Capítulo 18
El medio
JUEVES 15 DE JULIO DE 2004
Belsize Park
A la cara de Dexter le estaba pasando algo raro.
Le habían empezado a salir gruesos pelos negros en la parte superior de las mejillas, sumándose a algún que otro pelo largo y gris que bajaba solitario de las cejas. Por si fuera poco, le empezaba a brotar un fino vello de color claro alrededor de los orificios de las orejas, y por debajo de los lóbulos; un pelo que parecía proliferar de la noche a la mañana como las malas hierbas, y cuya única utilidad parecía ser llamar la atención sobre el hecho de que se aproximaba a la madurez. De que ya era un hombre maduro.
Luego estaban las entradas, especialmente llamativas después del baño: dos caminos paralelos que se ensanchaban gradualmente hacia la coronilla, donde acabarían uniéndose algún día; y ese día, estaría acabado. Se secó el pelo con la toalla y se lo despeinó con las puntas de los dedos, cubriendo el camino.
Al cuello de Dexter le estaba pasando algo raro. Se le abolsaba la piel debajo de la barbilla, con una carnosidad, una excrecencia vergonzosa que parecía un suéter de cuello alto color carne. Desnudo ante el espejo del lavabo, se puso una mano en el cuello, como si pretendiera moldearlo hasta devolverle su forma original. Era como vivir en una casa que se hunde: cada mañana, al despertarse, hacía una inspección en busca de las grietas y los desniveles que hubieran podido aparecer durante la noche. En cierto modo, era como si la carne se estuviera despegando del esqueleto: el típico cuerpo de alguien cuyo abono al gimnasio lleva mucho tiempo caducado. Empezaba a salirle barriga, pero lo más grotesco era que les estaba pasando algo raro a sus pezones. Ahora había prendas que casi no se atrevía a llevar, camisas ajustadas y suéteres de lana elásticos, porque se le veían como lapas, femeninos y repulsivos. También quedaba ridículo con cualquier prenda dotada de capucha. La semana pasada se había sorprendido a sí mismo en trance al oír el programa de jardinería de Radio 4. Le faltaban dos semanas para cumplir cuarenta años.
Sacudió la cabeza, diciéndose que tampoco era tan desastroso. Si se giraba y se miraba por sorpresa, levantando la cabeza en un ángulo determinado, y aspirando, aún podía aparentar… ¿cuántos, treinta y siete? Conservaba suficiente vanidad como para saber que seguía siendo un hombre más guapo de lo normal, pero ya no le dedicaban tantos piropos, y él siempre había pensado que envejecería mejor. Había tenido la esperanza de envejecer como una estrella de cine: enjuto, aguileño, con las sienes plateadas y sofisticado. En vez de eso, envejecía como un presentador de tele. Un ex presentador de tele. Un ex presentador de tele casado dos veces que comía demasiado queso.
Emma salió del dormitorio, desnuda. Dexter se empezó a lavar los dientes, otra obsesión; tenía la sensación de que su boca estaba vieja, como si ya no fuera a estar limpia nunca más.
—Estoy engordando —masculló con la boca llena de espuma.
—Mentira —dijo ella, sin mucha convicción.
—Sí, mira.
—Pues no comas tanto queso —dijo ella.
—Creía que habías dicho que no estoy engordando.
—Si a ti te lo parece, es que es verdad.
—Tampoco como tanto queso. Lo que pasa es que se me está ralentizando el metabolismo.
—Pues haz ejercicio. Vuelve al gimnasio. Ven conmigo a nadar.
—No tengo tiempo. —Recibió un beso de consuelo, mientras el cepillo era extraído de su boca—. Mira, estoy hecho un asco —masculló.
—Cariño, ya te dije alguna vez que tienes las tetillas bonitas.
Emma se rio, le pinchó en las nalgas y se metió en la regadera. Dexter se enjuagó la boca y se sentó a mirarla en la silla del baño.
—Esta tarde deberíamos ir a ver aquella casa.
Emma gimió, sobre el ruido del agua.
—¿No nos lo podemos saltar?
—Bueno, no sé de qué otra manera podremos encontrar…
—Bien. ¡Bien! Iremos a ver la casa.
Siguió bañándose de espaldas a Dexter, que se levantó y salió ofendido, para vestirse en el dormitorio. Ya volvían a estar belicosos e irritables. Se dijo que era por la tensión de buscar casa. El departamento ya estaba vendido, y gran parte de sus pertenencias, en un almacén, para que cupieran ellos dos. O encontraban algo pronto, o tendrían que irse de alquiler. Todo ello comportaba tensiones y agobios.
Sin embargo, sabía que algo más pasaba. En efecto: mientras Emma esperaba que hirviese el agua y leía el periódico, dijo de sopetón:
—Acaba de venirme la regla.
—¿Cuándo? —preguntó él.
—Ahora mismo —dijo ella, con una calma estudiada—. Ya empezaba a notarlo.
—Bueno —dijo él.
Emma siguió de espaldas, preparando el café.
Dexter se levantó, le rodeó la cintura con los brazos y le dio un besito en la nuca, que aún estaba mojada del baño. Ella no levantó la vista del periódico.
—No pasa nada. Ya lo volveremos a intentar, ¿no? —dijo él.
Se quedó un momento con la barbilla en el hombro de Emma. Era una postura ingenua e incómoda. Cuando ella pasó de página, él aprovechó para volver a la mesa.
Se sentaron a leer —Emma la actualidad política y Dexter los deportes—, tensos los dos de irritación, mientras Emma chasqueaba la lengua y sacudía la cabeza de esa manera exasperante que tenía a veces. Los titulares estaban dominados por la comisión Butler sobre el origen de la guerra. Dexter intuyó que se estaba fraguando algún comentario político. Se concentró en los últimos resultados de Wimbledon, pero…
—Qué raro, ¿no? Que haya una guerra y no proteste casi nadie… Vamos, uno esperaría manifestaciones o algo así, ¿no?
También el tono era irritante. Lo recordaba de hacía muchos años: su voz de estudiante, llena de superioridad moral. Hizo un ruido neutro, ni de cuestionamiento ni de aceptación, con la esperanza de que bastase. Avanzó el tiempo. Se pasaron más páginas del periódico.
—Vaya, uno esperaría algo como el movimiento anti-vietnam, o lo que fuese, pero nada; sólo la manifestación aquella, y luego todos a encogerse de hombros y a volver a casa. ¡Si no protestan ni los estudiantes!
—¿Qué tienen que ver los estudiantes? —dijo él, consideró que afablemente.
—Es una tradición, ¿no? Que los estudiantes estén comprometidos políticamente. Nosotros, si aún estudiásemos, protestaríamos. —Emma siguió leyendo el periódico—. Yo, en todo caso, sí.
Lo estaba provocando. Pues bueno, si era lo que buscaba…
—Entonces ¿por qué no lo haces?
Ella lo miró con dureza.
—¿Qué?
—Protestar. Si tanto te indigna…
—Claro, es lo que digo. ¡Quizá debería protestar! ¡Es justo lo que acabo de decir! Si hubiera algún tipo de movimiento unificado…
Dexter siguió leyendo el periódico, decidido a estar callado, pero incapaz de estarlo.
—Puede que sea porque a la gente le da igual.
—¿Qué?
Ella entornó los ojos al mirarlo.
—La guerra. Quiero decir que si a la gente le indignase de verdad, habría manifestaciones, pero puede que la gente se alegre de que ya no esté Saddam. No sé si te fijaste, Em, pero muy buena persona no era, el hombre…
—Se puede estar contento de que ya no esté Saddam y estar en contra de la guerra.
—Por eso lo digo. Es ambiguo, ¿no?
—¿Qué pasa, que te parece una guerra «un poco» justa?
—No necesariamente a mí. A la gente.
—Pero ¿y a ti? —Emma cerró el periódico. Dexter tuvo una marcada sensación de incomodidad—. ¿A ti qué te parece?
—¿Que qué me parece?
—¿Qué te parece?
Suspiró. Demasiado tarde. No había marcha atrás.
—A mí lo único que me parece es que tiene su gracia que muchos de izquierda estuvieran contra la guerra cuando la gente asesinada por Saddam era justo del tipo que habría tenido que apoyar la izquierda.
—¿Por ejemplo?
—Sindicalistas, feministas… Homosexuales. —¿Podía decir los kurdos? ¿Era correcto? Decidió arriesgarse—. ¡Los kurdos!
Emma hizo una mueca de suficiencia.
—Ah, ¿crees que esta guerra es para proteger a los sindicalistas? ¿Crees que Bush ha invadido Irak porque le preocupaba la situación de las mujeres iraquíes? ¿O de los gays?
—¡Yo lo único que digo es que la marcha contra la guerra habría tenido un poco más de credibilidad moral si la misma gente hubiera empezado protestando contra el régimen iraquí! Si protestaron contra el apartheid, ¿por qué no contra Irak?
—¿…e Irán? ¡Y China, y Rusia, y Corea del Norte, y Arabia Saudita! No se puede protestar contra todos.
—¿Por qué no? ¡Tú antes lo hacías!
—¡Eso no tiene nada que ver!
—¿No? Cuando te conocí, te pasabas todo el día boicoteando. No podías comerte ni una maldita barrita Mars sin echar un sermón sobre la responsabilidad personal. No es culpa mía que te hayas vuelto complaciente…
Reanudó la lectura de sus ridículas noticias deportivas con una sonrisita de satisfacción. Emma sintió que empezaba a enrojecer.
—Yo no me he vuelto… ¡No cambies de tema! La cuestión es que es absurdo presentar esta guerra como algo relacionado con los derechos humanos, o las armas de destrucción masiva, o algo en esa línea. Se trata de una sola cosa, de una sola…
Dexter gimió. Ya era inevitable. Emma iba a decir «petróleo». Por favor, por favor, no digas «petróleo»…
—… nada que ver con los derechos humanos. ¡Es todo por el petróleo!
—Ah, ¿y no es una buena razón? —dijo, haciendo chirriar la silla adrede al levantarse—. ¿Qué pasa, Em, que tú no usas petróleo?
Como última palabra, le pareció bastante eficaz, pero era difícil cortar una discusión en aquel departamento de soltero que de pronto parecía demasiado pequeño, abarrotado y gastado. Estaba claro que Emma no dejaría sin respuesta un comentario tan fatuo. Lo siguió al pasillo, pero él ya la estaba esperando, y se le enfrentó con una ferocidad que los desazonó a los dos.
—Voy a decirte qué pasa de verdad. ¡Te ha venido la regla, estás enfadada y te desahogas conmigo! ¡Pues a mí no me gusta que me sermoneen mientras intento desayunar!
—Yo no te sermoneo…
—Bueno, pues que discutan conmigo…
—No discutíamos, hablábamos…
—¿Sí? Pues yo discuto…
—Tranquilízate, Dexter…
—¡La guerra no es idea mía, Em! Yo no ordené la invasión, y lo siento, pero no me indigna tanto como a ti. Puede que tuviera que indignarme; en algún momento puede que me indigne, pero ahora mismo no. No sé por qué. Igual soy demasiado tonto, no sé…
Emma puso cara de sorpresa.
—¿De dónde sale eso? Yo no he dicho que seas…
—Pero me tratas como si lo fuera. O como a un tarado de derecha, sólo porque no voy soltando banalidades sobre la guerra. Te juro que como vaya a otra cena y oiga que alguien dice «es todo por el petróleo»… Pues quizá sí. ¿Y qué? ¡Protesta, o deja de usar petróleo, y si no, acéptalo y cállate, carajo!
—A mí no te atrevas a decirme que me…
—¡Que no, que no te lo decía a ti…! En fin, da igual.
Arrimándose para pasar junto a la puta bici de Emma, que no dejaba sitio en su pasillo —suyo, de él—, entró en el dormitorio. Aún estaban cerradas las persianas, y la cama, deshecha. Había toallas mojadas por el suelo, y el olor de sus cuerpos, de la noche anterior. Empezó a buscar sus llaves en la oscuridad. Emma lo observaba desde la puerta, con esa mirada suya de preocupación, tan irritante. Dexter rehuía su mirada.
—¿Por qué te violenta tanto hablar de política? —dijo ella con calma, como si Dexter fuera un niño que tenía una rabieta.
—No es que me violente, es que… me aburre. —Él estaba hurgando en la cesta de la ropa sucia, sacando prendas y buscando las llaves en los bolsillos de los pantalones—. Me aburre la política. Ya está, ya lo he dicho. ¡Ya lo he sacado!
—¿En serio?
—Sí, en serio.
—¿Incluso en la universidad?
—¡Especialmente en la universidad! Lo disimulaba porque estaba mal visto. Solía escuchar a Joni Mitchell a las dos de la mañana, mientras algún payaso soltaba un rollo sobre el apartheid, o el desarme nuclear, o la cosificación de la mujer, y pensaba: carajo, pero qué aburrimiento, ¿no podríamos hablar…, no sé, de la familia, o de música, o de sexo, o de algo, de gente, o de algo…?
—¡Pero si la política es la gente!
—¿Eso qué significa, Em? No tiene sentido. Es hablar por hablar.
—¡Significa que hablábamos de muchas cosas!
—¿Ah, sí? Yo el único recuerdo que tengo de esa época gloriosa es de gente, sobre todo hombres, que se hacían los graciosos soltando rollos sobre el feminismo para poder meterle mano a alguna chica. Y diciendo unas obviedades absurdas. Que si Nelson Mandela es muy simpático, que si la guerra nuclear es malísima, que si qué rabia que haya gente que no tiene bastante para comer…
—¡La gente no decía eso!
—… ahora es exactamente igual, pero con otras obviedades absurdas. ¡Ahora es el cambio climático, y que si Blair es un traidor!
—¿No estás de acuerdo?
—¡Sí que estoy de acuerdo! ¡Sí! Lo que pasa es que me parecería refrescante oírle decir a alguno de nuestros conocidos, aunque sólo fuera uno, que Bush tampoco puede ser tan tonto, y que menos mal que hay alguien que le planta cara a ese dictador fascista; y que por cierto, me encanta tener un coche grande. ¡Porque se equivocarían, pero al menos se podría hablar de algo! Al menos no se darían palmaditas en la espalda a sí mismos. Al menos sería descansar un poco de las armas de destrucción masiva y los colegios y el puto precio de los departamentos.
—¡Tú también hablas del precio de los departamentos!
—¡Ya lo sé! ¡Y me aburro a mí mismo, carajo!
Dexter arrojó a la pared la ropa del día anterior, mientras se apagaba el eco de su grito. Se quedaron en el dormitorio a oscuras, con las persianas bajadas y la cama deshecha.
—¿Y yo? ¿También te aburro? —dijo ella, sin alterarse.
—¡No digas tonterías! Yo no dije eso.
Dexter se sentó en la cama. De repente estaba exhausto.
—Pero ¿te aburro o no?
—No, no me aburres. ¿Y si cambiáramos de tema?
—Bueno. ¿De qué quieres hablar? —dijo ella.
Dexter se quedó encorvado al borde del colchón, apretándose la cara con las manos, y exhalando a través de los dedos.
—Sólo hace dieciocho meses que lo intentamos, Em.
—Dos años.
—Bueno, pues dos años. No sé, es que odio esa… manera de mirarme que tienes.
—¿Qué manera?
—Cuando no sale bien, como si fuera culpa mía.
—¡No es verdad!
—Pues lo parece.
—Lo siento. Perdóname. Es que… me he llevado una decepción. Tenía tantas ganas…
—¡Yo también!
—¿Sí?
Puso cara de ofendido.
—¡Pues claro!
—Porque al principio no.
—Pues ahora sí. Te quiero. Ya lo sabes.
Emma cruzó la habitación y se sentó a su lado. Se quedaron un momento tomados de la mano, con los hombros caídos.
—Ven aquí —dijo ella, cayéndose de espaldas en la cama.
Él hizo lo mismo. Se quedaron con las piernas colgando por el borde. La persiana filtraba una luz turbia.
—Perdona por haberme desahogado contigo —dijo ella.
—Y tú a mí por… no sé.
Levantó una mano, y le puso el dorso en los labios.
—¿Sabes qué? Que creo que deberíamos hacernos una revisión. Ir a una clínica de fertilidad o algo así. Los dos.
—Pero si no nos pasa nada…
—Ya lo sé. Es lo que nos confirmarán.
—Dos años tampoco es tanto. ¿Por qué no esperamos seis meses más?
—Es que tengo la sensación de que ya no me quedan otros seis meses.
—Estás loca.
—En abril cumpliré treinta y nueve, Dex.
—¡Y yo cuarenta en dos semanas!
—Exacto.
Dexter espiró despacio, viendo flotar tubos de ensayo ante sus ojos. Cubículos deprimentes, enfermeras poniéndose guantes de látex… Revistas…
—Bueno, de acuerdo, pues nos hacemos unos análisis. —Se giró a mirarla—. Pero ¿y la lista de espera?
Emma suspiró.
—Supongo que al final quizá tendremos que… no sé, que ir a la privada.
Él tardó un poco en hablar.
—Dios mío. Eso sí que no creía que te lo oiría decir.
—No, yo tampoco —dijo ella—. Yo tampoco.
Una vez establecida una paz frágil, Dexter se arregló para irse a trabajar. Por culpa de la absurda pelea llegaría tarde, pero al menos el Belleville Café funcionaba bastante bien. Había contratado a una encargada lista y de confianza, Maddy, con quien tenía una buena relación de trabajo, y con quien coqueteaba un poco. Ahora ya no tenía que abrir él por la mañana. Emma lo acompañó hasta la calle. Salieron a un día gris y anodino.
—Y la casa, ¿dónde queda?
—En Kilburn. Te mandaré la dirección. Parece bonita. En las fotos.
—En las fotos todas parecen bonitas —masculló Emma, oyéndose a sí misma, hosca y abúlica.
Dexter prefirió no decir nada. Pasó un momento antes de que Emma se sintiera capaz de abrazarse a él por la cintura.
—Hoy no estamos muy finos, ¿eh? Yo, al menos, no. Perdona.
—No pasa nada. Esta noche nos quedamos en casa, y hago yo la cena; o si no, salimos al cine, o a donde sea. —Dexter le puso la cara sobre la cabeza—. Te quiero, vamos a arreglar esto, ¿de acuerdo?
Emma se quedó en el umbral, sin decir nada. Lo correcto habría sido decirle que ella también lo quería, pero tenía ganas de quedarse triste un poco más. Decidió estar enfurruñada hasta la hora de comer, y resarcirlo por la noche. Si mejoraba un poco el tiempo, quizá podrían ir a sentarse en Primrose Hill, como antes. Lo importante es que estará aquí, y que estaremos bien.
—Ya es hora de irte —masculló en el hombro de Dexter—. Llegarás tarde con Maddy.
—No empieces.
Le miró, con una sonrisa burlona.
—Esta noche estaré más animada.
—Haremos algo divertido.
—Divertido.
—Aún nos divertimos, ¿no?
—Pues claro que sí —dijo ella, y le dio un beso de despedida.
Sí se divertían aún, pero de otra manera. Toda el ansia, la angustia, la pasión, habían dejado paso a un pulso constante de placer, satisfacción y alguna vez irritación, que no parecía un mal cambio; si bien la vida de Emma había tenido momentos de mayor euforia, no los había tenido de mayor regularidad.
A veces, pensaba, echaba en falta la intensidad, no sólo de su noviazgo, sino de los primeros tiempos de su amistad. Se recordaba escribiendo cartas de diez páginas hasta altas horas de la noche; unas cosas demenciales, apasionadas, llenas de un sentimentalismo absurdo y de insinuaciones mal veladas, con signos de exclamación y subrayados. Durante una temporada también le había escrito una postal diaria, además de la hora por teléfono justo antes de acostarse. La noche en el departamento de Dalston, hablando y oyendo discos hasta la salida del sol, o el día de Año Nuevo en casa de los padres de él, yendo a nadar al río, o la tarde en un bar secreto de Chinatown, bebiendo absintio… Todos esos momentos, y muchos más, estaban registrados y guardados en cuadernos, cartas y fajos de fotografías, un sinfín de fotos. Durante una época (principios de los noventa, debía de ser) casi no podían pasar al lado de una cabina fotográfica automática sin entrar juntos, porque aún no daban por supuesta la presencia permanente del otro.
Pero mirar a alguien, sin más; estar sentado, mirando y hablando, hasta darse cuenta de que ya ha amanecido… Hoy en día, ¿quién tenía tiempo, ganas o energía de pasar la noche en vela? ¿De qué hablar? ¿Del precio de la vivienda? Antes Emma anhelaba esas llamadas telefónicas a medianoche. Ahora, si sonaba el teléfono en plena noche era por un accidente. ¿Y fotos? ¿Necesitaban alguna más, si ya se sabían las caras de memoria y tenían cajas de zapatos llenas, un archivo de casi veinte años? En estos tiempos, ¿quién escribe cartas largas, y a qué se le da tanta importancia?
A veces tenía curiosidad por saber qué habría pensado su yo de veintidós años de la actual Emma Mayhew. ¿La habría considerado una egocéntrica? ¿Una vendida? ¿Una burguesa traidora a la causa, por sus ganas de tener casa propia, de viajar al extranjero, de comprarse modelos de París y de gastarse mucho dinero en la peluquería? Quizá, pero tampoco podía decirse que la Emma Morley de veintidós años fuera un dechado de virtudes: pretenciosa, malhumorada, perezosa, siempre echando sermones y juzgando a los demás… Autocompasión, autosuficiencia, autocomplacencia… Todos los «autos» menos la autoconfianza, la virtud de la que siempre había estado más necesitada.
No; le parecía que el mundo en que vivía era el mundo real. ¿Que ya no tenía la curiosidad ni el apasionamiento de antes? Eso entraba en lo previsible. A los treinta y ocho años, habría sido inoportuno e indecoroso tomarse las amistades y los amores con el mismo ardor e intensidad que a los veintidós. ¿Enamorarse como entonces? ¿Escribir poesías y llorar con canciones? ¿Arrastrar a la gente a las cabinas fotográficas, dedicar todo un día a un casete recopilatorio, proponerle a alguien dormir en la misma cama que ella sólo para estar acompañados? Ahora, si citabas a Bob Dylan, T. S. Eliot o Brecht (¡no, por Dios!), la gente se apartaba discretamente, con una sonrisa educada. ¿Y cómo reprochárselo? A los treinta y ocho años era ridículo esperar que un libro o una película te cambiase la vida. No, todo se había sosegado y asentado, y ahora se vivía con un rumor de fondo general de comodidad, satisfacción y familiaridad. Aquellos crispantes altibajos no se repetirían. Los amigos de ahora serían los mismos que tuvieran dentro de cinco, diez, veinte años. No esperaban enriquecerse ni empobrecerse de manera drástica. Esperaban conservar durante cierto tiempo la salud. Todo en el medio: clase media, mediana edad… Felices de no ser felices en exceso.
Por fin Emma estaba enamorada de alguien, y bastante segura de que ese alguien le correspondía. Cuando le preguntaban —en fiestas, por ejemplo— cómo había conocido a su marido, ella contestaba:
—Crecimos juntos.
Así que se fueron como siempre a trabajar. Emma se sentó a la computadora al lado de la ventana que daba a la calle con árboles, a escribir la quinta y última novela de Julie Criscoll; irónicamente, su personaje de ficción se quedaba embarazada y tenía que decidir entre ser madre o ir a la universidad. No le estaba saliendo muy bien; el tono era demasiado grave e introspectivo, y los chistes, forzados. Tenía muchas ganas de acabarla, a la vez que muchas dudas sobre qué haría después, y adónde llegaban sus capacidades; quizá un libro para adultos, algo serio y muy fundamentado sobre la Guerra Civil española, o sobre el futuro próximo, con vagos aires a lo Margaret Atwood; algo que hubiera respetado y admirado la Emma de antes. Al menos era la idea. De momento ordenó el departamento, preparó té, pagó algunas facturas, puso una lavadora de ropa de color, guardó CD en sus cajas, preparó más té, y por último, encendió la computadora y se quedó mirándola fijamente, para enseñarle quién mandaba.
En el café, Dexter coqueteó un poco con Maddy y se fue al almacén (minúsculo, con un olor a queso que casi no dejaba respirar), a intentar terminar la declaración trimestral del IVA; pero no se quitaba de encima la tristeza y el sentimiento de culpa de su exabrupto matinal, y cuando ya no pudo concentrarse, descolgó el teléfono. Antes siempre era Emma la que hacía las llamadas de reconciliación, y suavizaba las cosas, pero en los ocho meses que llevaban casados parecía que se hubieran invertido los papeles. Ahora era Dexter el que se sentía incapaz de hacer alguna actividad sabiendo que Emma no estaba contenta. Mientras marcaba el número, se la imaginó en la mesa, mirando su teléfono celular, y apagándolo al ver aparecer su nombre. Lo prefería así; era mucho más fácil ser sentimental cuando no contestaba nadie.
—Oye, estoy aquí, con la declaración del IVA, y me acuerdo todo el rato de ti. Sólo quería decirte que no te preocupes. He quedado para que vayamos a ver la casa a las cinco. Te mandaré la dirección por SMS. A ver qué pasa. Es una finca de época, con las habitaciones bastante grandes. Parece que tiene una barra para desayunar; sé que siempre has soñado con una. Nada más, sólo que te quiero, y que no te preocupes; no te preocupes por nada. Bueno, ya está. Nos vemos allí a las cinco. Te quiero. Adiós.
Cumpliendo con la rutina, Emma trabajó hasta las dos, comió y se fue a la alberca. En julio, a veces le gustaba ir a la de mujeres de Hampstead Heath, pero el día se había ido cubriendo con una nubosidad precaria, así que hizo frente a los adolescentes de la alberca cubierta. Fueron veinte minutos de no disfrutar, esquivando chavos que se tiraban en bomba, buceaban y coqueteaban entre sí, enloquecidos por la libertad del fin del curso. Después se sentó en el vestuario, escuchó el mensaje de Dexter y sonrió. Memorizó la dirección de la finca y devolvió la llamada.
—Hola, soy yo. Sólo quería decirte que ahora salgo para allá, y que me muero de ganas de ver la barra para desayunar. Puede que llegue cinco minutos tarde. Ah, gracias por tu mensaje. Quería decirte… que perdona que haya estado tan brusca, y que hayamos discutido por una tontería. No tiene nada que ver contigo. Es que ahora mismo estoy un poco desquiciada. Lo importante es que te quiero mucho. ¡Ahí tienes! ¡Suertudo! Creo que eso es todo. Adiós, amor mío. Adiós.
A la salida del polideportivo, las nubes se habían hecho más oscuras. Acabó lloviendo: goterones sueltos, grises, de lluvia caliente. Maldiciendo el tiempo y el sillín mojado de la bicicleta, cruzó el norte de la ciudad en dirección a Kilburn, improvisando un recorrido por un laberinto de calles residenciales, hacia Lexington Road.
Cada vez llovía más fuerte, gotas aceitosas de agua urbana de color café; al ir de pie en los pedales, con la cabeza gacha, Emma apenas se dio cuenta de que se movía algo a su izquierda, por la callejuela. No es tanto una sensación de volar por los aires como de ser llevada a cuestas. Al ser depositada en el arcén, con la cara en el asfalto mojado, su primer impulso es buscar la bicicleta, que por alguna razón ha desaparecido de debajo de ella. Intenta mover la cabeza, pero no puede. Quiere quitarse el casco, porque hay gente mirándola, caras cerniéndose sobre ella, y los cascos de bicicleta le quedan ridículos; pero la gente en cuclillas a su lado parece asustada, y le preguntan sin parar te encuentras bien, te encuentras bien. Hay alguien que llora. Emma se da cuenta por primera vez de que no está bien. Parpadea, con la lluvia en la cara. Ahora seguro que llegará tarde. Dexter la esperará.
Piensa en dos cosas con gran nitidez.
La primera es una foto de ella a los nueve años, con traje de baño rojo en una playa, no se acuerda de cuál, tal vez Filey o Scarborough. Está con sus padres, que la columpian hacia la cámara, contrayendo de risa sus caras quemadas por el sol. Después piensa en Dexter, protegido de la lluvia en las escaleras de la nueva casa, mirando su reloj con impaciencia; va a preguntarse dónde estoy, piensa ella. Se va a preocupar.
Después Emma Mayhew se muere, y cuanto ha pensado y sentido se esfuma y desaparece para siempre.