Capítulo 6

El ascensor sufrió una sacudida, suspiró y se posó con un golpe seco, como si lo hubieran ahorcado. Mamá entró caminando de puntillas en el ático, las piernas enfundadas en las medias, los zapatos de tacón en la mano, sostenidos por la tira del tobillo. Se introdujo en mi habitación y me tiró del pie.

—Despierta y ven a desabrocharme, Calley —susurró.

Me incorporé para después frotarme los ojos como si hubiera estado dormida, aunque el único instante en que había cerrado los ojos desde que papá y ella se habían marchado fue cuando entró mamá en el dormitorio. Cuanto más me esforzaba por no pensar en el extraño rato que había pasado en la tienda que hacía tictac, más me obsesionaba. Suponía un alivio tener de vuelta a mamá. Me puse las gafas, saqué a Betsy Cane McCall de debajo de la almohada, di un salto para bajar de la cama y seguí a mamá hasta el espacioso dormitorio y el vestidor.

Mamá había salido con un conjunto de tafetán cobrizo sin tirantes y una falda irisada de color melocotón. Soltó los zapatos en la alfombra y, al mismo tiempo, se llevó la mano a uno de los pendientes. La observé mientras devolvía las joyas a las cajitas forradas de terciopelo. Me señaló con la barbilla la banqueta del tocador. Cuando me arrodillé junto a ella, echó hacia atrás la espalda para que pudiera alcanzar el cierre de la cremallera, que discurría desde la parte superior hasta la cintura. Había otra, cuyo propósito consistía en evitar tirantez en el talle o las caderas, que iba desde una axila hasta unos dos centímetros por debajo de la cintura. Podría habérselas apañado sola, pero se volvió de lado con el brazo en alto, de modo que lo hice. Cuando el vestido de tafetán cayó con un exuberante susurro sobre la alfombra, dio un delicado paso a un lado para apartarse de él.

Volví a subir las cremalleras para colgarlo de la percha acolchada y devolverlo a la barra del armario.

—¿Dónde está papá?

Mamá se quitó la combinación, la dejó caer y se volvió al tocador para encender un Kool.

—Tomando una última copa y fumándose un puro con los muchachos.

La observé mientras se desabrochaba las ligas de las medias de seda. Mamá adoraba sus medias de seda.

—Manos y uñas —dijo.

Le mostré las manos.

—¿Has estado abriendo ostras mientras estábamos fuera, Calley? Ponles crema a esas zarpas.

Dispuesta a obedecer, me extendí en las manos una crema untosa de mi madre.

Mamá se sentó en la banqueta y levantó un pie mientras yo le deslizaba las medias tal como me habían enseñado, enrollándolas cuidadosamente desde la parte superior hasta el talón. Luego las introduje plegadas en el maletín de la lencería.

Cuando se hubo desmaquillado y estaba a punto de ponerse la crema nutritiva, me decidí a pedírselo:

—Duerme conmigo esta noche, mamá. Por favor.

Se volvió hacia mí con mirada inflexible.

—¿Por?

—Porque quiero que duermas conmigo.

—No será por eso, Calliope Dakin. Siempre has tenido un motivo para pedir un favor.

—Tengo miedo.

—¿Miedo de qué?

Me encogí de hombros.

—Una niña como tú, con lo mayor que eres. Miedo. Estás loca. Me convertiré en una de esas pobres mujeres con el lastre de un hijo con problemas mentales para el resto de mi vida.

—Mamá, por favor…

Observó el reloj de la mesilla de noche. En ese momento, yo me sentía incapaz de volver a mirar otro reloj.

—Si duermo aquí, tu padre hará ruido al entrar y me despertará.

Después de apagar el cigarrillo en el cenicero, me siguió al cuarto. Una vez allí, se dejó caer en la cama con gesto de cansancio.

—Ponte ahí y masajéame los pies, que me están matando.

Se refería al pie de la cama, claro.

A menudo mamá me pedía que le masajeara los pies. Se tumbaba con la cabeza en la almohada y yo me acurrucaba en el extremo inferior de la cama, con sus pies en el regazo, masajeándoselos. Y si lo hacía durante largo rato, ella se dormía en mi cama. A mí me encantaba dormir con mamá. No estaba preparada para dejar de ser una niña. No había mejor canción de cuna que escuchar los latidos de su corazón.

Me detuve una vez cuando, ya cerrados los ojos, caí en la cuenta de que llevaba un rato sin decir una palabra.

—Continúa, Calley, o me vuelvo a la cama, a esperar al galán de tu padre —dijo entonces.

Pero cuando hice una nueva pausa al cabo de un rato, mamá no habló. Recogí a Betsy Cane McCall del suelo, me encaramé a la cama, volví la almohada para que estuviera fresca y caí presa de un sudoroso sopor. No tenía la sensación de estar dormida. En lugar de ello, me sentía atrapada en la asustadiza oscuridad que mora bajo la superficie del sueño. La oscuridad era un mar de ansia, pérdida y lamentos. De nuevo me encontraba bajo aquellas oscuras aguas, mientras la lluvia repiqueteaba desesperadamente sobre el cristal. Respiraba la pena y la aflicción, y me escocían la boca, los oídos y los ojos debido a su amargura.

Al poco rato, me despertó mamá. Se había levantado, y me di cuenta de que había ido a su dormitorio a comprobar si había regresado papá.

—Es la una en punto, Calley, y tu padre no ha vuelto. Estará bebiendo, o se habrá fugado con alguna furcia de sangre negra.

Como siempre que se retrasaba papá por cualquier motivo la había oído especular así, y como tampoco la entendía, no presté atención a aquel comentario.

Cuando se tumbó de nuevo en la cama, me arrimé a ella. Ambas nos quedamos dormidas.

Me desperté antes que mamá, a eso de las siete, y me escurrí de la cama en dirección al baño.

Mamá tiró de las sábanas hacia sí para dificultarme la vuelta.

—Lo siento, mamá. Tenía que ir.

—Eso te pasa por beber agua de noche. Ahora estate quieta y déjame dormir.

Fui a echar un vistazo a la cama del dormitorio principal. Estaba como la había dejado la camarera, preparada para recibir a los ocupantes de la suite, sin una sola arruga.

Entonces fui yo quien sacudió a mamá del hombro.

—Papá aún no está.

Se volvió levemente hacia mí y levantó la cabeza para mirarme. Se le abrieron los ojos como platos. Apartó las sábanas y se levantó de un salto.

—¡Eres hombre muerto, Joe Cane Dakin! —exclamó.

Cuando se acercó al dormitorio caminando a zancadas, decidí que había llegado el momento de despertar a Ford. Le arreé un golpe en la nuca con los nudillos. Rodó en la cama con la almohada aferrada y me la arrojó, pero yo logré apartarla de un manotazo.

—Papá lleva toda la noche fuera. Bebiendo o con una furcia negra, según mamá.

—Menuda chorrada, Dumbo.

Ford volvió a tumbarse en la cama y cerró los ojos.

Me fui a ver qué hacía mamá, y la encontré en el vestidor.

—Ha tenido un accidente. Lo presiento —susurró mamá, dedicándome una fugaz mirada lacrimosa.

Desapareció en el baño. Las tuberías protestaron y el agua de la ducha se precipitó sobre las baldosas sin que se interpusiera el cuerpo de mamá, ya que solía dejarla correr hasta que estaba muy caliente. Me senté en la banqueta y revolví algunas cosas, pero no me puse nada de maquillaje. Sabía perfectamente que no debía y que ella recurriría a las púas del cepillo si se me ocurría desobedecerla. En el baño, mamá entró en la ducha.

Salió con la piel rosácea y suave, y me ahuyentó de la banqueta, donde tomó asiento para maquillarse. La observé como solía hacer muchas mañanas cuando se maquillaba. La intensidad de su concentración me fascinaba tanto como lo que hacía. En plena faena se detuvo, con el cepillo en la mano. Me contempló.

—Cuando envejezca, a nadie le importará lo que me suceda —aseguró.

—¡A mí!

Su expresión pasó de la más sombría autocompasión al enfado, y acto seguido me hizo un gesto para que la dejara sola.

Estaba en mi habitación, poniéndome las bragas, cuando sonó el timbre. Eché a correr hacia la puerta.

Ford asomó por la puerta y me informó de lo que ya sabía perfectamente: que iba en bragas. Se me ocurrió pensar que, cuando acabara de vestirme, aún podría decirse que seguía yendo en bragas, pero Ford cerró la puerta antes de que pudiera exponer mis argumentos.

Era la doncella con la bandeja del café y el bollito que mi madre necesitaba para afrontar la jornada. Reconocí a la doncella, era la misma que nos había atendido la mañana anterior. Se quedó desconcertada al verme medio desnuda. Consciente de que eso la incomodaba, di marcha atrás en dirección al cuarto de mamá.

—Déjelo en la mesa, por favor —le dije como si fuera mi madre; en cuanto lo hice, comprendí lo absurdo de mi comportamiento: una niña de siete años, en bragas, dando órdenes a una doncella como si fuera una mujer adulta.

Me retiré al vestidor de mamá para informarle de que habían llegado el café y el bollito. Le gustaba particularmente el bollito, un brioche, por los cuales era tan famoso el hotel Pontchartrain como lo era por el «pastel de una milla de alto».

Seguía sentada en la banqueta, fumando un Kool enfurruñada. Comprendí que cuando apareciera papá se armaría la gorda.

—Mamá.

—¡Calley, deja ya de deambular desnuda y ponte algo decente!

—No estoy desnuda… —empecé a decir.

Me abofeteó.

No iba a proporcionarle la satisfacción de hacerme llorar, sobre todo por una bofetada. Se volvió hacia el espejo.

Volví a mi habitación, dispuesta a darle a Betsy Cane McCall un par de azotes que nunca olvidaría.

Betsy Cane McCall reposaba encima de un sobre rosa, en una de las almohadas de mi cama deshecha. Con una madre que vestía de rosa Schiaparelli y olía a Shocking, de Schiaparelli, sabía distinguir un rosa elegante y un aroma agradable de (tal como lo habrían expresado mamá y Mamadee) lo simplemente vulgar. El color rosa de ese sobre no podía ser más vulgar. El papel en sí hedía a un perfume que era incluso peor. Me cruzó por la mente la idea de que quizá se trataba de otra tarjeta de San Valentín, de papá. O puede que Ford hubiera hecho una en broma, escrita en tono hiriente, y que me arrojase algo desagradable a la cara. El sobre no tenía destinatario y no estaba cerrado. En su interior encontré una hoja de papel pautado. Había algo escrito con tinta verde, que decía:

Joe Cane Dakin será hombre muerto

Si no nos dais

$$$1.000.000,00 de dólares

Judy + Janice