Capítulo 20
Primer aniversario
Una celebración
VIERNES 15 DE JULIO DE 2005
Londres y Oxfordshire
Divertirse, divertirse y divertirse. La solución es divertirse. Siempre adelante, sin permitirse ni una pausa, ni mirar alrededor, ni pensar, porque el truco es no ponerse morboso, divertirse y ver el día, este primer aniversario, como… ¿qué? ¡Una celebración! De la vida de ella, y de los buenos tiempos, los recuerdos. Las risas. Tantas risas.
Con esta idea, ignorando las protestas de Maddy, su encargada, ha tomado doscientas libras de la caja del café y ha invitado a salir a sus tres empleados —Maddy, Jack y Pete, que trabaja los sábados—, para recibir a lo grande este día especial. A fin de cuentas, es lo que habría querido ella.
Por eso los primeros momentos de este día de san Suituno lo encuentran en un bar de Camden, por debajo del nivel de la calle, con su quinto martini en una mano y un cigarrillo en la otra, porque… ¿Por qué no? ¿Por qué no divertirse un poco, y celebrar la vida de ella? Es lo que les dice, lo que se le traba en la lengua frente a sus amigos, que le sonríen sin mucha convicción, bebiendo tan despacio de sus copas que Dexter se empieza a arrepentir de haber venido con ellos. Son tan estirados, tan aburridos… Acompañándolo de bar en bar, pero no como colegas, sino como auxiliares sanitarios, siguiéndole la corriente, procurando que no choque con nadie ni se abra la cabeza al caerse del taxi… Pues ya está harto. Él lo que quiere es relajarse, y soltarse el pelo; se lo merece, después del año que ha tenido. Con esta idea, les propone ir a un club que conoce de hace tiempo, de una despedida de soltero. Un club de strippers.
—¡Venga, Maddy! ¿Por qué no? —dice, rodeándole los hombros—. ¡Es lo que habría querido! —Riéndose de lo que ha dicho, levanta el vaso otra vez, y al buscarlo con la boca se queda un poco corto y se le manchan los zapatos de ginebra—. ¡Será divertido!
Maddy tantea a sus espaldas, en busca del abrigo.
—¡Eres una sosa, Maddy! —brama Dexter.
—Creo que te tendrías que ir a casa, Dexter. De verdad —dice Pete.
—¡Pero si sólo son las doce y pico!
—Buenas noches, Dex. Ya nos veremos.
Dexter sigue a Maddy hasta la puerta. Él quiere que se divierta, pero se le ve llorosa y disgustada.
—¡Quédate y toma otra copa! —le exige, tirándole del codo.
—Tendrás cuidado, ¿verdad? Por favor.
—¡No te vayas, que eres la única chica!
—Tengo que irme. Te recuerdo que por la mañana abro yo. —Maddy se gira, y le toma las manos de esa manera exasperante que tiene, cariñosa y compasiva—. Y tú… ten cuidado.
Pero Dexter no quiere compasión, él lo que quiere es otra copa, así que le suelta las manos de golpe y vuelve a la barra. No tardan nada en servirle. Sólo hace una semana que explotaron bombas en el transporte público. Extraños que matan indiscriminadamente, y a pesar de las agallas, a pesar de las declaraciones de entereza, esta noche la ciudad tiene un ambiente como de estado de sitio. Como la gente tiene miedo de salir, Dexter no tiene problemas en parar un taxi para que los lleve a Farringdon Road. Con la cabeza apoyada en la ventanilla, oye que Pete y Jack se rajan, con las típicas excusas: que es tarde y que por la mañana trabajan.
—¡Estoy casado y tengo hijos! —dice Pete en broma.
Son como rehenes implorando su liberación. Dexter nota que la fiesta se cae a trozos, pero como no tiene fuerzas para evitarlo, para el taxi en King’s Cross y los suelta.
—Dex, hombre, ven con nosotros, ¿sí? —dice Jack, mirando por la ventanilla con cara de tonto preocupado.
—No, para nada, estoy bien.
—Siempre te puedes quedar a dormir en mi casa —dice Pete—. En el sofá.
Pero Dexter sabe que no lo dice en serio. Él mismo ha dicho que está casado y tiene hijos. ¿Para qué iba a querer en su casa a semejante monstruo? Despatarrado en el sofá, inconsciente, apestoso, llorando mientras los hijos de Pete intentan prepararse para ir al colegio… Dexter Mayhew vuelve a hacer el ridículo por culpa del dolor. ¿De qué sirve hacérselo pagar a sus amigos? Esta noche es mejor no estar con nadie conocido. En consecuencia, se despide con la mano y da instrucciones al taxista para que se meta por una callejuela sórdida, al lado de Farringdon Road y lo deje en el club Nero.
Por fuera tiene columnas de mármol negro, como una funeraria. Al caerse del taxi, Dexter teme que los guardias de seguridad no lo dejen entrar, pero lo cierto es que es su cliente perfecto: bien vestido y borracho perdido. Con una sonrisa halagadora al gigante rapado y con barba de chivo, entrega su dinero y le hacen pasar por la puerta, a la sala principal. Se adentra en la penumbra.
En otros tiempos, no muy lejanos, ir a un club de strippers habría parecido algo atrevido y posmoderno, irónico y excitante al mismo tiempo, pero no esta noche; esta noche el club Nero recuerda a la zona de salidas de la clase business de un aeropuerto de principios de los ochenta. Con sus decorados plateados, sus sofás bajos de piel negra y sus plantas de plástico en macetas, encarna una visión particularmente suburbana de la decadencia. La pared del fondo está cubierta por un mural de esclavas que llevan racimos de uvas, copiado de un libro de texto de primaria por algún aficionado. De vez en cuando surgen columnas romanas de poliestireno; y distribuidas por la sala, en conos de luz anaranjada que no las favorecen, sobre lo que parecen mesas de centro, están las strippers, las bailarinas, las artistas, que bailan —cada cual a su manera— música negra a toda velocidad: ésta con lánguidos saltitos, aquélla con una especie de mimo narcoléptico, aquella otra con unas patadas espectaculares al aire, como de aerobic… Todas desnudas, o casi. A sus pies están los hombres, la mayoría con traje y el nudo de la corbata flojo, desplomados en los asientos resbaladizos de los reservados, balanceando la cabeza hacia atrás como si les hubieran partido el cuello en seco: sus semejantes. La vista de Dexter se enfoca y desenfoca, mientras sonríe como un tonto al sentir que el deseo y la vergüenza se combinan en un subidón narcótico. Tropieza por la escalera y, tras sujetarse en el barandal cromado (que está sucio), se yergue, se estira los puños y se abre paso entre los podios hasta la barra, donde una mujer muy seria le dice que no se sirven copas, sólo botellas, de vodka o champán a cien billetes cada una. Riéndose por la impudicia del atraco, le tiende su tarjeta de crédito con una floritura, como si los retase a lo peor.
Agarra su botella de champán —una marca polaca, servida en una cubeta de agua tibia—, con dos copas de plástico, y se va a un reservado de terciopelo negro, donde enciende un cigarrillo y se pone a beber en serio. El «champán» es dulzón como un caramelo, con sabor a manzana y casi sin burbujas, pero da igual. Ya se han ido sus amigos, y no queda nadie que le quite la copa de la mano o lo distraiga con su conversación. A la tercera copa, el propio tiempo empieza a adquirir una elasticidad extraña, con aceleraciones, desaceleraciones y momentos borrados en que se le va la vista. Justo cuando va a quedarse dormido, o inconsciente, nota una mano en el brazo, y ve delante a una chica flaca, con un vestido rojo transparente cortísimo y el pelo largo, rubio, virando al negro junto al cuero cabelludo.
—¿Te importa si me tomo una copa de champán? —dice ella, metiéndose en el reservado.
La gruesa capa de base de maquillaje esconde una piel pésima. Tiene acento sudafricano, por el que Dexter la felicita.
—¡Tienes una voz preciosa! —grita él, con la música a tope.
Ella hace una mueca, arruga la nariz y se presenta como Barbara, de una manera que parece indicar que es el primer nombre que se le ha ocurrido. Es menuda, con los brazos huesudos y unos pechos pequeños que Dexter mira con descaro, aunque a ella no parece molestarle. Cuerpo de bailarina de ballet.
—¿Haces ballet? —dice él.
Ella hace una mueca y se encoge de hombros. Dexter ha decidido que Barbara le cae muy pero muy bien.
—¿Y qué, por qué has venido? —pregunta ella maquinalmente.
—¡Por mi aniversario! —dice él.
—Felicidades —dice ella ausentemente, mientras se pone un poco de champán y levanta la copa de plástico.
—¿No me vas a preguntar de qué es el aniversario? —dice él, aunque debe de farfullar mucho, porque ella le pide que se lo repita tres veces. Mejor ser más directo—. Hace exactamente un año que mi mujer tuvo un accidente.
Barbara sonríe con nerviosismo, y empieza a mirar a todas partes como si se arrepintiera de haberse sentado. Tratar con borrachos forma parte de su trabajo, pero está claro que éste es muy raro: salir a celebrar un accidente, y empezar luego a quejarse incoherentemente, sin parar, de un conductor que no miraba por dónde iba, y de un juicio del que ella no entiende nada ni quiere entender…
—¿Quieres que baile para ti? —dice, aunque sólo sea para cambiar de tema.
—¿Qué? —Él se cae hacia ella—. ¿Qué has dicho?
Tiene mal aliento. La salpica de saliva.
—Que si quieres que baile para ti, y así te animas un poco. Parece que te hace falta.
—Ahora no. Puede que más tarde —dice, poniéndole una mano en la rodilla, dura e inflexible como un barandal.
Ya vuelve a hablar; no con normalidad, sino encadenando los mismos comentarios inconexos, empalagosos y amargados de antes: sólo treinta y ocho años intentaba quedarse embarazada el conductor se fue sin decir nada a saber qué estará haciendo mira que quitarme a mi mejor amiga espero que sufra sólo treinta y ocho ya me dirás si es justo y yo ahora yo qué hago Barbara dímelo qué tengo que hacer… Se calla de golpe.
Barbara tiene la cabeza inclinada, y la mirada fija en las manos, devotamente unidas en su regazo, como si rezase. Al principio Dexter piensa que la ha conmovido con su historia, a la bella desconocida; que por algo le ha llegado al alma. Quizá esté rezando por él. Puede incluso que esté llorando. Pobre, la ha hecho llorar. Siente un profundo afecto por la tal Barbara. Al ponerle una mano en las suyas, en un gesto de gratitud, se da cuenta de que está escribiendo un SMS. Mientras él hablaba de Emma, ella tenía el teléfono celular en las piernas y está escribiendo un mensaje. Sufre un ataque de rabia y repulsión.
—¿Qué haces? —pregunta con voz temblorosa.
—¿Qué?
Se pone a gritar.
—Te he preguntado que qué diablos haces. —Un brusco manotazo hace salir disparado el celular por el suelo—. ¡Te estaba hablando!
Pero ahora también grita ella, llamándole loco, diciéndole que está como una cabra y haciéndole gestos al guardia de seguridad. Es el mismo ropero con barba de chivo que tan amable estuvo en la puerta, aunque ahora se limita a rodear los hombros de Dexter con un brazo enorme, tomarlo de la cintura con el otro, levantarlo como si fuera un niño y llevárselo por la sala. Se giran cabezas, divertidas, mientras Dexter berrea por encima de su hombro «burra, más que burra, no entiendes nada», y lo último que ve de Barbara es que le enseña el dedo del medio, riéndose de él. De una patada se abre la salida de incendios, y Dexter vuelve a estar en la calle.
—¡Mi tarjeta de crédito! ¡Tienen mi tarjeta de crédito, carajo! —grita; pero el guardia de seguridad se limita a reírse de él, como todo el mundo, y cierra la salida de incendios.
Dexter, que ahora está furioso, baja de la acera y agita sus brazos a los muchos taxis negros que van hacia el oeste, pero no se paran, y menos para uno que hace eses en plena calle. Respira hondo, sube otra vez a la acera y se apoya en la pared para buscar en los bolsillos. Ya no tiene la cartera. Tampoco las llaves, ni las del departamento ni las del coche. Quien se haya quedado las llaves y la cartera también tendrá su dirección, que figura en la licencia de conducir. Tendrá que cambiar la cerradura, y a la hora de comer ha quedado con Sylvie, que vendrá a traer a Jasmine. Da patadas en la pared, y apoya la cabeza en los ladrillos. Al buscar otra vez en los bolsillos, se encuentra en los pantalones un billete de veinte libras arrugado, mojado por su propia orina. Veinte dan para llegar a casa sin problemas. Puede despertar a los vecinos, pedirles la llave de repuesto y dormir.
Pero veinte también dan para ir al centro, y el cambio, para una o dos copas más. ¿A casa o al olvido? Levantándose a la fuerza, para un taxi y lo hace ir al Soho.
Por una puerta roja sin letrero en un callejón que da a la calle Berwick, encuentra un sótano ilegal que hace diez o quince años era su último recurso. Es una sala sucia, sin ventanas, oscura, llena de humo y de gente que bebe latas de Red Stripe. Se acerca a la mesa de formaica que sirve de barra, apoyándose en la gente, pero descubre que no tiene dinero, que le ha dado al taxista todo lo que le quedaba, y ha perdido el cambio. Tendrá que hacer lo que solía hacer cuando se quedaba sin dinero: agarrar la copa que tenga más cerca y bebérsela de un trago. Se aleja de la barra, sin hacer caso a los insultos que provoca al chocar con los demás. Toma una lata que parece que se haya olvidado alguien y se bebe lo que queda. Después toma otra, descaradamente, y se encaja en un rincón, sudando, con la cabeza apoyada en un altavoz y los ojos cerrados, manchándose de cerveza la barbilla y la camisa. De repente una mano lo empuja por el pecho, pegándolo contra la pared, y alguien quiere saber a qué diablos se cree que está jugando, bebiéndose lo de los demás. Abre los ojos: es un viejo con los ojos rojos y cuerpo cuadrado de sapo.
—Creo que si preguntas te dirán que es mío —dice Dexter, y se ríe de lo poco convincente de su propia mentira.
El otro gruñe, le enseña los dientes amarillos y levanta el puño. Dexter se da cuenta de qué quiere: quiere que le peguen.
—Suéltame, viejo de mierda —farfulla.
Un movimiento borroso, y un ruido como de estática. Dexter se encuentra de bruces en el suelo, tapándose la cara con las manos mientras el otro le da patadas en la barriga y pisotones en la espalda. Le llueven golpes, mientras nota en la boca el asqueroso sabor de la alfombra. De repente está flotando, boca abajo, agarrado de piernas y brazos por seis hombres, como en el colegio, cuando era su cumpleaños y todos sus colegas le tiraron a la alberca; grita y se ríe, dejándose llevar por un pasillo, una cocina de restaurante y, por último, al callejón, donde aterriza en un montón de botes de basura. Rueda entre risas hasta el suelo, duro y sucio; reconoce el sabor de la sangre, un regusto de hierro caliente, y piensa: bueno, es lo que habría querido ella. Es lo que habría querido.
15 de julio de 2005
¡Hola, Dexter!:
Espero que no te moleste que te escriba. Qué raro, ¿no? ¡Escribir cartas ahora que todo es Internet! Pero lo he visto más pertinente. Quería sentarme, hacer algo especial en esta fecha, y me ha parecido lo mejor.
¿Qué, cómo estás? ¿Cómo la llevas? Hablamos un poco en el entierro, pero no quise molestar. Estaba claro que para ti era un día muy duro. Brutal, ¿verdad? Llevo todo el día pensando en Emma; como tú, seguro. La verdad es que siempre me sorprendo pensando en ella, pero hoy es especialmente duro; ya sé que para ti también lo será mucho, pero quería escribirte unas palabras, con mis pensamientos, por el interés que puedan tener (¡¡¡¡o sea, no mucho!!!!). Allá van.
Hace años, cuando Emma me dejó, pensé que me destrozaba la vida, y la verdad es que la tuve destrozada un par de años. Para serte sincero, creo que me volví un poco loco. Pero luego, en la tienda donde trabajaba, conocí a una chica, y al salir con ella por primera vez la invité a verme en unos monólogos. Después, ella me dijo que no me lo tomara mal, por favor, pero que yo era un comediante muy malo, y que lo mejor que podía hacer era dejarlo y ser yo mismo. Fue el momento en que me enamoré de ella. Ahora llevamos cuatro años casados, y tenemos tres hijos increíbles (¡uno de cada! Ja ja). Vivimos en Taunton, esa metrópolis que nunca duerme, para estar cerca de mis padres (¡¡¡o sea, niñera gratis!!!). Ahora trabajo en una compañía de seguros de las grandes, en el departamento de Atención al Cliente. Seguro que te suena un poco soso, pero se me da bien, y la verdad es que nos reímos mucho. Bien mirado, soy feliz de verdad. Tenemos un niño y dos niñas. Sé que tú también tienes una hija. Qué agotador, ¿eh?
Pero ¿por qué te cuento todo esto? Nunca hemos sido especialmente amigos, y probablemente no te importe mucho lo que hago. Supongo que si te escribo por alguna razón, es por lo siguiente.
Después de que me abandonara Emma, me sentí acabado, pero no lo estaba, porque conocí a Jacqui, mi mujer. Ahora tú también has perdido a Emma, aunque en este caso no puedes recuperarla, ni tú ni nadie. Sólo quería animarte a que no te rindas. Emma siempre te quiso, mucho, mucho. Es algo que a mí, durante años, me provocó mucho dolor y muchos celos. La oía hablar contigo por teléfono, los veía juntos en las fiestas, y siempre estaba radiante, cosa que conmigo no le pasaba. Aunque me dé vergüenza, reconozco que cuando Emma no estaba en casa yo leía sus cuadernos, y me ponía muy mal, porque casi todo era sobre ti y vuestra amistad. Si te soy sincero, no creo que te la merecieras, hombre, pero bueno, en el fondo tampoco creo que se la mereciera nadie. Siempre habría sido la persona más lista, más buena, más divertida y más leal que conociéramos, y que no esté aquí… pues no está bien, qué quieres que te diga.
En fin, lo dicho: no creo que te la merecieras, pero sé, por mi breve contacto con Emma, que eso al final cambió. Primero eras un mierda y luego ya no. Sé que durante los años que acabaron pasando juntos la hiciste muy, muy feliz. ¿Verdad que estaba radiante? Luminosa, toda ella. Eso quiero agradecértelo, hombre; y aprovechar para decirte que no te guardo rencor, y que te deseo lo mejor de lo mejor el resto de tu vida.
Perdona que la carta se esté poniendo sensiblera. Estos aniversarios son difíciles para todos, especialmente para su familia y para ti, pero yo es una fecha que odio, y a partir de ahora, cada año, siempre la odiaré. Hoy te tengo en el pensamiento. Sé que tienes una hija preciosa, y espero que ella te consuele y te dé muchas alegrías.
¡Bueno, tengo que ir acabando! ¡A ser feliz, a ser bueno, y a seguir viviendo! Carpe diem y todo eso. Creo que es lo que habría querido Emma.
Un saludo (o esforzándome un poco, supongo que un abrazo),
Ian Whitehead
—Dexter, ¿me oyes? Pero ¿qué has hecho, por Dios? ¿Me oyes, Dex? ¡Haz el favor de abrir los ojos!
Al despertarse ve a Sylvie. Sin saber cómo, está en el suelo de su casa, entre el sofá y la mesa. Ella está de pie a su lado, intentando desencajarlo, y sentarlo. Dexter tiene la ropa mojada y pegajosa. Comprende que al dormir se ha vomitado encima. Le horroriza, y le avergüenza, pero no puede moverse, mientras Sylvie gruñe y jadea, agarrándolo por las axilas.
—Ay, Sylvie —dice, intentando ayudarla—, perdona. La he vuelto a cagar.
—Tú siéntate, cariño. Hazme ese favor, ¿de acuerdo?
—Estoy jodido, Sylvie. Estoy tan jodido…
—Ya se te pasará. Sólo es cuestión de que duermas. No, Dexter, no llores… Vamos, escúchame. —Sylvie se ha puesto de rodillas. Le toma la cara entre las manos, con una ternura en la mirada que cuando estaban casados casi nunca demostraba—. Ahora te lavas, te vas a la cama y descansas, ¿de acuerdo?
Al girar la cabeza, Dexter ve a alguien en la puerta: su hija. Gime, y le parece que va a volver a vomitar, de lo fuerte que es el espasmo de vergüenza.
Sylvie sigue su mirada.
—Jasmine, cielo, por favor, espera en la habitación de al lado —dice, con toda la serenidad que puede—. Papá no se encuentra muy bien. —Jasmine no se mueve—. ¡Te he dicho que te vayas a la habitación de al lado! —dice Sylvie, con algo de pánico.
Dexter tiene muchas ganas de tranquilizar a Jasmine, pero tiene la boca hinchada y amoratada, y no parece que le salgan las palabras. Lo que hace es acostarse, derrotado.
—No te muevas —dice Sylvie—. Tú quédate tal como estás.
Sale de la habitación, llevándose a la niña. Dexter cierra los ojos y espera, rezando por que pase todo. Se oyen voces en el pasillo, y llamadas telefónicas.
Lo siguiente que tiene claro es que está en el asiento trasero de un coche, debajo de una manta a cuadros, encogido e incómodo. Al arrebujarse —parece que no pueda parar de temblar, pese al calor—, se da cuenta de que es la vieja manta de picnic que le recuerda a excursiones en familia, como el olor de la tapicería granate desgastada. Levanta la cabeza con algo de dificultad, para mirar por la ventanilla. Van por la autopista. En la radio suena algo de Mozart. Ve la nuca de su padre, con el pelo gris plata bien cortado, menos el de las orejas.
—¿Adónde vamos?
—Te llevo a casa. A que duermas.
Su padre lo ha raptado. Al principio se le ocurre protestar: llévame otra vez a Londres, que estoy bien y ya no soy un niño. Pero el cuero, en su cara, está caliente, y no tiene fuerzas para moverse, y menos para discutir. Siente otro escalofrío. Se sube la manta hasta la barbilla y se queda dormido.
Lo despierta el ruido de los neumáticos en la grava de la casa familiar, grande y maciza.
—Vamos, adentro —dice su padre, abriendo la puerta del coche como un chofer—. ¡De cena, sopa!
Al caminar hacia la casa, lanza las llaves al aire y las recoge con desenvoltura. Está claro que ha decidido fingir que no ha pasado nada fuera de lo normal. Dexter se lo agradece. Encorvado, inestable, baja del coche, encoge los hombros para quitarse de encima la manta de picnic y entra detrás de su padre.
En el baño de la planta baja, se inspecciona la cara en el espejo. Tiene el labio inferior cortado e inflado, y un moratón grande, entre amarillo y café, en todo un lado de la cara. Intenta girar los hombros, pero le duele la espalda; tiene toda la musculatura estirada y desgarrada. Hace una mueca y se examina la lengua, ulcerada, mordida por los lados y revestida de un moho gris. Se pasa la punta por los dientes. Últimamente nunca se los nota limpios. Reconoce el olor de su aliento, que rebota en el espejo. Tiene un toque fecal, como si se le estuviera pudriendo algo por dentro. En su nariz y su mejilla hay venas rotas. Está bebiendo con una entrega renovada, de noche, y a menudo de día, y ha ganado mucho peso; tiene la cara fofa y rechoncha, y los ojos constantemente rojos y legañosos.
Apoya la cabeza en el espejo y suspira. En sus años con Emma, a veces, por pensar algo, se preguntaba cómo sería vivir sin ella; no de manera morbosa, sino por puro pragmatismo, por especular, como todos los enamorados, ¿no? ¿Que cómo sería sin ella? Ahora tiene la respuesta en el espejo. El luto no lo ha imbuido de ningún tipo de grandeza trágica; sólo lo ha vuelto estúpido y banal. Sin ella, no tiene mérito, virtud ni sentido; es un borracho de mediana edad, desharrapado y solo, emponzoñado de tristeza y de vergüenza. Se acuerda sin querer de esta mañana, de su propio padre y su ex mujer desvistiéndolo y ayudándolo a meterse en la tina. Le faltan dos semanas para cumplir cuarenta y dos años, y su padre lo ayudó a meterse en la tina. ¿Y no podían llevarlo al hospital, para un vaciado de estómago? Habría sido más digno.
Oye a su padre en el pasillo, hablando a gritos con su hermana por teléfono. Se sienta en el borde de la tina. No hay que esforzarse para espiar. De hecho, es imposible no oírlo.
—Despertó a los vecinos intentando reventar su propia puerta a patadas. Lo dejaron entrar… Lo encontró Sylvie en el suelo… Parece que bebió demasiado, pero ya está… Sólo cortadas y moretones… Ni la menor idea. Pero bueno, lo lavamos. Por la mañana estará bien. ¿Quieres venir a saludarlo? —En el cuarto de baño, Dexter reza por un no, pero está claro que su hermana tampoco le ve ninguna gracia—. Lo entiendo, Cassie. Pero ¿le llamarás por la mañana?
Una vez seguro de que su padre ya no está, Dexter sale al pasillo y va descalzo a la cocina. Bebe agua caliente de la llave en un vaso grande cubierto de polvo, y ve ponerse el sol en el jardín. La alberca está vacía, tapada con una lona azul que se hunde por el centro; la pista de tenis, descuidada y llena de hierbajos. En la cocina también huele a moho. La gran casa familiar se ha ido cerrando cuarto por cuarto; ahora su padre sólo ocupa la cocina, la sala de estar y su dormitorio, y aun así es demasiado grande para él. La hermana de Dexter dice que a veces duerme en el sofá. Como están preocupados, le han propuesto irse a vivir a otro sitio, comprarse algo más manejable, un departamentito en Oxford o Londres, pero él se mantiene firme. «Si no les importa, tengo la intención de morirme en mi propia casa», dice, argumentación demasiado emotiva para refutarla.
—¿Qué, ya estás mejor?
Su padre está detrás.
—Un poco.
—¿Qué es? —Señala el vaso de Dexter con la cabeza—. ¿Ginebra?
—Sólo agua.
—Me alegro. He pensado que al ser una ocasión especial, esta noche podríamos cenar sopa. ¿Te atreves con una lata de sopa?
—Creo que sí.
Levanta dos latas.
—¿Mulligatawny o crema de pollo?
Y se empiezan a arrastrar por la cocina, grande y con olor a humedad: dos viudos desordenando más de lo necesario para calentar dos latas de sopa. Desde que su padre vive solo, su dieta ha vuelto a ser la de un boy-scout ambicioso: frijoles con jitomate, salchichas y palitos de pescado. Hasta parece que hizo gelatina.
Suena el teléfono en el pasillo.
—¿Lo contestas tú? —dice su padre, aplastando mantequilla sobre rebanadas de pan blanco. Dexter titubea—. Que no muerde, Dexter.
Dexter sale al pasillo y contesta. Es Sylvie. Se sienta en la escalera. Ahora su ex mujer vive sola. Su relación con Callum acabó explotando justo antes de Navidad. Su común infelicidad y las ganas de proteger de ello a Jasmine les han dado una extraña intimidad. Por primera vez desde que se casaron, casi son amigos.
—¿Cómo te encuentras?
—Bueno, mira… Un poco avergonzado. Lo siento.
—Tranquilo.
—Me parece recordar que tú y papá me metieron en la tina.
Sylvie se ríe.
—No ha perdido la compostura ni un momento. «¡No tiene nada que no haya visto antes!»
Dexter sonríe y hace una mueca al mismo tiempo.
—¿Jasmine está bien?
—Creo que sí. No te preocupes. Le he dicho que habías comido algo en mal estado.
—La resarciré. Lo dicho, lo siento.
—Son cosas que pasan; pero no lo hagas nunca, nunca más, ¿de acuerdo?
Dexter hace un ruido como si dijera: «No; bueno, ya veremos…». Se quedan callados.
—Tengo que colgar, Sylvie, se me quema la sopa.
—Hasta el sábado por la noche, ¿no?
—Hasta entonces. Dale un beso a Jasmine. Y perdona.
La oye ajustar el receptor.
—Todos te queremos, Dexter.
—No tienen por qué —masculla él, avergonzado.
—Puede que no, pero te queremos.
Al cabo de un rato, cuelga el teléfono y se reúne con su padre ante el televisor, a beber agua de cebada con limón diluida en proporciones homeopáticas. Comen la sopa en bandejas especialmente acolchadas por debajo para comer cómodamente con ellas en las piernas, innovación reciente que a Dexter le resulta un poco deprimente, quizá porque es un tipo de cosa que su madre jamás habría permitido en casa. La sopa, caliente como lava, le da pinchazos en el labio cortado al tomársela a sorbitos. Las rebanadas de pan blanco que compra su padre están mal untadas de mantequilla, destrozadas, convertidas en pasta de color masa. Lo curioso es que están deliciosas. El tajo de mantequilla se derrite en la sopa pegajosa. Se la toman mirando EastEnders, otra de las últimas compulsiones de su padre, que en el momento en que salen los créditos deja en el suelo la bandeja acolchada, aprieta el botón de silencio del control y se gira para mirar a Dexter.
—Bueno, ¿y esto va a ser una celebración anual, o qué?
—Aún no lo sé. —Pasa un rato. Su padre se gira otra vez hacia el televisor silenciado—. Lo siento —dice Dexter.
—¿Qué?
—Bueno, has tenido que meterme en la tina…
—Sí, eso, si no te importa, preferiría no tener que repetirlo. —Su padre empieza a hacer zapping, sin poner el sonido de la tele—. De todos modos, pronto empezarás a hacerlo tú por mí.
—Dios mío, espero que no —dice Dexter—. ¿No puede hacerlo Cassie?
Su padre sonríe y lo mira.
—La verdad es que no tengo ganas de confidencias. ¿Y tú?
—No muchas, no.
—Pues nada. Lo único que te diré es que me parece que lo mejor que puedes hacer es vivir como si aún estuviera Emma. ¿No te parece que sería lo mejor?
—No sé si puedo.
—Pues tendrás que intentarlo. —Agarra el control de la televisión—. ¿Qué crees que he estado haciendo yo los últimos diez años? —Encuentra lo que buscaba en la tele, y se acomoda en el sillón—. Ah, The Bill.
Se quedan sentados, viendo la tele en el crepúsculo de verano, dentro de una sala llena de fotos de familia. A Dexter le avergüenza descubrir que vuelve a estar llorando, sin hacer ruido. Se lleva discretamente una mano a los ojos, pero su padre le oye aguantarse la respiración y lo mira.
—¿Todo bien?
—Perdona —dice Dexter.
—¡No será por cómo cocino!
Dexter se ríe y resopla.
—Creo que aún estoy un poco borracho.
—No pasa nada —dice su padre, girándose otra vez hacia la tele—. A las nueve dan Silent Witness.