Capítulo 1

Mi padre tuvo una muerte desagradable.

Así lo contaba mamá: «Mi marido tuvo una muerte… —solía decir, pronunciando aquellas palabras de modo que se le fuera apagando la voz antes de terminar— … desagradable».

Pisar una avispa cuando vas descalzo, eso es desagradable. Un trago de leche agria, eso es desagradable. Lo que le pasó a papá no fue simplemente desagradable. Fue un asesinato. Y no un asesinato elegante. No hubo mayordomo en la biblioteca, armado con un revólver; no fue un indoloro y limpio juego de pistas, amañado al finalizar de modo que pareciese un suicidio elegante, un suicidio que pudiese ahorrarle el patíbulo al asesino.

Yo tenía siete años cuando murió papá. No asumí la naturaleza de su muerte, ni acepté lo categórico de ésta. Aquello fue algo que nos había pasado a mí y a mamá, y a Ford, mi hermano. Logré asumir lo sucedido con el paso de los años. Hasta que hubo transcurrido mucho tiempo mantuvieron lejos de mi vista la imagen del baúl ensangrentado que apareció en la cubierta de lo que resultó ser el último ejemplar de True Sex Crimes, así como los relatos que se publicaron en ese mugriento folletín y sus absurdas imitaciones, como Savage Real Crimes o Twentieth Centnry Grue.

Hace poco que he tenido la oportunidad de leer todos los recortes de prensa, así como los informes forenses y psicológicos publicados para el gran público, como Sexual Pathology and the Ilomicidal Impulse, obra del doctor Meyer aparecida en 1975, en la que se incluyó un capítulo titulado: Baúl, palo de escoba y cuchillo de carnicero. Los crueles e inenarrables detalles que rodearon la muerte de papá no tardaron en imponerse a la capa de cinismo con la que me había envuelto. Ahora llevo el ridículo eufemismo de mamá atravesado en la garganta, clavado como una espina.

Detuvieron a las mujeres que cometieron el asesinato. Las juzgaron. Las declararon culpables y las sentenciaron a morir en la silla eléctrica. A pesar de tratarse del estado de Luisiana, en 1958 era poco habitual que se ejecutara a una mujer, pero en palabras del juez, lo que aquellas mujeres le habían hecho a mi padre fue «un vil, atroz e inimaginable atentado contra natura».

Sin embargo, ninguna de las dos mujeres que fueron declaradas culpables murió electrocutada.

Judy DeLucca fue asesinada en la lavandería de la prisión, rajada como una gamba desde la garganta a la entrepierna con una cuchilla insertada en el mango de un cepillo de dientes. Cuando Janice Hicks, alojada en otra ala de la misma penitenciaría de Baton Rouge, se enteró de la muerte de su amiga, empezó a boquear como si le faltara el aire. Falleció antes de que pudieran avisar a un médico. La autopsia reveló que tenía los pulmones llenos de agua.

Agua salada.