Capítulo 23

Tercer aniversario

El verano pasado

DOMINGO 15 DE JULIO DE 2007

Edimburgo

Ring, ring. Ring, ring.

Le despierta el dedo índice de su hija, apretándole la nariz como si fuera un timbre.

—Ring, ring. Ring, ring. ¿Quién llama a la puerta? ¡Jasmine llama a la puerta!

—¿Qué haces, Jas?

—Despertarte. Ring, ring… —Le pone el pulgar en el ojo, levantándole el párpado—. ¡Despierta, holgazán!

—¿Qué hora es?

—¡De día!

Maddy, que está al lado, en la cama del hotel, agarra su reloj de pulsera.

—Las seis y media —gruñe contra la almohada.

Jasmine se ríe, pérfida. Al abrir los dos ojos, Dexter ve la cara de su hija encima de la almohada, con la nariz a pocos centímetros.

—¿No tienes algún libro para leer, o alguna muñeca para jugar, o alguna otra cosa?

—No.

—Pues ponte a colorear, ¿está bien?

—Tengo hambre. ¿Podemos pedir algo en la habitación? ¿A qué hora abren la alberca?

El hotel de Edimburgo es un hotel de lujo, tradicional y majestuoso, con las paredes de roble y los baños de porcelana. Una vez estuvieron sus padres, cuando se licenció. Es un poco más anticuado y caro de lo que le gustaría, pero ha pensado que ya que van a hacerlo, mejor que sea a lo grande. Se quedarán dos noches —Dexter, Maddy y Jasmine— antes de alquilar un coche e ir a una casa rural cerca del lago Lomond. Queda más cerca Glasgow, claro, pero Dexter lleva quince años sin ir a Edimburgo, desde un fin de semana de disipación en el que presentó un programa de la tele desde el Festival. Parece muy, muy lejos, como en otra vida. Hoy tiene la idea, propia de un padre, de que podría enseñarle la ciudad a su hija. Maddy, consciente de la fecha, ha decidido dejarlos solos.

—¿Seguro que no te importa? —le pregunta él en la intimidad del cuarto de baño.

—Claro que no. Iré a la galería, a ver la exposición aquella.

—Sólo quiero enseñarle algunos sitios. Un viaje por la memoria. No hace falta que tú también sufras.

—Te digo que no me importa, en serio.

La mira atentamente.

—¿Y no te parece que estoy loco?

Ella sonríe un poco.

—No, no creo que estés loco.

—¿No te parece morboso, ni raro?

—En absoluto. —Si a Maddy le molesta, está claro que lo disimula muy bien. Dexter le da un besito en el cuello—. Tienes que hacer lo que quieras.

En otro momento, la idea de que pudiera llover cuarenta días seguidos podía parecer descabellada, pero este año no. Ya hace semanas que diluvia cada día en todo el país, con calles enteras inundadas, y el verano se está presentando tan fuera de lo normal que casi podría ser una nueva estación. Una estación de los monzones. Sin embargo, cuando salen a la calle, aún hace un día despejado, con nubes altas, y sin lluvia, al menos de momento. Hacen planes para comer con Maddy, y se separan.

El hotel está en el casco viejo, justo al lado de la Royal Mile. Dexter se lleva a Jasmine al típico tour atmosférico, por callejones y escaleras secretas, hasta que salen a Nicolson Street, alejándose del centro por el sur. La recuerda como una calle muy animada, brumosa por el humo de los autobuses, pero al ser domingo por la mañana está tranquila, un poco triste. Ahora que se han apartado de la ruta turística, Jasmine empieza a estar inquieta y aburrida. Dexter, que siente cómo aumenta el peso de la mano de su hija, sigue caminando. Ha encontrado la dirección en una de las cartas de Emma. No tarda en ver la placa de una calle. Rankeillor Street. Es una calle tranquila, residencial, por la que se meten.

—¿Adónde vamos?

—Estoy buscando algo. El número diecisiete.

Ya están delante. Dexter mira la ventana del tercer piso, tapada por cortinas sin ningún estampado ni nada especial.

—¿Ves aquel departamento? Es donde vivía Emma cuando íbamos juntos a la universidad. De hecho, se podría decir que es donde nos conocimos.

Jasmine mira obedientemente hacia arriba, pero no hay nada que distinga aquella simple casa adosada de las de al lado. Dexter empieza a cuestionar el acierto de la expedición. Es indulgente, morbosa y sentimental. ¿Qué esperaba encontrar? Aquí no hay nada que recuerde, y el placer que procura la nostalgia es débil y fútil. Por un momento se plantea dejar el recorrido a medias, llamar por teléfono a Maddy y quedar un poco antes, pero Jasmine está señalando el final de la calle, donde un risco de granito se cierne incongruentemente sobre las casas de la base.

—¿Eso qué es?

—Salisbury Crags. Por donde se sube a Arthur’s Seat.

—¡Arriba hay gente!

—Es que se puede subir. No cuesta nada. ¿Qué te parece? ¿Lo intentamos? ¿Te ves capaz?

Se dirigen a Holyrood Park. Lo deprimente es que su hija de siete años y medio sube por la montaña con mucha más energía que el padre, y casi no se para si no es para girarse y burlarse de él, que jadea y suda más abajo.

—Es porque llevo zapatos sin adherencia —protesta Dexter.

Siguen cuesta arriba, saliendo del camino principal, y al otro lado de unas rocas topan con el llano pedregoso y herrumbroso que hay en la cima de Arthur’s Seat. Encuentran la columna de piedra que marca el punto más alto. Dexter inspecciona los garabatos, con cierta esperanza de encontrar sus propias iniciales: «Lucha antifascista», «Alex M 5/5/07», «Fiona, para siempre».

Para distraer a Jasmine de los grafitis más obscenos, la levanta y la sienta sobre la columna, pasándole un brazo por la cintura a la vez que le señala los puntos importantes, y ella mece las piernas.

—Aquello es el castillo, cerca del hotel. Aquello, la estación. Aquello, el Firth of Forth, que desemboca en el Mar del Norte. Por allá al fondo quedará Noruega. Leith, y aquello es New Town, donde vivía yo. Ya hace veinte años, Jas. El siglo pasado. Y aquello de allá, lo de la torre, es Calton Hill. Si quieres, esta tarde también podemos subir.

—¿No estás demasiado cansado? —pregunta ella, sardónica.

—¿Yo? Lo dirás en broma. Soy un atleta nato. —Jasmine imita sus jadeos, con una mano en el pecho—. Qué bromista.

La baja de la columna, tomándola por las axilas, y finge arrojarla por la montaña, antes de columpiarla bajo el brazo, mientras ella grita y se ríe.

Al apartarse un poco de la cumbre, encuentran una hondonada natural con vistas a la ciudad. Dexter se tumba con las manos en la nuca, mientras Jasmine, sentada al lado, come papas fritas con sabor a sal y vinagre y se bebe el jugo con gran concentración. Dexter recibe el calor del sol en la cara, pero empieza a resentirse de haber empezado el día tan temprano, y en cuestión de minutos se siente invadido por el sueño.

—¿Aquí también venía Emma? —pregunta Jasmine.

Dexter abre los ojos y se apoya en los codos.

—Sí. Vinimos juntos. En casa tengo una foto de los dos. Te la enseñaré. Es de cuando papá estaba flaco.

Jasmine le mira hinchando los cachetes y se empieza a chupar la sal de los dedos.

—¿La echas de menos?

—¿A quién? ¿A Emma? Claro. Todos los días. Era mi mejor amiga. —Dexter le da un golpecito con el codo—. ¿Y tú?

Jasmine frunce el ceño al recordar.

—Creo que sí. Sólo tenía cuatro años, y tampoco me acuerdo muy bien, menos cuando veo fotos. Me acuerdo de la boda. Pero era simpática, ¿no?

—Mucho.

—Y ahora ¿quién es tu mejor amiga?

Dexter pone una mano en la nuca de su hija, con el pulgar en el hueco.

—Tú, claro. ¿Por qué? ¿Tu mejor amigo quién es?

La frente de Jasmine se arruga al reflexionar.

—Supongo que Phoebe —dice.

Chupa por el popote del jugo vacío, que hace un ruido grosero.

—¿Sabes que se puede ser muy antipático? —dice él. Ella se ríe, aguantando el popote con los labios—. Ven aquí —gruñe Dexter, y se lanza sobre ella para echarla hacia atrás.

Jasmine se apoya en el hueco del brazo, con la cabeza en el hombro. Dexter vuelve a cerrar los ojos, sintiendo en los párpados el calor del sol de media mañana.

—Qué buen día —masculla—. Hoy no llueve. Todavía.

Y vuelve a invadirlo lentamente el sueño. Reconoce el olor del champú del hotel en el pelo de Jasmine. Siente su aliento en el cuello, sal y vinagre, lento y regular, al quedarse dormido.

Llevará unos dos minutos inconsciente cuando se le clavan en el pecho los huesudos codos de su hija.

—Papá, me aburro… ¿Nos podemos ir, por favor?

Emma y Dexter pasaron el resto de la tarde en la montaña, riéndose y hablando, y dando información sobre sí mismos: lo que hacían sus padres, cuántos hermanos tenían, sus anécdotas favoritas… En medio de la tarde, como de mutuo acuerdo, se durmieron, y se quedaron castamente en paralelo hasta que a las cinco Dexter se despertó sobresaltado. Entonces recogieron las botellas vacías y los restos del picnic y empezaron a bajar por la montaña, mareados, hacia la ciudad y sus respectivas casas.

Al acercarse a la salida del parque, Emma se dio cuenta de que pronto se despedirían, y de que lo más probable era que no volvieran a verse. Supuso que habría fiestas, pero no tenían el mismo grupo de amigos; además, Dexter saldría de viaje en poco tiempo. Aunque se vieran, sería algo fugaz y formal. Él no tardaría en olvidar lo de esa madrugada en el cuartito de alquiler. Al bajar de la montaña a tropezones, se empezó a angustiar, y comprendió que aún no quería que se fuera Dexter. Una noche más. Como mínimo quería una noche más, para acabar lo que habían empezado. ¿Cómo podía decírselo? De ninguna manera, por supuesto. Siempre pusilánime, había dejado pasar el momento. En el futuro seré más valiente, se dijo. En el futuro siempre diré lo que piense, con elocuencia y pasión. Ya estaban en la puerta del parque, donde probablemente habría que despedirse.

Dio una patada a la grava del camino y se rascó la cabeza.

—Bueno, creo que será cuestión…

Dexter la agarró de la mano.

—Oye, una cosa: ¿por qué no te vienes a tomar algo?

Emma ordenó a sus facciones que no manifestasen alegría.

—¿Ahora?

—¿O al menos me acompañas a mi casa?

—¿No iban a venir tus padres?

—Más tarde, por la noche. Sólo son las cinco y media.

Dexter le estaba frotando el nudillo del índice con el pulgar. Emma fingió tomar una decisión.

—Está bien, vamos.

Se encogió de hombros con indiferencia. Dexter le soltó la mano y echó a caminar.

Al cruzar las vías del tren en North Bridge y entrar en la parte neoclásica, se le empezó a formar un plan en la cabeza. En cuanto llegó a su casa, a las seis, llamaría a sus padres al hotel y quedaría con ellos en el restaurante, a las ocho, en vez de en el departamento a las seis y media. Así tendría casi dos horas enteras. Callum estaría con su novia. Tendrían el departamento para ellos solos durante dos horas enteras, y él podría volver a besarla. En las habitaciones, de techo alto y paredes blancas, sólo quedaban sus maletas, unos pocos muebles, el colchón de su cuarto y la vieja chaise-longue. Con un par de sábanas para el polvo, parecería el escenario de una obra de teatro rusa. Sabía lo suficiente de Emma como para tener la certeza de que le encantaría. Así, casi seguro que él podría darle un beso, aunque estuviera sobria. Independientemente de lo que pudiera suceder entre los dos en un futuro, de las peleas y repercusiones que asomaran en el horizonte, Dexter sabía que en aquel momento tenía muchas ganas de besarla. Aún les quedaba un cuarto de hora a pie. Empezaba a costarle respirar. Deberían haber tomado un taxi.

Tal vez Emma tuviera la misma idea, porque estaban bajando francamente deprisa por la fuerte pendiente de Dundas Street, rozándose los codos de vez en cuando, con el Firth of Forth deshecho en brumas en la lejanía. Después de tantos años, Emma seguía exaltándose al ver el río, azul de hierro, entre hileras de casas antiguas y lujosas.

—Debería haberme imaginado que vivías aquí —dijo, crítica pero envidiosa.

Al hablar, sintió que le faltaba el aliento. Pronto estaría en el departamento de Dexter, dotado de todas las comodidades. Iban a hacerlo. Le avergonzó notar que se le sonrojaba el cuello sólo de pensarlo. Se pasó la lengua por los dientes, en una vana tentativa de limpiárselos. ¿Tenía que cepillarse los dientes? Después de beber champán, siempre le apestaba el aliento. ¿Y si se paraban a comprar chicle? O condones. ¿Dexter tenía condones? Pues claro; era como preguntar si tenía zapatos. Pero ¿qué era mejor, lavarse los dientes o echársele encima en cuanto cerraran la puerta? Intentó acordarse de qué calzones y brasier llevaba, hasta que recordó que eran los especiales para las excursiones. Demasiado tarde para preocuparse de eso. Ya iban por Fettes Row.

—Falta poco —dijo él, y sonrió.

Emma no sólo sonrió, sino que se rio, tomándole la mano, en reconocimiento de lo que estaba a punto de pasar. Ahora casi corrían. Dexter dijo que vivía en el número treinta y cinco. Emma se sorprendió contando mentalmente al revés. Setenta y cinco, setenta y tres, setenta y uno. Casi llegaban. Empezó a dolerle el pecho. Tenía ganas de vomitar. Cuarenta y siete, cuarenta y cinco, cuarenta y tres. Tuvo un pinchazo en un lado del cuerpo, y un calambre en la punta de los dedos. Ahora Dexter la jalaba de la mano. Corrían por la calle, riéndose los dos. Sonó la bocina de un coche. No hagas caso, sigue corriendo, no pares pase lo que pase.

Pero una voz de mujer gritaba:

—¡Dexter, Dexter!

De golpe se quedó sin esperanzas. Tuvo la sensación de haber chocado contra una pared.

El Jaguar del padre de Dexter estaba estacionado frente al número treinta y cinco. Su madre acababa de salir, y le hacía señas desde el otro lado de la calle. Dexter nunca se había imaginado que pudiera alegrarse tan poco de ver a sus padres.

—¡Ya era hora! ¡Te estábamos esperando!

Emma se fijó en que Dexter le soltaba la mano, poco menos que arrojándola al cruzar la calle para abrazar a su madre. Con otro espasmo de irritación, observó que la señora Mayhew era extremadamente guapa y vestía con estilo; no así el padre, un hombre alto, serio y descuidado, que no parecía muy contento de que le hubieran hecho esperar. La madre vio a Emma por encima del hombro de su hijo y le dirigió una sonrisa indulgente y consoladora, como si algo supiera. Era la cara que podría haber puesto una duquesa al encontrar a su hijo díscolo besando a la doncella.

A partir de ese momento, las cosas se precipitaron demasiado para el gusto de Dexter. Acordándose de la falsa llamada, se dio cuenta de que lo iban a atrapar mintiendo, a menos que hiciera entrar a sus padres lo antes posible en el departamento, pero su padre le estaba preguntando dónde podía aparcar, su madre quería saber dónde había estado todo el día, y por qué no había llamado, y Emma seguía un poco apartada, en su papel de doncella, deferente y superflua, preguntándose cuánto tardaría en aceptar la derrota e irse a casa.

—Creía que ya te habíamos dicho que vendríamos a las seis…

—Las seis y media.

—Esta mañana te dejé un mensaje en la contestadora…

—Mamá, papá… ¡Les presento a mi amiga Emma!

—¿Seguro que aquí puedo estacionarme? —dijo su padre.

—Mucho gusto, Emma. Alison. Les ha dado el sol. ¿Dónde han estado todo el día?

—… porque si me ponen una multa, Dexter…

Dexter se giró hacia Emma, disculpándose con la mirada.

—Oye, ¿quieres entrar a tomar una copa?

—O a cenar —dijo Alison—. ¿Por qué no vienes a cenar con nosotros?

Emma miró a Dexter, y al verlo con los ojos muy abiertos lo interpretó como que le chocaba la idea. A menos que fuera para darle ánimos… En cualquier caso, ella iba a decir que no. Parecía gente muy agradable, pero lo que quería ella no era inmiscuirse en ninguna reunión familiar. Irían a un sitio de lujo, y Emma parecía una leñadora; además, ¿qué sentido tenía? Quedarse sentada, mirando a Dexter, mientras le preguntaban a qué se dedicaban sus padres y a qué colegio había ido… Ya empezaba a sentirse menos, lo notaba, ante la impúdica seguridad de esa familia, su ostentación de mutuo afecto, su dinero, su estilo, su elegancia… Estaría tímida, o se emborracharía, que era peor, y no le beneficiaría ni lo uno ni lo otro. Más valía renunciar. Sonrió a la fuerza.

—Creo que es mejor que me vaya.

—¿Estás segura? —dijo Dexter, que se había puesto ceñudo.

—Sí, es que tengo cosas que hacer. Ve tú. Igual nos vemos algún día.

—Ah. De acuerdo —dijo él, decepcionado.

Emma podría haber ido, si hubiera querido; pero ¿«igual nos vemos algún día?»… A ver si al final no estaba tan interesada… Hubo un momento de silencio. Su padre fue a mirar por enésima vez el parquímetro.

Emma levantó la mano.

—Bueno, adiós.

—Nos vemos.

Se giró hacia Alison.

—Encantada.

—Lo mismo digo, Emily.

—Emma.

—Ah, sí, Emma. Adiós, Emma.

—Y… —Miró a Dexter, encogiéndose de hombros en presencia de su madre—. Feliz vida, supongo.

—Feliz vida a ti también.

Se giró y se fue. La familia Mayhew la vio alejarse.

—Perdona, Dexter, pero ¿hemos interrumpido algo?

—No, en absoluto. Emma sólo es una amiga.

Alison Mayhew se sonrió al mirar atentamente al guapo de su hijo. Después levantó las manos, agarró las solapas de la chamarra y se las estiró con suavidad, para ponérsela bien en los hombros.

—Dexter, ¿esto no lo llevabas ayer?

Y así volvió a su casa Emma Morley, a la luz del atardecer, arrastrando su desilusión. Ya empezaba a refrescar. Algo en el aire la hizo tiritar, un inesperado escalofrío de ansiedad que recorrió toda su espalda, con una intensidad que la obligó a pararse. Miedo al futuro, pensó. Había llegado al imponente cruce de George Street y Hanover Street, rodeada de gente con prisas por volver a casa del trabajo, o que había quedado con amigos, o parejas… Gente, toda, con algún destino, alguna ocupación; menos ella, con veintidós años, desorientada, volviendo con desgana a un departamento feo, vencida una vez más.

«¿A qué te vas a dedicar?» Parecía que se lo hubieran preguntado desde siempre, de alguna que otra manera: profesores, padres, amigos a las tres de la madrugada… Pero nunca tan acuciantemente como en ese momento, cuando seguía igual de lejos la respuesta. Ante ella se cernía el futuro, una sucesión de días vacíos, a cuál más sobrecogedor e ignoto. ¿Cómo llenarlos todos?

Reanudó sus pasos hacia el sur, hacia The Mound. «Vive como si cada día fuera el último», era el consejo convencional, pero a ver quién tenía fuerzas para eso. ¿Y si llueve o te duele la garganta? Francamente, no era práctico. Mucho mejor, con diferencia, esforzarse por ser buena, valiente, audaz y aportar algo. No exactamente cambiar el mundo, pero sí la pequeña parte que nos rodea. Echarse a la calle con su pasión, su máquina de escribir eléctrica y trabajar duro… en algo. Cambiar vidas a través del arte, tal vez. Cuidar las amistades, ser fiel a los principios, vivir apasionadamente, bien, con plenitud… Experimentar cosas nuevas. Querer, y ser querida, si se tiene ocasión.

Era su teoría general, aunque no hubiera empezado con buen pie. Se había despedido con un simple encogimiento de hombros de alguien que le gustaba de verdad, el primer chico que le había atraído en serio; y ahora tendría que resignarse a no verlo nunca más, con toda probabilidad. No tenía número de teléfono, ni dirección; y ¿de qué le habrían servido, aunque los tuviera? Tampoco él le había pedido su número, y Emma era demasiado orgullosa para sumarse a la lista de chicas soñadoras que dejaban mensajes no deseados. Lo último que había dicho era feliz vida. ¿No era capaz de nada mejor? ¿De verdad?

Siguió caminando. Justo cuando aparecía el castillo, oyó los pasos: suelas de zapatos elegantes impactando con fuerza en el asfalto, a sus espaldas; y sonrió antes de oír su nombre y girarse, segura de que sería él.

—¡Creía que te había perdido! —dijo Dexter, pasando de correr a caminar, rojo y sin aliento, e intentando recuperar cierta desenvoltura.

—No, estoy aquí.

—Perdona por lo de antes.

—No, para nada, si no pasa nada.

Se apoyó en las rodillas, jadeando.

—A mis padres no los esperaba hasta más tarde. Se han presentado tan de sopetón, que me distrajeron, y de repente me he dado cuenta…, espera un momento…, me he dado cuenta de que no tenía ninguna manera de localizarte.

—Ah, está bien.

—A ver… Yo no tengo bolígrafo. ¿Tú tienes bolígrafo? Alguno tendrás.

Emma se puso en cuclillas y rebuscó en la mochila, entre los restos del picnic. Encuentra un bolígrafo, por favor, ten un bolígrafo, seguro que tienes uno…

—¡Hurra! ¡Un bolígrafo!

¿«Hurra»? Gritaste «¡hurra!», idiota. Tranquila. Ahora no la cagues.

Hurgó en la cartera, buscando un trocito de papel. Al encontrar un ticket de supermercado, se lo dio a Dexter y le dictó su número, el de sus padres en Leeds, la dirección de ellos y la suya en Edimburgo, con especial énfasis en el código postal correcto. Él, a su vez, le anotó la suya.

—Aquí me tienes. —Le tendió el preciado papelito—. Llámame, o te llamo; pero que llame alguno de los dos, ¿de acuerdo? Quiero decir que no es una competencia. No pierde el que llame primero.

—Lo entiendo.

—Yo hasta agosto estaré en Francia, pero luego volveré, y he pensado que a lo mejor te gustaría venir y quedarte.

—¿Quedarme contigo?

—No para siempre. Un fin de semana. En mi casa. La de mis padres, vaya. Sólo si quieres.

—Ah. De acuerdo. Sí. Está bien. Sí. Sí. De acuerdo. Sí.

—Bueno, tengo que regresar. ¿Seguro que no quieres venir a tomar algo? ¿O a cenar?

—Creo que mejor no —dijo ella.

—Sí, yo también creo que mejor no.

Dexter puso cara de alivio. Emma volvió a sentirse ofendida. ¿Por qué no?, pensó. ¿Se avergonzaba de ella?

—Ah. Ya. ¿Y eso?

—Es que creo que me desquiciaría un poco. Quiero decir de frustración. Teniéndote sentada al lado. Porque no podría hacer lo que quiero.

—¿Por qué? ¿Qué quieres? —preguntó, sabiendo la respuesta.

Él le puso suavemente una mano en la nuca, a la vez que ella le ponía suavemente la suya en la cadera, y se dieron un beso en la calle, rodeados de gente con prisa por volver a casa, en la luz de verano; y sería, para ambos, el beso más dulce de su vida.

Aquí empieza todo. Empieza todo aquí, hoy.

Y se acabó.

—Bueno, ya nos veremos —dijo él, caminando lentamente hacia atrás.

—Eso espero —dijo ella, sonriendo.

—Y yo. Adiós, Em.

—Adiós, Dex.

—Adiós.

—Adiós. Adiós.