Capítulo 22

Segundo aniversario

Abriendo cajas

SÁBADO 15 DE JULIO DE 2006

Norte de Londres y Edimburgo

A las seis y cuarto de la tarde baja la persiana metálica del Belleville Café y pone en su sitio el candado macizo. Maddy está al lado, esperándolo. La toma de la mano al ir hacia el metro.

Por fin, por fin se ha cambiado de departamento; lleva un tiempo instalado en un dúplex de tres habitaciones de Gospel Oak, nada vistoso, pero acogedor. Como Maddy vive un poco lejos, en Stockwell, en la otra punta de la Línea Norte, a veces lo más lógico es que se quede a dormir, pero esta noche no; sin melodramas de por medio, sin altisonancias, esta noche a Dexter le gustaría tener tiempo para sí mismo. Esta noche se ha impuesto una tarea, y sólo puede hacerla solo.

Se separan a la entrada del metro de Tufnell Park. Maddy, que es algo más alta que él, con pelo negro, largo y liso, tiene que agacharse un poco para el beso de despedida.

—Luego, si quieres, me llamas.

—Puede que sí.

—Y si lo piensas mejor, y quieres que venga…

—Estaré bien.

—Bien. ¿Nos vemos mañana, o qué?

—Ya te llamaré.

Se dan otro beso de buenas noches, corto pero cariñoso, antes de que Dexter siga cuesta abajo hacia su nuevo domicilio.

Hace dos meses que sale con Maddy, la encargada del café. Aún no se lo han dicho oficialmente al resto del personal, aunque sospechan que probablemente ya lo sepan. No ha sido nada apasionado, sino una aceptación gradual, durante el último año, de una situación inevitable. A Dexter le ha parecido todo demasiado práctico, demasiado normal. En su fuero interno le incomoda un poco la transición que ha hecho Maddy de confidente a pareja; desluce un poco la relación el haber empezado con tanta tristeza.

Aunque es verdad que se llevan muy bien, lo dice todo el mundo; Maddy es buena, sensata y atractiva, alta, delgada, un poco torpe. Tiene aspiraciones de pintora, y Dexter le ve talento; en el café hay cuadros pequeños, que de vez en cuando se venden. También es diez años menor que él —se imagina los ojos en blanco de Emma—, pero es una persona inteligente, que sabe de la vida y ha pasado sus malos tragos: un divorcio de joven y varias relaciones infelices. Es callada, reservada, reflexiva, con un toque de melancolía que ahora mismo a Dexter le viene bien. También es compasiva, y de una lealtad a prueba de bombas; fue ella quien salvó el negocio en la época en que Dexter se bebía los beneficios y no iba a trabajar, algo que él le agradece. A Jasmine le gusta. Se llevan muy bien, al menos de momento.

Es una agradable tarde de sábado. Caminando a solas por calles residenciales, llega a su casa: el semisótano y la planta baja de una casa de época, no muy lejos de Hampstead Heath. Conserva el olor y el papel de pared de los anteriores inquilinos, un matrimonio mayor. Dexter sólo ha desembalado un par de cosas esenciales: la tele con DVD y el equipo de música. Da cierta impresión de viejo, al menos en su estado actual, con sus molduras, su espantoso cuarto de baño y su cantidad de cuartitos pequeños, pero Sylvie jura y perjura que cuando estén tirados los tabiques y lijado el suelo, tendrá muchas posibilidades. Hay una habitación grande, para cuando se queda Jasmine a dormir, y un jardín. Un jardín. Al principio Dexter decía en broma que lo pavimentaría, pero ahora ha decidido aprender jardinería, y se ha comprado un libro sobre el tema. En lo más profundo de su conciencia, ha aprehendido el concepto de cobertizo. Pronto será el golf, y dormir en pijama.

Una vez dentro, cruzado el pasillo atestado de cajas, se baña, va a la cocina y pide comida tailandesa a domicilio. Después se tumba en el sofá del salón y empieza a elaborar una lista mental de lo que tiene que hacer antes de poner manos a la obra.

Para un círculo pequeño y dispar de personas, una fecha que hasta entonces era inocua ha adquirido un peso melancólico, y ahora se impone una serie de llamadas. Empieza por Sue y Jim, los padres de Emma, en Leeds. Es una conversación agradable y bastante directa. Les cuenta cómo le va el negocio, y lo que hace Jasmine en el colegio; lo explica por partida doble, una vez para la madre y otra para el padre.

—La verdad es que no tengo nada más que contar —le dice a Sue—. Sólo llamaba…, bueno, pues para decir que me acuerdo de ustedes, y que espero que estén bien.

—Lo mismo digo, Dexter. Cuídate, ¿de acuerdo? —dice ella antes de colgar, con voz trémula.

Dexter sigue con la lista: habla con su hermana, con su padre, con su ex mujer y con su hija. Son conversaciones cortas, en las que se hace ostentación de alegría, y nulas referencias a lo que representa el día. El subtexto, sin embargo, es siempre el mismo: «Estoy bien». Llama a Tilly Killick, y la encuentra sensiblera y demasiado emocionada.

—Pero ¿tú cómo estás de verdad, cariño? De verdad, ¿eh? ¿Estás solo? ¿Te viene bien estarlo? ¿Quieres que vayamos?

La tranquiliza, irritado, y corta la llamada lo más deprisa y educadamente que puede. Luego llama a Ian Whitehead, en Taunton, pero está acostando a los niños, vaya joda, y no es buen momento. Ian le promete llamar durante la semana. Hasta le propone pasar a verlo alguna vez, y Dexter dice que muy buena idea, a sabiendas de que no lo hará. Como en todas las llamadas, se palpa que ha pasado lo peor de la tormenta. Probablemente Dexter no vuelva a hablar con Ian. Y no será ningún trauma para ninguno de los dos.

Cena con la tele puesta, cambiando de canal, y limitándose a la única cerveza que le han regalado al traerle la comida; pero tiene algo de triste comer solo, encorvado en el sofá, en esta casa ajena, y por primera vez en lo que va de día sufre un ataque de desesperación y soledad. Últimamente, el luto parece como caminar por un río helado: Dexter no se siente casi nunca en peligro, pero siempre existe el riesgo de que se abra el hielo. Lo está oyendo crujir, y es una sensación tan intensa, tan de pánico, que tiene que levantarse un momento, ponerse las manos en la cara y tomar aire. Espira lentamente a través de los dedos. Luego corre a la cocina y empieza a tirar platos sucios en el fregadero, haciendo ruido. De repente le abruman las ganas de beber, y no parar. Busca el teléfono.

—¿Qué pasa? —dice Maddy con tono de preocupación.

—Nada, un poco de pánico.

—¿Seguro que no quieres que vaya?

—Ahora estoy bien.

—Si quieres tomo un taxi. Llegaría en…

—No, de verdad, prefiero estar solo.

Dexter se da cuenta de que la voz de Maddy es suficiente para tranquilizarle. Tras repetir que está bien, cuelga. Una vez seguro de que no puede llamarle nadie por nada, desconecta el teléfono, baja las cortinas, sube al departamento de arriba y empieza.

El dormitorio de invitados sólo contiene un colchón, una maleta abierta y siete u ocho cajas de cartón, dos de ellas con las etiquetas «Emma 1» y «Emma 2», escritas por Emma con rotulador negro de punta gruesa. Estas cajas, las últimas pertenencias de Emma que quedaban en el departamento de Dexter, contienen cuadernos, cartas y sobres de fotos. Se las lleva al salón, y se pasa el resto de la tarde abriéndolas y separando los papeles sin valor —extractos bancarios de hace mucho tiempo, facturas, menús viejos de comida para llevar…, cosas, todas, que tira a una bolsa de basura negra— de lo que les enviará a sus padres, y de lo que quiere quedarse él.

El proceso, que dura lo suyo, es realizado con gran pragmatismo, sin una sola lágrima, y muy pocas interrupciones. Evita leer los diarios y cuadernos, con sus versos juveniles y sus obras de teatro. Le parece injusto —se imagina a Emma poniendo mala cara a sus espaldas, o corriendo a quitárselos de las manos—; en vez de eso se concentra en las cartas y las fotos.

Está guardado todo de tal modo que al sacarlo se sigue un orden cronológico inverso, excavando a través de los estratos: sus años de pareja, después los noventa, y finalmente, al fondo de la caja 2, los ochenta. Lo primero son pruebas de portada para las novelas de Julie Criscoll, correspondencia con Marsha, su editora, y recortes de prensa. La siguiente capa revela postales y fotos de París, incluida una del famoso Jean-Pierre Dusollier, moreno y muy guapo (la que se salvó). Dentro de un sobre con boletos de metro, cartas de restaurante dobladas y un contrato de alquiler en francés, se topa con algo tan sorprendente y que le afecta tanto que está a punto de caérsele al suelo.

Es una Polaroid, hecha en París durante aquel verano, de Emma desnuda en una cama, con los tobillos cruzados y los brazos lánguidamente tendidos sobre la cabeza. La hicieron una noche de amor y borrachera, después de ver Titanic en francés en una tele en blanco y negro. A él le parecía muy bonita, pero Emma se la quitó, asegurándole que la destruiría. El hecho de que la guardase, y en lugar secreto, debería complacerlo, como indicación de que le gustaba más de lo que dijo, pero también es otro choque con la ausencia de Emma. Necesita un momento para respirar. Vuelve a meter la Polaroid en el sobre y se sienta en silencio, para recuperarse. Debajo cruje el hielo.

Sigue. De finales de los noventa encuentra una colección de participaciones de nacimientos e invitaciones de boda, una carta gigante de despedida del personal y los alumnos del instituto de Cromwell Road, y dentro del mismo sobre, una serie de cartas de un tal Phil, de tanta fijación sexual y tan suplicantes, que las dobla enseguida y las vuelve a meter en el sobre. Hay folletos de las noches de improvisación de Ian, y tediosos documentos jurídicos sobre la compra del departamento en E17. Encuentra una colección de postales tontas que mandó él a principios de los noventa, durante sus viajes: «Ámsterdam es una LOCURA», «Dublín, JUERGA a tope». Le recuerdan las cartas que recibió en respuesta, maravillosos paquetitos de papel azul claro para correo aéreo que relee de vez en cuando, y se avergüenza como el primer día de lo insensible que era a los veinticuatro años: «¡¡¡¡VENECIA TOTALMENTE INUNDADA!!!!». Hay una copia en fotostato del programa de «Cargamento cruel —obra de teatro para jóvenes de Emma Morley y Gary Nutkin», seguida por exámenes viejos, trabajos sobre «Las mujeres en Donne» y «Eliot y el fascismo», y un fajo de postales de obras de arte marcadas con los agujeritos de los corchos de las residencias universitarias. Encuentra un tubo de cartón, y dentro, muy enrollado, el título de licenciada de Emma, se imagina que intacto desde hace casi veinte años. Lo verifica mirando la fecha: 14 de julio de 1988. Ayer se cumplieron dieciocho años.

En una carpeta de papel rota, encuentra las fotos de la graduación y las hojea sin mucha nostalgia: Emma casi no aparece, porque las hizo ella, y de la mayoría de los otros alumnos ya ni se acuerda. En esa época no se movían en los mismos ambientes. Aun así, le impresiona lo jóvenes que son las caras, así como el hecho de que Tilly Killick tenga el don de irritarle incluso en fotos, y a diecinueve años de distancia. Una foto de Callum O’Neill, flaco y pagado de sí mismo, se ve rápidamente partida en dos y arrojada a lo más hondo de la bolsa de basura.

En algún momento, sin embargo, Emma debió de darle la cámara a Tilly, porque al final sí sale poniendo caras heroicas con su birrete, su toga y los lentes en la punta de la nariz, a lo intelectual. Dexter sonríe. Luego gime de vergüenza y risa, al verse en una foto tal como era entonces.

Sale con una absurda cara de modelo, chupando las mejillas y haciendo mohínes, mientras Emma le pasa un brazo por detrás, con la cara muy cerca de la suya, los ojos muy abiertos y una mano en la mejilla, como si viera a un famoso. Después de la foto se fueron a la recepción de licenciatura, luego al pub y más tarde a aquella fiesta en casa de alguien. Dexter no se acuerda de quién vivía en la casa; sólo de que no cabía un alfiler, de que se quedó prácticamente destrozada, y de que la fiesta se extendió por la calle y el jardín trasero. Ellos dos, huyendo del caos, encontraron un hueco en un sofá de la sala de estar, y ya no se movieron en toda la noche. Fue donde Dexter le dio el primer beso. Vuelve a examinar la foto de licenciatura: Emma con lentes de gruesa montura negra, el pelo teñido de rojo y mal cortado, la cara un poco más rechoncha de como la recuerda, la boca abierta en una gran sonrisa, y la mejilla pegada a la de él. La aparta, y mira la siguiente.

Es la mañana siguiente. Están sentados en una ladera, Emma con unos 501 muy ceñidos en la cintura y unas Converse All-Star negras, y él un poco apartado, con la camisa blanca y el traje negro que llevaba el día anterior.

Los decepcionó encontrar la cumbre de Arthur’s Seat llena de turistas y otros recién licenciados, macilentos e inestables a causa de las fiestas de la última noche. Dex y Em saludaron con la mano a unos cuantos conocidos, pero procuraron mantener las distancias, y evitar los chismorreos aunque fuera demasiado tarde.

Se pasearon sin rumbo por el llano, pedregoso y herrumbroso, viendo el panorama desde todos los puntos de vista. En la columna de piedra que marcaba la cima, hicieron los comentarios de rigor en esas situaciones: que cuánto habían caminado y que desde ahí se veía su casa. La columna estaba llena de grafitis: chistes privados, «DG ha estado aquí», «Viva Escocia», «Fuera Thatcher»…

—Deberíamos grabar nuestras iniciales —propuso Dexter, poco convencido.

—¿Como: «Dex + Em»?

—«Para siempre.»

Emma hizo una mueca de escepticismo y examinó el grafiti que más llamaba la atención: un pene grande, dibujado con tinta verde indeleble.

—Qué tal, subir hasta aquí sólo para dibujar esto… ¿Tú crees que el rotulador se lo trajo? «La vista es muy bonita, y la naturaleza y todo eso, pero lo que de verdad le hace falta a este sitio es una buena verga con unos buenos huevos.»

Dexter se rio maquinalmente, pero empezaba a cohibirse otra vez; ahora que estaban arriba, tenía la impresión de haberse equivocado. Se preguntaron, cada uno por su lado, si no era mejor saltarse el picnic, bajar e irse a su casa; pero como ninguno de los dos estaba del todo dispuesto a proponerlo, encontraron una hondonada cerca de la cumbre, donde parecía que las rocas proporcionasen mobiliario natural, y se instalaron para descargar la mochila.

Dexter abrió el champán, que como ya se había calentado, le llenó la mano de espuma y se perdió tristemente en el brezo. Se pasaron la botella para ir bebiendo de ella, pero el ambiente no era muy festivo, y al cabo de un momento de silencio Emma recurrió otra vez a los comentarios sobre la vista.

—Muy bonito.

—Mm.

—¡Ni gota de lluvia!

—¿Mm?

—Dijiste que hoy era san Suituno. «Si por san Suituno llueve…»

—Exacto. Ni gota de lluvia.

El tiempo. Emma estaba hablando del tiempo. Avergonzada de su banalidad, guardó silencio, hasta probar con un enfoque más directo.

—¿Qué, Dex, cómo te sientes?

—Un poco cansado.

—No, digo por lo de esta noche. Lo nuestro.

Dexter la miró sin saber qué respuesta esperaba. Prefería evitar enfrentamientos, por falta de una vía inmediata de escape (como no fuera tirarse montaña abajo).

—¡Yo estoy muy bien! ¿Y tú? ¿Cómo te sientes por lo de esta noche?

—Bien. Supongo que con un poco de vergüenza por el rollo que te solté; lo del futuro, ¿sabes? Cambiar el mundo, y todo eso. Un poco cursi, visto así, de día. En todo caso debía de sonar cursi, sobre todo para alguien sin principios ni ideales…

—¡Oye, yo tengo ideales!

—Acostarse con dos mujeres a la vez no es ningún ideal.

—Bueno, eso lo dirás tú…

Emma chasqueó la lengua.

—¿Sabes que a veces eres de lo más sórdido?

—No lo puedo evitar.

—Pues deberías intentarlo. —Arrancó un puñado de brezo y se lo tiró sin fuerzas—. Cuando lo intentas eres mucho más simpático. Pero bueno, la cuestión es que no quería parecer tan insufrible.

—No parecías insufrible. Era interesante. Además, ya te dije que me la pasé muy bien. Lástima que no sea el momento más oportuno.

La sonrisa de consuelo de Dexter era irritante. Emma arrugó la nariz, molesta.

—¿Qué quieres decir?, ¿que si no seríamos «novios»?

—No lo sé. A saber.

Dexter tendió la palma de una mano. Emma la miró con desagrado, hasta que suspiró y se resignó a tomarla. Se quedaron agarrados de la mano, con la impresión de hacer el tonto, hasta que se les cansaron los brazos y se soltaron los dos a la vez. Dexter llegó a la conclusión de que lo mejor era hacerse el dormido hasta la hora de marcharse. Con esa intención, se quitó la chamarra, la dobló en forma de cojín y cerró los ojos contra el sol. Le dolía el cuerpo, le palpitaba el alcohol en la cabeza, y empezaba a quedarse inconsciente. En ese momento oyó la voz de Emma.

—¿Puedo decir una cosa? Sólo para tranquilizarte la conciencia.

Abrió los ojos, aturdido. Emma tenía las piernas contra el pecho y el mentón en las rodillas.

—Dime.

Respiró, como si ordenase sus ideas, y habló.

—No quiero que creas que estoy disgustada, ni nada por el estilo. Vaya, ya sé que lo de anoche sólo fue porque estabas borracho…

—Emma…

—¿Me dejas acabar? De todos modos, me la pasé muy bien. No es que haya hecho mucho ese… tipo de cosas; no lo tengo estudiado, como tú, pero estuvo bien. Creo que eres simpático, Dex, cuando quieres. No sé, puede que no sea el momento más oportuno, pero yo creo que harás bien en irte a China, o a la India, o a donde sea, y encontrarte a ti mismo. Mientras tanto, yo me quedaré aquí tan tranquila, con mis cosas. No quiero acompañarte, ni una postal cada semana; ni siquiera tu número de teléfono. Tampoco quiero casarme y tener hijos. Por no querer, no quiero ni otro rollo. Lo hemos pasado muy, muy bien una noche, y ya está. Siempre me acordaré. Y si nos encontramos algún día, en una fiesta, o lo que sea, pues perfecto. Tendremos una conversación agradable, y punto. No pasaremos vergüenza porque tú me metieras la mano en el top; no será nada incómodo; nos lo tomaremos como lo más natural, ¿de acuerdo? Tú y yo. Seremos sólo… amigos. ¿Trato hecho?

—De acuerdo, trato hecho.

—Listo. Ahora…

Emma buscó algo en la mochila, y después de hurgar un poco sacó una Pentax SLR maltrecha.

—¿Qué haces?

—¿A ti qué te parece? Sacar una foto. Algo para acordarme de ti.

—Tengo una pinta horrible —dijo él.

Ya empezaba a arreglarse el pelo.

—No me vengas con rollos, que te encanta.

Encendió un cigarrillo, como elemento escenográfico.

—¿Para qué quieres una foto?

—Para cuando seas famoso. —Emma estaba equilibrando la cámara sobre una piedra, y enmarcando la foto en el visor—. Quiero poder decirles a mis hijos: ¿ven a este de aquí? Pues una vez le metió mano a mamá por debajo de la falda en una habitación llena de gente.

—¡Empezaste tú!

—¡No, empezaste tú!

Giró el temporizador de cuerda y se alborotó el pelo con las puntas de los dedos, mientras Dexter se ponía el cigarrillo primero en un lado de la boca y después en el otro.

—Bien, treinta segundos.

Dexter refinó su pose.

—¿Qué decimos? ¿Cheese?

—No, cheese no. ¡Vamos a decir «rollo de una noche»! —Emma apretó el botón, y la cámara empezó a zumbar—. ¡O «promiscuo»!

Pasó por encima de las piedras.

—O «cacos que pasan de noche».

—Lo que pasa en la noche son barcos, no cacos.

—¿Los cacos qué hacen?

—Los ladrones se juntan.

—¿Y qué tiene de malo decir cheese?

—Mejor no decir nada. Vamos a sonreír y a salir naturales. Salir jóvenes y llenos de ideales elevados y de esperanza o lo que sea. ¿Listo?

—Listo.

—Bueno, pues sonríe y…