El día de San Valentín, papá me dejó en la almohada una preciooosa tarjeta que había comprado en una tienda. La que le dejé yo en la almohada tenía un anguloso corazón de papel, y tanta purpurina como pudo retener el pegamento. La que me obsequió tenía pintados corazones de golosina, con inscripciones como «Quiéreme» y «Cariño» y cosas así, y dentro del sobre habría una docena de golosinas de verdad. Era una broma que nos gastábamos: papá conocía mi opinión respecto a que nada sabía peor que aquellas golosinas en forma de corazón, exceptuando los pintalabios de caramelo.
Mamá encontró en la almohada una cajita envuelta en papel dorado y con una cinta roja, junto a una tarjeta de papá. Eran unos pendientes de perlas. Le dio un beso, y él se rió y se entretuvo quitándose la huella de carmín de la cara con un pañuelo blanco de algodón.
Mamá se los puso en seguida para ver cómo le quedaban.
—No sé cómo lo haces, Joseph, pero diría que me has leído el pensamiento —dijo mientras se contemplaba en el espejo—. He deseado estos pendientes desde la primera vez que los vi en el escaparate de Cody. —Entonces, levantó los ojos ante el reflejo, y añadió—: No creas que esto arregla nada, Joseph. Te hago el honor de creer que nunca intentarías sobornarme con bagatelas. Los acepto como un regalo de corazón.
Papá dejó de sonreír y desvió la mirada. Una mezcla de enojo, cansancio y desconcierto le tensó el rostro. Jamás lo vi tan triste. Me hizo enfadarme con mamá, por arrebatarle el placer de haberle regalado algo.
Papá tenía reuniones durante todo el día. Ford lo acompañó a la mayoría de ellas. Papá escuchaba los discursos, estrechaba manos, daba un par de charlas, estrechaba más manos y decía: «No, gracias, acabo de tomar una», cuando alguien le ofrecía una copa o una joven. Eso fue lo que me contó Ford, que lo consideraba gracioso. Entendí lo de la copa, pero no podía imaginarme por qué motivo iban a ofrecerle una joven a papá en una convención, ni por qué respondería él con ese «tomar», cuando tendría que haber dicho «tener», refiriéndose a mí.
Mamá acompañó a papá al almuerzo de la convención. Yo me quedé en el ático con Ford. Intentó hacerme comer medio sándwich de un solo bocado. Apreté los dientes con fuerza mientras me aplastaba el sándwich en los labios. Cuando le hundí el dedo en el hueco de la garganta, hizo un ruido quejumbroso, dio un brinco y salió dando un portazo. Tuve que reconocer que me había mantenido entera, lo que confirió un sabor más dulce al hielo que me puse en la boca para impedir que se me hinchara.
Cuando mamá regresó, ni siquiera se molestó en preguntar dónde estaba. Yo no solté prenda. Ford no me había dicho que saldría, ni adonde iría ni por qué y, después de todo, ya tenía once años y había acompañado a papá a las reuniones. La verdad es que no me importaba dónde pudiera estar, siempre y cuando me dejara en paz.
Mamá no tenía nada más de lo que ocuparse hasta que hubo que vestirme para el banquete del día de San Valentín, así que me llevó de compras.
Y por eso asesinaron a papá.
Seguía
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lloviendo.
El agua que caía en la acera levantaba una bruma alrededor de nuestros tobillos. Era como estar de pie bajo una ducha fría con la ropa puesta. Guardé las gafas en el bolsillo del abrigo para mantenerlas secas. Las gotitas burbujearon en la lana y luego empezaron a extenderse por el tejido. La lluvia no molestaba a mamá. Llevaba paraguas y apenas le importaba que pudiera mojarme. En más de una ocasión, me había dicho que la lluvia no iba a fundirme.
Por aquel entonces, mamá rara vez compraba ropa en las tiendas, pues despreciaba casi todo aquello que pudiera sacarse de una percha. Tenía a Rosetta copiándole modelos de la revista Vogue. Elsa Schiaparelli era su diseñadora favorita. Además de vestir copias de los diseños de la Schiaparelli, mamá compraba auténticos sombreros Schiaparelli, guantes y medias de seda. Papá le había regalado un abrigo de caracul, con una etiqueta en el forro que demostraba su autenticidad.
Por lo general, compraba en anticuarios. A mamá le gustaba ser rica y comprar cosas de las que se habían deshecho otras personas que ya no eran tan ricas, o que estaban muertas, y comprarlas a muy bajo precio. No era difícil encontrar gangas, ya que era una de aquellas épocas en las que el negocio de las antigüedades andaba de bajón. En los cincuenta triunfaban las cosas nuevas que podían fabricarse en serie. Mamá compraba objetos pequeños: joyas antiguas, antiguas botellas de perfume y candeleros.
Le gustaba mucho la luz que desprendían las velas, pues le favorecía la piel. Me había dado cuenta de eso por cómo se miraba al espejo después de encenderlas. En casa, cuando cenábamos, siempre tenía velas encendidas en la mesa. Décadas antes de que se convirtieran en elemento decorativo, mamá ya las ponía en el baño y en el tocador. Y claro, había que poner las velas en alguna parte.
Junto a los ceniceros, los candeleros se convertían en excelentes proyectiles que arrojar en un acceso de ira. Mamá no era precisamente una atleta consumada, pero siempre encontraba la energía suficiente para arrojar un cenicero o un candelabro. Por suerte, rara vez le daba a algo o a alguien situado lo bastante lejos como para no aferrarle de la muñeca e impedirle hacer lo que se había propuesto. Esa costumbre acabó con unos cuantos ceniceros y otros tantos candeleros, al igual que con algunas paredes, muebles y ventanas, de modo que necesitaba sustituirlos con cierta regularidad. Nunca compraba ceniceros en las tiendas de antigüedades, sino que cursaba un pedido de ceniceros de cristal tallado que le encajaran en la palma de la mano, y los encargaba por docenas al mejor joyero del centro, el mismo al que papá había comprado los pendientes de perlas.
Fuimos con desgana de una tienda de antigüedades a otra. Todas se componían de un único espacio, atestado de enormes muebles de caoba, oscuros y encerados, cubiertos de antiguas figuritas de porcelana, además de alguna que otra pieza de metal. En las paredes colgaban pésimas imágenes de santos antiguos y buenos retratos de quienes habían sido ricos en tiempos, y grabados enmohecidos, que rezumaban la humedad de Luisiana, enmarcados y cubiertos por un cristal. Tanto en Montgomery como en Mobile, incluso en Birmingham, estas tiendas siempre destilaban silencio y humedad, y el propietario siempre era una anciana de piel blanca, o a veces un hombre de mediana edad con el pelo brillante de pomada, que probablemente era hijo o sobrino de la anciana con la piel de pétalos de narciso. En aquellas tiendas solía reinar una luz tenue, había polvo por todas partes, y mi única ocupación, mientras mi madre curioseaba y la anciana propietaria me echaba un ojo, consistía en intentar sorprender los rayos de sol a medida que éstos se refractaban a través del polvoriento y colgante prisma de las lámparas antiguas o las arañas de luces.
En cuanto entrábamos en una tienda, mamá me ordenaba no tocar nada, guardar silencio y estarme quieta, con la amenaza de imponerme un castigo terrible. La propietaria me contemplaba entonces con el temor de que pudiera asir el atizador de un juego de chimenea y echar a correr por toda la tienda como si estuviera loca, rompiendo todo a mi paso. A veces deseaba hacerlo. Consciente de mi torpeza, solía encontrar un rincón apartado donde fingía ser una enorme muñeca rota, e imaginaba que estaba hecha pedazos, que tenía el pelo revuelto y que mis ojos, arrancados, miraban en direcciones distintas.
En la penúltima tienda, el propietario reaccionó a la advertencia de mamá con un silbido fuerte, al tiempo que me dedicó algunos gestos. Mamá me envió afuera, donde me quedé en una esquina, me escurrí y escuché los sonidos que produce la lluvia constante sobre distintas superficies alrededor de una persona que está de pie bajo ella. Me pregunté cómo sonaría la nieve. Me había hecho el firme propósito de ver nevar algún día, de sentir la nieve en la piel, de escucharla y sentir su frío beso en el rostro vuelto hacia ella, claro que, por supuesto, no podía contar con que nevara en Nueva Orleans. Me pregunté si habría nevado alguna vez en Nueva Orleans. La nieve no sonaría como una hoja al caer, sino más bien como una pluma. Me hubiera gustado escuchar el trino de los pájaros en Nueva Orleans. ¿Acaso no había sido papá quien había dicho que había loros en Nueva Orleans? Me hubiera gustado escuchar las voces o lo que fuera de las otras criaturas que vivían allí. Seguro que había ardillas, y seguro que, con lo húmeda que era aquella ciudad, también había ratas. Tenía que haber ratones, gatos y perros, y alguien en Nueva Orleans debía de tener un mono. Habría un zoo. Pero la lluvia ahogó hasta el menor atisbo de todas aquellas encantadoras posibilidades.
Un súbito golpe de viento me arrojó la lluvia en la cara, y el agua me resbaló por la nuca cuando arreció, así que me eché a temblar. Eché la cabeza hacia atrás y abrí la boca a la lluvia, y al mismo tiempo que echaba un trago puede decirse que me lavé la cara.
La siguiente tienda a la que nos acercamos hacía tictac. Lo oía con claridad desde el exterior, antes incluso de doblar la esquina. Cuando cesó el tintineo de la campanilla de la puerta que anunciaba nuestra entrada, y volvió a imponerse el tictac, saqué las gafas del bolsillo del abrigo donde estaban a salvo y secas, y me las puse. Había toda una pared cubierta de relojes antiguos, ninguno de los cuales marcaba la misma hora o minutos o segundos que los demás, y hacían tictac, clicloc, tictac y tictoc o picpoc, cuando no cloqueaban como una pajarera repleta de aves de cuerda.
Aquella tienda también parecía disponer de una provisión más abundante de candeleros que las demás, auque los candeleros sean, por naturaleza, más tímidos y, por lo general, más numerosos de lo que parece a simple vista. Quédate quieto y mira a tu alrededor en cualquier tienda de antigüedades o en una chatarrería y los verás por todas partes: púas y candeleros; arañas de luces que no llegaron a adaptarse a la corriente eléctrica; candelabros de tres, cinco e incluso de siete brazos; candelabros de pared de cobre y cristal; candelabros de vidrio en rubí, cobalto y cristal; viejos y mellados candelabros de peltre; manchados candeleros de cobre, y antiguos candeleros de plata, deslustrados y negros como un alma perdida. Los sirvientes de la luz en los siglos anteriores a la llegada de las lámparas de aceite de ballena, la luz de gas y la corriente eléctrica, sostenes de velas que ya no eran necesarios, sino que se vieron relegados a la categoría de cacharros antiguos y fruslerías. De vez en cuando podían convertirse en un objeto contundente, y hacer mella en la pared o extraer un poco de sangre. Doctor Mandarino, en la biblioteca. Mamá, en el tocador.
Mamá pasó mucho tiempo en aquella tienda en particular. Si pasaba más de cinco minutos en una tienda, compraba siempre algo, a menos que los precios del vendedor le parecieran abusivos o que el propietario considerara que no era la clase de mujer capaz de apreciar el valor de aquellos objetos peculiares o valiosos.
Debido a la lluvia, no se refractaban los rayos del sol en los prismas de la tienda. La tienda tictac estaba vacía, a excepción de mamá y de mí, y del hombre de mediana edad situado tras el alto escritorio de maestro que hacía las veces de mostrador. No parecía importarle lo más mínimo tenernos a ambas en el establecimiento. Cuando mamá se había convertido en la única dienta durante diez minutos, se abrió la puerta con el tintineo de la campana metálica.
El propietario sonrió.
—Ah, me alegro mucho de verla —le dijo a la señora que entró.
Ésta le devolvió la sonrisa.
No recuerdo qué aspecto tenía. Bueno. A veces creo que sí lo hago, aunque me pregunto si puedo fiarme de mi memoria. Quizá le haya puesto la cara que le convenía, o la que me convenía a mí. Recuerdo el corte de la falda, aunque no el color ni el estampado, y los chanclos de plástico con los que se cubría los zapatos, escarpines de tacón bajo. En otros tiempos, la mayoría de las mujeres tenían un par de estos chanclos; mamá, por ejemplo. Se suponía que debían ser transparentes, de modo que mostrasen el calzado que protegían de la lluvia, pero nunca lo hacían. Quiero decir que nunca lo eran, que no era posible ver los zapatos ni los chanclos eran realmente transparentes. Llevaba las manos enfundadas en guantes, igual que mamá, y es que los guantes constituían un complemento tan imprescindible como los sombreros.
Y recuerdo el modo en que aquella señora me miró.
Al principio, fue sólo una vez y durante escasos segundos. Me estaba mirando a mí. No estaba mirando a una niña desgarbada que estaba empapada y que intentaba no gotear sobre algo. Estaba mirando a Calliope Carroll Dakin, fuera quien fuese a la edad de siete años. Me miró un instante y, luego, observó a mamá.
—Hay una niña empapada de pie en la puerta, señor Rideaux. ¿Es suya? —preguntó al propietario.
—Es mía —dijo mi madre.
La señora se volvió bruscamente al propietario de la tienda.
—Busco un candelero, señor Rideaux.
De pronto, la atmósfera que reinaba en la tienda se volvió muy inestable. Podía suceder cualquier cosa. Mamá tomó el candelero que tenía más a mano (uno que valía un dólar y medio, de cristal de cobalto) y lo acercó al escritorio del propietario.
Fue entonces cuando mamá descubrió que ya no llevaba el bolso.
Mamá se llevó un sofoco, y más. Estaba aturdida. De algún modo, logró que se le trabara la lengua varias veces. Aseguró al señor Rideaux que tenia el bolso en alguna parte, y que realmente tenía dinero para pagar ese candelero (aunque probablemente no lo quisiera para nada), y le rogó que se lo apartara hasta que pudiera volver con el dinero.
—¿Llevaba usted el bolso? —le preguntó él con educación, aunque en un tono que sugería que no le importaba demasiado la respuesta que pudiera recibir.
—No lo recuerdo.
La extraña señora se había movido lentamente en la tienda, mirando a su alrededor y examinando uno u otro candelero, para a continuación devolverlos a su lugar y sonreírse. Hizo una pausa ante un espléndido guacamayo disecado que había escapado a mi atención, hasta el momento en que le acarició la dorada corona y el lomo con la mano enguantada. Se volvió hacia mí y me dedicó una mirada limpia, veloz, pronta.
—Seguro que lo llevas, mamá, porque compraste ese alfiler de camafeo y te vi sacar el monedero —dije.
Mamá se volvió hacia mí. Se suponía que no debía hablar en público, a menos que fuera para presentarle a alguien mis respetos o para decir algo bonito de ella.
—Probablemente se lo haya olvidado usted en el último lugar donde estuvo —sugirió el señor Rideaux.
—Probablemente —admitió mamá—. Vamos, Calley.
El propietario y la extraña señora cruzaron la mirada.
—Deje usted a la niña aquí; si se porta como un ángel —dijo el propietario.
Mamá lo miró, y luego me miró a mí. Intentaba decidir si aquello me satisfaría, lo cual no estaba ni por un instante dispuesta a permitir. Sin embargo, tenía un aspecto tan lamentable, estaba tan empapada y tenía una cara de aburrimiento tal que cedió.
—Déle un sopapo si le rompe cualquier cosa, y le pagaré el doble por ella cuando regrese —dijo mamá.
Así fue como mamá salió de la tienda con el paraguas y la satisfacción de qué el señor Rideaux sabía que tenía dinero suficiente para pagarle el doble de cualquier objeto que tuviera en la tienda.
No entró nadie más. El señor Rideaux permaneció sentado al escritorio, escribiendo en un libro mayor. La señora me miró.
Debió de creer que estaba a punto de desmayarme, porque hizo un cloqueo que empujó al señor Rideaux a levantar de nuevo la mirada.
—Señorita, siéntese en esa silla de ahí —me dijo, señalándome con la pluma.
Me senté en el borde del asiento tapizado de una silla de caoba. El pelo, el vestido y el abrigo se me fueron secando mientras observaba y escuchaba el tictac de todos aquellos relojes que señalaban una hora que no era. De pronto me sentí inquieta. Reí en voz alta. Los relojes no tenían nada que ver con el tiempo, sino que eran simples instrumentos, el tictac y el tictoc plata y oro y bronce de las agujas de similor, una divertida y payasa rapsodia de mentiras. Y la extraña música se volvió más extraña, menos caótica, más compleja, tanto que pensé que un nuevo reloj había entrado a formar parte de aquella melodía y la había transformado.
Estaba embelesada, pero vi temblar la boca de la señora y los saltitos que daba la ceja izquierda del propietario cuando cruzaron la mirada. Sentía que me observaban de vez en cuando, aunque no había lugar en aquellas miradas para la censura o la desaprobación, sino todo lo contrario: un placer callado.
El sonido discordante de la campanilla de la puerta rompió el hechizo cuando mamá la abrió. Jadeé como si se me hubiera parado el corazón, y justo en ese preciso instante se detuvieron todos los relojes de la pared, de tal modo que de pronto la tienda se vio envuelta en el mismo silencio que envolvía a todas las cosas muertas que había en su interior.
—Calley, ¿se puede saber qué te propones al sentarte en la silla antigua del señor Rideaux? —me preguntó mamá.
Se acercó al escritorio del propietario.
—Señor Rideaux, no he podido encontrar mi monedero, pero haré que mi marido le extienda un cheque por esa silla que probablemente Calley haya echado a perder, y, por supuesto, sigo queriendo el candelero.
El señor Rideaux sonrió a mamá. Yo no me creí aquella sonrisa, pero mamá lo hizo.
—La joven no ha echado a perder la silla. La reservo para las niñas empapadas que entran en mi tienda, y no la vendería por nada del mundo. Y no me sorprende en absoluto que no haya podido encontrar el monedero, puesto que no ha salido de aquí —dijo el señor Rideaux.
Se levantó, sacó una llave del bolsillo del reloj del chaleco y la utilizó para abrir el cajón superior del archivador, de cuyo interior sacó el bolso de mamá, un Kelly de Hermés color pardo.
Desde la silla del señor Rideaux disfrutaba de un amplio campo de visión. En ningún momento lo había visto coger el bolso de mamá, y tampoco puedo decir que lo hubiera visto levantarse de la silla, y menos aún abrir el archivador y guardar dentro el bolso. Sentí la mirada de la extraña señora. No dije nada, y se me ocurrió pensar en el hecho de que apenas era consciente del tiempo que había transcurrido mientras los relojes me habían tenido embelesada. Papá hubiera llamado a eso un rompecabezas.
—Lo encontré yo, justo ahí —dijo de pronto la señora, cuya inesperada intervención hizo dar un respingo a mamá.
Señaló una mesita de doscientos cincuenta kilos de caoba y mármol de Georgia que había sido tallada, encolada y bruñida para soportar el peso de un espejo pequeño levantado a veinte centímetros del suelo, para que las damas de mediados del siglo XIX pudieran verse la caída del miriñaque. Mamadee tenía una mesita así, de la cual se sentía pecaminosamente orgullosa. A menudo, mamá y Mamadee me informaban de los pecados de la otra. Yo misma sentía tanto orgullo a veces que me sentía pecaminosamente orgullosa de él.
Mamá sonrió y sostuvo el bolso contra el pecho, como si lo abrazara.
—Gracias por salvarme la vida —le dijo a la señora.
—Iba a robarlo, y también iba a robarle a la niña, pero tenía miedo de que me pillaran —dijo la señora.
—¿Quién iba a querer a Calley? —preguntó mamá.
La señora le dedicó una cálida sonrisa.
—Verá, supongo las niñas empapadas servirán para algo. —Entonces, se volvió hacia el propietario, a quien dijo—: Tiene usted tantas cosas nuevas, señor Rideaux, que no estoy segura de qué es lo que quiero. Creo que tendré que volver un día que no esté lloviendo.
No se volvió para mirarme, y al salir la acompañó el campanilleo de la puerta.
—¿Tiene cambio de cincuenta? —preguntó mamá al señor Rideaux. Antes de que éste pudiera responder, mamá exclamó—: Ah, no, espere. Creo que tengo dos sueltos.
El señor Rideaux sonrió e hizo ademán de aceptarle los billetes.
Pero mamá los retuvo suavemente.
—Entonces, ¿no hay nada más que pueda comprar, aparte de esta pieza de cobalto?
—Eso es todo lo que puede comprar por hoy —replicó el propietario al tiempo que la separaba con delicadeza de ambos billetes—. Pero si vuelve usted mañana, le prometo que no la dejaré marchar a menos que se haya gastado ese billete de cincuenta que acaba de devolver al bolso.
También mamá rió suavemente, ante aquella prueba de que el señor Rideaux sabía que tenía dinero.
—En ese caso, supongo que tendré que volver.
Pero, por supuesto, nunca volvimos.