quedaba en silencio, prestando atención pero sin intervenir, mucha gente, los que no paran de hablar, llegarían a la conclusión de que esa persona era tonta, lo cual en ocasiones era conveniente. Podían gritarle, castigarle e incluso despedirle, pero si alguien no quería hacer algo, ser tonto podía ser el mejor modo de salirse con la suya. O puede que ese alguien tuviera tiempo de desentrañar qué debía hacer a continuación, gracias al hecho de ser tonto.
Ford había crispado la mano en un puño.
—¡Mentirosa!
—¡Mamarracho!
—Si resulta que lo has hecho tú, ¡te meteré la cabeza en el retrete!
De pronto guardó silencio. La rabia lo hizo titubear. Por una vez, me pareció inseguro.
—¿Qué sabemos? —Aquellas palabras susurradas revelaron un grado de asombro y temor tal que, al igual que el guijarro que traza anillos concéntricos en el agua, sirvieron de amplificador de mis propias emociones.
Después de servirle a mamá más de lo que quiera que hubiera en la jarra, y de que también él le diera un buen tiento, Ford la convenció para que llamara al señor Richard, gerente del hotel. Mientras aguardábamos, Ford encargó el desayuno.
Terminé de vestirme. Recuerdo que me apresuré porque de pronto me pareció importantísimo estar vestida, y no sólo porque llevar las braguitas me hiciera vulnerable a azotes o suspicacias. Tenía la sensación de haberme dejado sorprender con la guardia baja en mitad de una terrible emergencia, como un incendio, una inundación o un tornado.
El señor Richard surgió del ascensor del ático B envuelto en un enaltecido estado de calma gerencial, exudando seguridad en sí mismo y confianza en que todo se solucionaría. Se presentó como si no lo hubiera hecho el día anterior, quizá para recordarnos que su nombre se pronunciaba a la francesa: Ree—shard.
Mamá aplastó la colilla del Kool. Tomó la nota de la mesa del comedor y se la mostró con tal prontitud que parecía que la nota estuviera envuelta en llamas. El señor Ree—shard la examinó, antes de devolverla cuidadosamente al lugar que había ocupado en la mesa. Ford se hallaba de pie a espaldas de la silla de mamá, con una mano apoyada en su hombro, una mano que de vez en cuando ella cubría brevemente con la zurda.
Yo permanecí en la periferia, intentando ser invisible, algo que me resultó muy fácil puesto que mamá y Ford me ignoraron. Tan sólo el señor Ree—shard se volvió a veces para mirarme, y al hacerlo se mostró incómodo. Intentó no volver a mirar, pero no pudo evitarlo. Tenía cierto temor en los ojos, y lástima también. Su reacción no me resultaba del todo inusual, por lo que permanecí imperturbable. Tenía otros motivos para estar nerviosa.
Mamá aseguró al señor Ree—shard que no éramos un par de críos dispuestos a gastarle a nadie una broma pesada. Él a su vez aseguró a mamá que se ponía totalmente a su servicio. Seguidamente, el señor Ree—shard hizo algunas llamadas a otras personas que habían acudido a la convención, jefazos de la asociación de vendedores, y, una vez cerciorados de que no habían encontrado a papá borracho como una cuba en el suelo, tras el sofá de una habitación o en la suite de nadie, llamó a la policía. Para entonces se le veía un poco disgustado, por mamá, creo, y también por el hecho de que a esas alturas su procedimiento habitual no hubiera rendido sus frutos.
La doncella nos trajo el desayuno, al que ninguno de nosotros nos acercamos. Cierto número de personas acudieron al ático. La mayoría de las visitas eran compañeros de papá, vendedores de automóviles. Algunos llevaban a la mujer del brazo, y todos se mostraron preocupados, solemnes y nos ofrecieron su consuelo.
Al llegar la policía, el señor Ree—shard condujo a todos los preocupados visitantes al ascensor, para que el detective de la policía de Nueva Orleans pudiera interrogar a mamá en relativa intimidad.
El detective contó a mamá que los secuestradores jamás firmaban una nota de rescate con el nombre real. ¿Qué podía haber más estúpido que eso? De modo que no tenía sentido buscar a un par de criminales llamadas Judy y Janice. Opinaba que Ford y yo debíamos de estar tomándoles el pelo y que merecíamos unos cuantos azotes. Cuando ni Ford ni yo rompimos a llorar ni confesamos, mamá nos echó de la habitación.
Ford aventuró que el detective se esforzaba en convencer a mamá de que los dos éramos responsables de lo sucedido y que probablemente papá se encontraba borracho en cualquier lugar, puede que en un prostíbulo.
—¿Qué es un prostíbulo? —pregunté.
—Pues es donde están las furcias. —Ford empleó el tono de voz al que solía recurrir para dar a entender que me creía mentalmente discapacitada.
La verdad es que no tenía muy claro qué eran las furcias, aparte de potenciales madres de los otros hijos de papá, o quizá pensaba que eran de esas mujeres que van fumando por la calle. La palabra whore, puta, tenía una sonoridad distinta para mí, pues la oía como h—o—a—r, del verso Hoar—frost twinkles on the trees, la escarcha centellea en los árboles, perteneciente al poema de Winnie—the—Pooh que Ida Mae Oakes me leyó cuando era pequeña. Ida Mae me contó que la escarcha era hielo. A mí la supuesta casa de escarcha (pues yo, en lugar de whorehouse, prostíbulo, entendía hoarhouse, que es casa de escarcha) me sonaba a palacio de hielo, al lugar donde reinaba la Reina de Hielo. Era incapaz de relacionar las furcias con los palacios de hielo. Había tenido problemas para encontrar la palabra que a menudo empleaba mamá cuando papá se retrasaba, «galán», que yo buscaba en la j en el diccionario. Por el momento, había llegado a la conclusión de que galán era todo aquel que se retrasaba.
La mujer de Fulano (hace tiempo que olvidé el nombre, eso si alguna vez lo supe) entró en la habitación para hablar con nosotros. Nos contó que mamá estaba abatida y que en ese momento tan difícil teníamos que portarnos mejor que nunca. Nos dijo que mamá había hecho llamar a Mamadee. Que el tren al que llamaban «el Colibrí de Dixie» haría una parada especial en Tallassee para recogerla. Probablemente nos llevaría a casa. Luego hizo que nos arrodilláramos y rezáramos por mamá y para que papá regresara sano y salvo.
Se trataba de una plegaria por mí, no por papá. La plegaria, tal como yo lo veía, se encuadraba en la misma categoría de magia mundana que los hechizos y el quien—pisa—una—raya—pisa—medalla—del—niño—Jesús—muerto—en—la—cruz, por no mencionar echarse un pellizco de la sal derramada a la espalda. A pesar de que íbamos a la iglesia a menudo, tan sólo me sabía de memoria el Padrenuestro y la plegaria de antes de meterme en la cama. Esta última solía recitarla de carrerilla para incordiar a mamá:
Ahora-que-me-voy-a-la-cama-ruego-al-Señor-que-cuide-de-mi-alma-y-si-muriera-antes-de-despertar-ruego-al-Señor-que-se-la-lleve-consigo.
Como carecía de un abracadabra más específico, cerré los ojos con fuerza e intenté recitar el Padrenuestro tal como lo había memorizado, cambiando no obstante el principio para adaptarlo a papá.
Papá mío, que estás en los cielos,
sacrificado sea tu nombre,
anca tu reino,
hágase tu voluntad
asien la tierra como en el cielo.
Danoshoyelpan nuestrodecadadía
y perdona nuestrasdudas
comonosotros perdonamos a nuestros andadores.
Y nonos permitas caer en la tentación, mas
libéranos al mal,
porquetuyoeselreinoanca,
elpodery lagoria
por todos los sigilos.
Amén.
La murmuré para evitar que la señora de Fulano reparase en los errores que pudiera haber cometido.
Ford disimuló su enfado hasta que la señora de Fulano se marchó.
—Maldita sea, no pienso irme a casa hasta que vuelva papá —dijo entonces.
No tuve que decirle que tampoco yo quería volver a la casa de Montgomery, ni regresar con Mamadee a su enorme casa, llamada Ramparts, ubicada en Tallassee.
Ford quiso darme órdenes.
—Dumbo, tienes que volverte invisible. Tienes que mantener la boca cerrada. Si al llegar Mamadee decide hacerse cargo del espectáculo, nos ignorará.
Sabía reconocer algo dicho con buen juicio cuando lo oía, a pesar de que si provenía de Ford solía deberse a que me estaba tendiendo una trampa.
Ford tenía una estrategia propia. Hacía compañía a mamá, le cogía de la mano o le servía bebidas frías, cuando no le aplicaba paños húmedos en la frente, pañuelos limpios cuando lloraba, o aspirinas o analgésicos cuando le dolía la cabeza. Ella se lo tragaba.