El hotel Pontchartrain se alzaba doce plantas sobre Saint Charles Avenue, y nosotros nos alojábamos en la planta superior, en el ático B. La palabra ático me sonó a una especie de cárcel, pero papá me dijo que significaba que era el lugar más privilegiado. Aún estaba un poco asustada cuando el gerente del hotel nos acompañó en el ascensor. Creo que nací odiando los ascensores. En cuanto entro en uno, siento el impulso de sentarme en el suelo, rodearme las rodillas con los brazos y cerrar los ojos con fuerza, para no ver cómo se cierran las puertas. Bastante es escuchar cómo trabaja la maquinaria y visualizar el empellón—estirón—tirón—golpazo, rematado por el golpe seco, mecánico, de las cintas, las cadenas y los engranajes que podrían escacharrarse en cualquier momento, sin siquiera tener a mano el tirador de la puerta.
El ático B resultó ser un conjunto de espaciosas habitaciones con techo alto y un piano de media cola con la llave en la cerradura, que mamá retiró cuando hice ademán de acercarme. Había una televisión a color y un mueble bar con botellas de vidrio tallado, mobiliario oscuro, alfombras turcas y cortinas de damasco sobre los juguetones visillos de las ventanas. Exceptuando el piano, nuestra casa de Montgomery era parecida, aunque más grande, mientras que la de Mamadee en Tallassee lo era incluso más.
El gerente apartó las cortinas y abrió las contraventanas para mostrarnos las puertas acristaladas. Salimos al balcón y miramos hacia abajo. Saint Charles Avenue era un negro foso de lluvia, allá abajo, lejos, tanto que me sentí algo mareada. Retrocedí hasta el interior del ático. La tapa del piano seguía cerrada. Un piano es una habitación con eco, una caja de resonancia, y yo ni siquiera podría lograr que aquél me contara sus secretos. Mamá guardaría la llave mientras nos alojáramos en el hotel Pontchartrain. Al verme el rostro reflejado en el espejo de su esmalte negro y lustroso, me pareció el de un fantasma macilento. Daba la impresión de estar asomando de un ataúd demasiado grande para mí.
Mamá encargó la cena para Ford y para mí. La ayudé a deshacer las maletas y colgar su ropa del armario, y luego la estuve mirando mientras se cambiaba para cenar con papá. Se retiró al vestidor mientras papá se cambiaba en el dormitorio. El vestido de mamá era de cintura de avispa, ceñido y sin tirantes, con una sobrefalda transparente en la espalda, como una cola corta. Se recogió el pelo a lo Grace Kelly y se maquilló como una estrella de cine, realzando sus cejas, aplicándose mucha máscara de pestañas y una tonalidad oscura de lápiz de labios. Cuando papá le silbó y chascó los dedos para piropearla, ella fingió ignorarlo, aunque le brillaron los ojos.
Cuando se hubieron marchado, Ford encendió la televisión para ver al sargento Preston arrestar criminales en el nombre de la Corona. En mi dormitorio, enchufé el gramófono autografiado por Elvis. Mientras decidía qué poner, a escoger entre Jaühouse Rock, Teddy Bear, The Twelfth of Never, The Yellow Rose of Texas, The Banana Boat Song, Blueberry Hill y How Much Is That Doggie in the Window, oí un tintineo y un gorgoteo, cristal sobre cristal, y luego un sorbo: era Ford, que se estaba sirviendo un trago de las botellas de vidrio tallado. Lo hacía en casa siempre que mamá y papá salían por ahí, y procuraba tomar lo justo para que no lo notaran. Ford había nacido más artero que la mayoría de los Carroll.
Me senté en el suelo, escuchando los discos y jugando con las muñecas. No me resultaba fácil inventar una historia en lo poco que duraban los discos, y para cuando me ponía de nuevo manos a la obra casi tenía que cambiarlos o ponerlos de nuevo. Concentrarme me resultaba muy difícil. No obstante, a los siete años tenía algo más que un atisbo de autodisciplina. Daba las gracias por Betsy McCall. Era lo que Ida Mae Oakes denominaba «foco».
La Betsy McCall de enero había supuesto una decepción: Betsy McCall Hace Un Calendario, un modelo que por una vez no necesitaba de ningún conjunto especial. Sin embargo, Mamadee me había dado el ejemplar de febrero a tiempo de llevármelo de viaje. Me permitieron tener también un par de esas tijeritas romas que hacen para los niños pequeños. Eran demasiado pequeñas para mis dedos, y tan desafiladas que con ellas apenas se podía cortar gelatina. Por eso, un día en que Rosetta, la costurera de mamá, estaba en casa, le sisé un par de pequeñas tijeras auténticas del cesto de la labor. Fue con ellas con las que recorté Betsy McCall Sale de Picnic el Día de San Valentín, y luego envié a Betsy McCall a Nueva Orleans a bordo del Barco Bananero para su Picnic en Blueberry Hill.
En el silencio que siguió al momento en que Elvis terminó de ofrecerse a convertir a Betsy McCall en su osito de peluche, oí la canción de la serie de «El Zorro» en el televisor. La música me empujó a esgrimir las tijeritas como si de una espada se tratara. Pero resultaron malas sustitutas, y es que con el primer tajo decapité a Betsy McCall. Solté los restos de Betsy McCall en la caja y, después, guardé ahí mismo las tijeras. Puesto que cada mes Betsy McCall Acude a la Casa de Calliope Carroll Dakin, la consideraba desechable, y a menudo la cortaba y le cambia de sitio las extremidades. Con más recortables de los anuncios de la revista McCall, una hoja de papel y algo de pegamento, podía convertirla en un payaso o en una atracción de feria, meterla en una secadora para que pareciera que ardía tras la portezuela, o mezclarla con guisantes, maíz y patata en la cena ante el televisor. Mis collages tenían horrorizada a Mamadee, quien aseguraba que constituían tal prueba de degeneración e inestabilidad mental que no sólo era más Dakin que Carroll, sino que, además, mamá había permitido durante demasiado tiempo que Ida Mae Oakes ejerciera su influencia sobre mí. Obviamente, las opiniones de Mamadee me inspiraban a alcanzar nuevas cotas.
De pronto, la televisión se quedó muda. Se oía el ruido del ascensor.
Yo ya estaba en la cama cuando cesó el ruido. Papá entró y me dio un beso fugaz en la mejilla.
—Rayo de Sol, veo que la bombilla está caliente y que el pijama sigue metido en esa maleta de ahí —susurró—. Cuando cierre la puerta, da un brinco y póntelo, ¿quieres? Y no olvides rezar la oración.
Abrí un ojo y se lo guiñé. Él me besó en la frente y salió.
Puede que papá fuera un Dakin, que caminara un poco envarado y tuviera el brazo izquierdo algo tonto, pero los ojos, los oídos y la sesera le funcionaban a las mil maravillas.
Yo tenía siete años: todo cuanto sabía era cómo eran las cosas. Tan sólo alcanzaba a comprender que así era como se suponía que debían ser. Esperaba que siguieran igual. Ya tenía suficiente con enfrentarme al hecho de ser Calliope Carroll Dakin.
A veces fingía ser Ford y, cuando me miraba en el espejo poniendo cara de Ford aburrido, me daba la impresión de que me parecía bastante a él, por mucho que mamá y Mamadee dijeran que no poseía ninguna facción Carroll, que era una pura e incurable D, una Dakin salida de la cara oculta de la luna.
Y estaban en lo cierto.
Me parecía más a mis huesudos, torpes y bobos primos Dakin, salvo por las dos coletas que tenían por objeto taparme las orejas. Ford decía que era como si alguien se hubiera dejado abiertas las puertas del coche. Podía menear las orejas como si fueran los muñones de un par de extremidades que no hubieran llegado a crecer del todo. A pesar de la diversión que este truco proporcionaba a los demás, se me prohibió hacerlo, sobre todo en presencia de Mamadee. Para Mamadee, aquellas orejas eran la prueba definitiva de que por mis venas corría la degenerada sangre de los Dakin.
Sin pretenderlo, hacía estropicios a mi paso, como si quisiera dejar una pista de migas de pan. Si me estaba quieta, muy quieta, era capaz de minimizar el daño, así como la molesta atención que podía atraer. Trabajaba en ello con diligencia. Ida Mae Oakes solía tomarme el pelo, diciéndome: «Diligencia es tu segundo nombre, Calliope Dakin», y a veces me llamaba así, Calliope Diligencia Dakin.
El mío fue un parto difícil, y de pequeña di bastantes problemas: me pasé llorando día y noche, y mamá necesitó tiempo para recuperarse. Papá contrató a Ida Mae Oakes para que fuera mi niñera. Tenía buena reputación en Montgomery por lo bien que cuidaba de niños problemáticos. Mi orgullo secreto fue que Ida Mae se quedó conmigo más tiempo que con cualquier otro niño al que hubiera cuidado durante su carrera, al menos hasta que le tocó cuidar de mí.
Papá pagaba el salario de Ida Mae, y mamá le daba órdenes, pero Ida Mae dejó bien claro que su trabajo era yo. Ni Ford, ni las tareas del hogar, ni limpiar la cocina ni hacer recados para mamá. Durante largo tiempo, mamá se sintió tan aliviada por el hecho de haberse librado de mí que ni siquiera se dedicó a doblegar la voluntad de Ida Mae. Siempre que Mamadee empezaba a decir lo insolente que era Ida Mae Oakes por no servirle té dulce cuando se lo pedía, o por no lustrarle los zapatos a Ford, porque estaba demasiado ocupada cuidando de mí, y le preguntaba a mamá por qué no sabía cómo enderezar a esa gente, mamá señalaba que era Ida Mae Oakes la responsable de que yo no me pasara llorando día y noche.
A Mamadee y a mamá no les importaba cómo lo hacía Ida Mae, aunque Mamadee sospechaba que Ida Mae echaba a la leche de bote un chorrito de whisky. Ambas coincidían al señalar que, de no haber sido porque Ida Mae me había sacado a pasear por ahí y tranquilizado lo necesario para estar en compañía de gente normal, me habrían llevado a un sanatorio mental, donde probablemente seguiría internada. Claro que si por alguna razón se hubieran visto empujadas a acudir a un sanatorio mental, no les habrían permitido salir de allí, y hubieran estado todo el día en albornoz, despeinadas, como les sucedía a algunos.
Mamá despidió a Ida Mae Oakes entre mi quinto y mi sexto cumpleaños, y ahí estaba yo, con el séptimo aniversario a la vuelta de la esquina, echando de menos a Ida Mae en algún que otro momento del día, lo que me sucedía a diario. Mamá no sabía que escribía cartas a Ida Mae Oakes, ni que papá las echaba al correo en mi nombre. Papá me dejaba leer las respuestas cuando conducíamos juntos, y luego las escondía en el escritorio del concesionario de Montgomery. Era un engaño, por supuesto, pero papá estaba un poco enfadado por el hecho de que mamá hubiera despedido a Ida Mae, y también yo lo estaba. Papá decía que debíamos mantener la paz familiar, que mamá tuvo sus motivos y que yo lo entendería cuando me hiciera mayor. Al mirarnos a los ojos, ambos sabíamos que lo que decía en realidad era que la mentira le ahorraría problemas con mamá. Estaba avergonzado, y odié a mamá por empujarlo a aquella farsa, ya que mentir le perjudicaba a él más de lo que jamás afectaría a mamá. Yo por papá hubiera mentido a los cuervos para que dejaran de surcar el cielo.
Si bien añoraba a Ida Mae Oakes, no esperaba que ella me añorase a mí. Ida Mae Oakes era una profesional. Las cartas que le escribía eran más bien informes periódicos en los que le decía que no había olvidado todo cuanto me había enseñado. Sus respuestas eran puntuales y correctas, pero no más personales de lo que pueda ser una nota enviada por un profesor a un alumno. Nadie que las leyera hubiera deducido de ellas que me alentaba a desafiar a mamá.
Ida Mae recurrió siempre a un recurso muy sencillo para lograr que dejara de llorar. Ida Mae me cantaba.